¿Por qué gana la izquierda?

Es notorio que la opinión pública en España está descuadrada. Descuadrada hacia la izquierda. La salida de tono, hace semanas, de Pedro Castro, el alcalde socialista de Getafe, confirma una pauta, un compás tan insistente como el do mayor empleado por Ravel en Bolero. Es verdad que la derecha también se permite exabruptos, al estilo del ensayado por Fraga a propósito de los nacionalistas. Pero en menor medida, o de modo menos explícito. El paisaje ideológico español sigue acusando una asimetría, una pendiente. La derecha camina cuesta arriba, y la izquierda, ladera abajo. No se sigue de aquí, por fuerza, que los hombres de izquierda sean, de pechos adentro, más intolerantes que los de derechas. Lo que incontestablemente ocurre, es que vociferar las propias intolerancias pasa menos factura si se es de izquierdas, que si se es derechas.

El caso desconcierta a los observadores de mentalidad geométrica. En términos de pura filosofía política, el desconcierto de estos observadores resulta comprensible. Los últimos tiempos, en efecto, han sido poco hospitalarios a las doctrinas de la izquierda clásica. La crisis económica de los setenta marcó el comienzo del fin de la socialdemocracia como proyecto indefinido hacia un horizonte igualitario; y la calamidad soviética liquidó, no mucho después, el ensueño de un sistema alternativo al capitalista. La izquierda se ha quedado sin el discurso que llevaba esgrimiendo desde 1848, punto arriba, punto abajo. El desastre financiero que tiene descabalada a la economía mundial está provocando algunos chispazos, pero no ha alterado en esencia la situación. Ni las algaradas de Grecia apuntan un arrebol de cuño revolucionario, ni el oportunismo del PASOK es de altos vuelos, ni las nostalgias de Cayo Lara, nuevo coordinador de IU y venerabilísimo comunista, sugieren otra cosa que un reflejo atávico.

Asistiremos, en la peor de las hipótesis, a desórdenes laborales y al caos social y político, no a un retorno a las escenografías fabulosas de la Primera, Segunda, o Tercera Internacional. Ese socialismo antañón, en fin, está muerto. Lo estaría incluso si se muere el capitalismo. El último, por otro lado, no ha salido debilitado en lo esencial de los debates que se vienen sucediendo desde el verano. Para comprobarlo, basta con reparar en las alegaciones de Krugman, la esperanza blanca de la izquierda comme il faut en la esfera del pensamiento económico. No le hemos oído una palabra, una siquiera, que haga referencia, aun remota, a una transformación radical de la sociedad. Cito uno de sus artículos recientes, publicado en la New York Review of Books -«What to do», 18-12-2008-. En su escrito, inmediatamente después de recomendar una nacionalización parcial del sistema financiero, se apresura a añadir Krugman: «Aclarémonos: no se trata de un objetivo a largo plazo, ni de apoderarse del puente de mando de la economía. Las finanzas deberán ser devueltas al sector privado apenas la permuta pueda realizarse con garantías, en línea de lo ocurrido en Suecia en los noventa». Una lectura retrospectiva arroja más luz aún sobre la falta de espesor ideológico de Krugman. Éste, como conocen bien sus seguidores, ha defendido con vehemencia los méritos relativos de la sanidad pública. ¿Por qué no le gusta a Krugman el sistema privado? El motivo es que sería imprudente delegar en el individuo las decisiones que miran a su salud -«The Health Care Crisis and what to do about it», The New York Review of Books, 23-3-2006; redactado en colaboración con Robin Wells-. Formulado lo mismo en la culta latiniparla de la jerga económica: el individuo no acierta siempre a calcular con tino su función de utilidad. En especial, tiende a hacerse un lío o a proceder con ligereza cuando el bien que interesa proteger está expuesto a riesgos quizá remotos y no fáciles de determinar. En tales casos, es mejor que intervenga el Estado.

Desde una perspectiva moral, la posición de Krugman es más autoritaria que de izquierdas. En lo tocante a los conceptos, constituye una disidencia dentro la visión neoclásica, no una apuesta por el modelo revolucionario. El último se ha desleído tanto, que hemos dejado de saber lo que fue. En rigor, el marxismo reproducía, tras ser pasadas por el cedazo de Hegel y de la economía política, viejas arquitecturas providencialistas de raigambre cristiana. El creyente estaba más cerca de Bossuet o de san Agustín, que de ZP. El triunfo necesario de la sociedad sin clases había sustituido al de la Iglesia. Pero permanecían el furor teológico, la devoción y la fe.

¿Cómo se explica entonces que los socialistas, después de arrumbadas las esperanzas de un Apocalipsis justiciero o su ersatz socialdemócrata, sigan ocupando el escenario, rebosantes de confianza y persuadidos de llevar la razón? Ha operado, en la coyuntura española, el hecho de que existe una línea que comunica a parte de la derecha política con el franquismo. Se pudo erigir la democracia porque los franquistas instalados entendieron que pactar la Transición era mejor que acantonarse en la tarea insensata de prolongar el franquismo sin Franco. Izquierda y derecha estuvieron, por fortuna, de acuerdo. La filogenia parcial de la derecha ha sido luego explotada por la izquierda de modo inmisericorde. Todo esto es sórdido, torpe, y potencialmente peligroso. Pero con ello habremos de apencar los españoles, hasta que se imponga la razón y las aguas vuelvan a su cauce.

Me urge más destacar un segundo factor, una circunstancia no referida a nuestras miserias locales. Todas las sociedades de Occidente, todas sin excepción, se hallan empeñadas en una aventura a gran escala, cuyos inicios podemos situar, convencionalmente, en 1789. A principios del XX, la franquía universal del voto, la reparación de desigualdades intolerables, o la emancipación de la mujer, centraron la agenda de los progresistas. Las derechas liberales, o las razonablemente conservadoras, capearon el temporal, e introdujeron artificios constitucionales y sociales de la máxima importancia para que el tinglado no se viniera abajo. Allí donde la derecha no funcionó, la sociedad se desorbitó en direcciones obviamente indeseables. La agenda progresista se ha impuesto, gracias a la izquierda, y, lo repito, a la derecha. Pero la iniciativa moral ha sido, simplificando mucho, de la izquierda. Ésta, después de los fracasos que ya sabemos, ha logrado empujar la aventura penetrando en nuevos ámbitos: ampliación del aborto, matrimonio gay, y así de corrido.

Curiosamente, se trata de reivindicaciones que podría hacer suyas un libertario de derechas. La única diferencia, y aquí está la novedad, es que la izquierda confía la dispensación de esas libertades a los poderes públicos. La resulta es una síntesis rara y de enorme eficacia política: la combinación de un estatismo de signo autoritario y paternalista, con lemas emancipatorios que estiran ad absurdum los ideales de la Ilustración. Aunque las huelgas generales revolucionarias, y demás artículos del repertorio clásico, han preterido o son patrimonio de fuerzas marginales, la izquierda conserva la iniciativa, a la vez que ofrece seguridades en último extremo incompatibles con su nueva encarnación libertaria. La derecha, de momento, no sabe cómo enfrentarse a la estrategia mutante de la izquierda.

Álvaro Delgado-Gal