¿Por qué está en crisis la oposición en Europa?

Por Cayetana Alvarez de Toledo, doctora en Historia por la Universidad de Oxford (EL MUNDO, 24/10/03):

El torrente de sorna con el que los medios de comunicación europeos han acogido la gesta electoral del hercúleo Schwarzenegger brota de la convicción, íntima y reconfortante, de que en esta Europa democrática y civilizada una aberración política semejante jamás podría ocurrir. Tal vez el único dirigente europeo que tuvo la osadía de elogiar públicamente la decisión del pueblo californiano es el ministro del Interior francés, Nicolas Sarkozy, quien, para horror de la prensa progresista de su país, calificó la victoria del actor como una muestra de la extraordinaria vitalidad de la democracia norteamericana. En Francia, reconoció, es imposible que un extranjero de nombre impronunciable y carente de unas determinadas credenciales sea escogido para ocupar un cargo equivalente al de gobernador. «Quien no haya salido de la Ecole Nationale d'Administration», reconoció, «no tiene ninguna oportunidad».

Aunque el conservadurismo que critica Sarkozy es proverbialmente francés, también está presente en otros países de Europa. Mientras la democracia estadounidense parece un circus maximus al que cualquier contrincante dispuesto a medir sus fuerzas es bienvenido, las democracias europeas se asemejan a un viejo club inglés -eminentemente civilizadas, horriblemente previsibles y profundamente reacias a cualquier cambio que entrañe un riesgo-. Poco ha variado desde que el filósofo Alexis de Tocqueville, comparando las culturas políticas británica y estadounidense, llegara a la conclusión de que esta última -a la que definió como democracia de populacho velada por una robusta constitución- era la más saludable y vigorosa de las dos.

La manifestación más conspicua, y también más inquietante, del anquilosamiento de la democracia europea es la crisis que atraviesan los principales partidos de la oposición. No puede ser una coincidencia.Los conservadores británicos, los socialistas franceses, el centro izquierda italiano, los democristianos alemanes, los socialistas españoles: todos ellos, si bien en distinta medida, están sumidos en una crisis de identidad y liderazgo, atontados ante la aparente invulnerabilidad de los partidos en el Gobierno. Invulnerabilidad que resulta doblemente exasperante en la medida en que estos últimos no pasan, ni de cerca, por sus mejores momentos.

Blair se encuentra bajo sospecha de haber engañado deliberadamente al pueblo británico respecto a la amenaza que suponía Irak. Chirac se ha librado de declarar como principal imputado en el escándalo de la desviación de fondos de la Alcaldía de París gracias a una escandalosa ley de inmunidad. El Gobierno de Schröder ha hecho gala de una pasmosa indecisión a la hora de afrontar la parálisis económica que sufre Alemania, cuya tasa de desempleo sigue obstinadamente instalada en el 10%.

Una nimiedad si se compara con lo que pasa en Italia. Al catálogo de impertinencias que recientemente han salido de la siempre sonriente boca de Silvio Berlusconi se suman sus atropellos a la libertad de expresión, sus impúdicos intentos de maniatar a la Justicia encargada de investigarle por corrupción y su alianza con individuos del calibre de Fini y Bossi. En cuanto a España, sorprende constatar el amplio respaldo que conserva el partido de Aznar a pesar de su discutible gestión del desastre del Prestige, su respaldo a la guerra de Irak y el creciente malestar suscitado por la manipulación a su favor de los medios públicos de radio y televisión.

Visto lo visto, la ausencia de alternativas resulta francamente asombrosa. Sólo cabe concluir que la democracia europea está presa de un profundo conservadurismo, de una honda reticencia al cambio, que se manifiesta de forma que las elecciones las pierden los partidos en el Gobierno, no las ganan los de la oposición.Esta inercia es el producto de una serie de factores que ahora pasamos a considerar.

En primer lugar, hay que destacar la existencia en Europa de un entramado de instituciones supranacionales que otorga gran estabilidad al conjunto de la Unión a la vez que resta responsabilidad a los gobiernos en ámbitos de tanta trascendencia como el de la economía. El hecho de que la política monetaria sea ahora competencia exclusiva del Banco Central Europeo, por ejemplo, hace que sea más fácil para los gobiernos justificar una merma del crecimiento o un repunte de la inflación. El clima de incertidumbre generado por el auge del terrorismo y el protagonismo adquirido en los últimos años por la política exterior también operan a favor del statu quo. Prueba de ello es el hecho de que, en los principales países europeos, Gobierno y oposición han adoptado una postura común en relación con la guerra de Irak -sea ésta favorable a la ocupación, como en Gran Bretaña, o contraria, como en Francia y Alemania-. La excepción más notable ha sido España, donde el grado de implicación de Aznar con los objetivos de Bush ha suscitado el rechazo unánime de la oposición. Berlusconi, en cambio, tuvo la astucia de circunscribir su respaldo a la guerra al ámbito de la retórica, logrando con ello restar contenido al discurso crítico del Olivo y privarle de una magnífica oportunidad para desmarcarse del Ejecutivo.

Oportunidades como ésta tienen un valor cada vez mayor para los aspirantes al poder por el simple motivo de que, derrumbadas las viejas murallas ideológicas, es mucho más difícil formular un discurso que sea a la vez diferente y atractivo. A esto se añade el hecho de que la carrera por el centro político no la ganan quienes aportan las mejores credenciales, sino quienes llegan primero. Si los tories se encuentran sumidos hoy en una de las peores crisis de su historia es porque el Nuevo Laborismo tuvo la habilidad de incorporar en esa fórmula ganadora llamada Tercera Vía muchas políticas tradicionalmente asociadas con la derecha. Los conservadores alemanes también han visto reducido su margen de maniobra a causa de la reciente aprobación de la reforma del Estado del Bienestar por parte del Gobierno socialdemócrata.Lo mismo, aunque en sentido político contrario, sucede en España, donde, con las cifras de desempleo en la mano, sólo los muy cínicos pueden acusar al Ejecutivo de practicar una política antisocial.El que los socialistas defiendan ahora el déficit cero sugiere hasta qué punto resulta complicado competir con un Gobierno centrista y regenerador.

A la desideologización de la política se suma otro fenómeno cuyo efecto sobre la calidad de la democracia no se debe infravalorar: el alarmante deterioro moral e intelectual que exhiben las nuevas generaciones, y también las no tan nuevas, como consecuencia de una programación televisiva concebida en torno al criterio del mínimo común denominador. La política, espejo de la sociedad, no es inmune a este deterioro ni tampoco a la influencia desmedida que hoy en día tienen la imagen y la publicidad. Como muy a su pesar saben Iain Duncan Smith y Edmund Stoiber, el carisma tiene cada vez más peso en la valoración de un líder. Ahora bien, una vez que se ha conquistado el poder, es menos necesario, como ha quedado comprobado en el caso de Aznar. Quod natura non dat, los medios de difusión sí lo prestan. En efecto, da una idea de la complicidad entre el poder político y el establishment el que los medios de comunicación europeos dediquen más tiempo a criticar a la oposición que a juzgar a quienes moldean la vida de los ciudadanos, que son los gobiernos.

El caso más sangrante es el de Italia, donde la heterogénea coalición de centro izquierda no sólo tiene que hacer frente a las adversidades propias de cualquier oposición, sino que además juega en desventaja contra un Gobierno cuyo poder sobre los medios públicos y privados es prácticamente omnímodo. Pero, incluso en los países en los que la colusión entre política y comunicación no rebasa los límites de lo tolerable, los medios desempeñan un papel clave en pos de lo establecido. Stoiber perdió contra Schröder unas elecciones que, según todos los sondeos, tenía prácticamente ganadas gracias al impacto que causaron en el electorado las imágenes del canciller consolando a las víctimas de la inundación que asoló el país.También en España los medios contribuyen a que el poder se perpetúe: los telediarios de las cadenas públicas se han convertido en auténticos desfiles de ministros y en su servilismo al Ejecutivo incluso superan a los emitidos en pleno apogeo del felipismo.

Dicho esto, la ausencia de alternativas políticas no se debe únicamente a factores que están fuera del control de los principales partidos de la oposición. Resulta verdaderamente inquietante constatar cómo las propias formaciones, emulando la inercia de los votantes, insisten en recurrir a la vieja guardia en lugar de regenerarse. Los tories desecharon a sus mejores candidatos, Heseltine y Portillo, por temor a que rompieran con el pasado; en su lugar, optaron por un clon del malogrado William Hague que pasará a la historia menos por sus propuestas -que las tiene- que por haber hundido a su partido en un estado crónico de depresión que se manifiesta de forma periódica mediante sonoras revueltas internas. La última de éstas, que estalló hace un par de semanas, tampoco promete abrir camino a una renovación a corto plazo.De hecho, los nombres que más suenan para sustituir a Duncan Smith son los de Michael Howard y Kenneth Clarke, los dos exponentes más destacados de la vieja guardia.

Algo similar sucede en Francia, donde, tras proclamar por boca del ex ministro de Economía Dominique Strauss-Kahn que «la izquierda debe reorganizar sus orientaciones políticas, su estructura y estrategia», el partido socialista sigue sin dar muestra alguna de querer evitar una nueva debacle electoral. Su líder sigue siendo el mismo desde hace seis años, François Hollande, y el partido continúa dominado por antiguos prebostes, como el ex primer ministro Laurent Fabius o el propio Strauss-Kahn. El centro izquierda italiano tampoco está demostrando gran capacidad de reacción. Si la tuviera, no tendría todas sus esperanzas de una revancha en 2006 depositada en el ex ministro y actual presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi. En cuanto a España, provoca auténtica desazón constatar hasta qué punto el nuevo PSOE que encarna Rodríguez Zapatero sigue estando sometido al dictado de poderes políticos y fácticos heredados de la turbia etapa que le antecede.

Los partidos de la oposición europeos tienen, pues, un formidable reto por delante. Por una parte, han de superar la aversión al cambio de un electorado desideologizado que cada vez más tiende a anteponer la forma al fondo. Simultáneamente, han de vencer su propia propensión al inmovilismo, que hace que acaben por imponerse dentro de los partidos las soluciones más conservadoras y no necesariamente las mejores. En juego está nada menos que la salud de la democracia, que, en definitiva, estriba en la existencia de una alternativa seria y viable al poder instituido.Que los gobiernos de España, Gran Bretaña, Francia e Italia gocen, como hoy lo hacen, de un margen de maniobra prácticamente ilimitado es un motivo para alarmarse. Pone en evidencia hasta qué punto las democracias europeas han perdido calidad y contenido. Por eso, en lugar de jactarnos de que un tipo como Schwarzenegger jamás podría triunfar en la política europea, deberíamos entender su victoria como un testimonio de esa vitalidad democrática que nos proponemos recuperar.