Hubo un tiempo en que el mundo conocido de oídas, el único posible pues, terminaba en las «columnas de Hércules» y en la mítica Atlántida. El resto, la estepa euro-asiática y el este del Bósforo, era «ajeno a la civilización», aunque tuviese la suya propia pero distinta y distante, parodiando a un político de la Transición. De ahí el interés mundial por Iberia. En especial un interés ávido por parte de los pueblos teocráticos (los musulmanes) o los populistas. Lo que llamamos y ha sido Occidente habría desaparecido asfixiado si Iberia hubiese sido en algún momento la mano larga del califato de Bagdad o, en el siglo XX, del soviet ruso.
Una rigurosa memoria histórica no debería olvidar el hecho.
Los Reyes Católicos, con un soporte también teocrático (característico recuerda Berdiaeff del Renacimiento), sin duda, pero inventando el Estado moderno, hicieron posible a España, la «Hispania completa» de que habla el excelente historiador Luis Suárez, y evitaron que fuera imposible Europa. Coinciden Menéndez Pidal y Ortega y Gasset en que «la política de casamientos» de Isabel y Fernando y la idea imperial de Carlos V sembraron la semilla de Europa. En lo interno, los Reyes Católicos dieron forma a una España ciertamente «realista», es decir monárquica, que era la única institución política que gobernaba pueblos, pero democrática: acabaron con el poder político de las aristocracias -habían sido útiles en la guerra frente al islam, pero eran un obstáculo para la paz compartida, es decir la paz popular- y confiaron los asuntos públicos domésticos a ciudades y pueblos, mediante fueros y cortes. Un logro verdaderamente histórico.
Y, de inmediato, «nos» ocurrió América. Frente a un indigenismo corto de mente, la presencia de Europa ultramar era inevitable: la técnica náutica era ya capaz de abordar el Atlántico, y la sed de nuevos horizontes es innata al hombre. Lo «desconocido» estaba, en 1492, al alcance y en el deseo de dos potencias marítimas: Iberia (España y Portugal) e Inglaterra. En esa teórica carrera, resultaba inevitable que una de las dos llegara antes. Y hay que jugar con los futuribles razonables: ¿qué habría ocurrido si un Mayflower precoz en el tiempo hubiera acertado con Guaharaní, y ya con todo un continente virgen al lado? La respuesta es meridiana: América no sería un mundo mestizo (hasta diecisiete variantes de mestizaje le descubrió el italo-argentino Levéne), el «derecho de gentes», o universalidad de la ciudadanía, se habría retrasado por lo menos hasta la declaración de derechos del hombre y el ciudadano tres siglos después, y el mercantilismo sería la regla de convivencia, en lugar de esa barbarie tan humana que lleva a Neruda a concluir, en el capítulo de sus memorias que titula España en el corazón, que los «bárbaros conquistadores nos quitaron todo y nos dejaron todo», nos dejaron las piedrecitas preciosas de la palabra con sentido, a compartir en profundidad y en todas sus dimensiones. La palabra es, ciertamente, todo: progreso, cultura y derecho.
Si bien América ha sido, por otra parte, la anemia interior de España, y su «otra» -además de evitar el extrañamiento musulmán o soviético de Europa- justificación en la Historia. Hicimos humanismo, pero -mientras se daba la riqueza de América a los «criollos y mestizos»: el colombiano David Morales acaba de escribir sobre ello-, se abandonaba en la Península la despensa y la escuela, como lamentó Joaquín Costa, y luego unánimemente las gentes del 98 (pero se comprenderá que era inevitable). Y el otro vector de fuerza de la civilización occidental, el pragmatismo sajón nos ha ido dando pasadas por la derecha y por la izquierda, durante siglos de ciencia e industrialización, dejándonos en el rezago.
Esa decadencia consolidada, y el humor desabrido de una sociedad insatisfecha -en todo- nos llevó irremediablemente a la atrocidad de la guerra civil, en que se exasperaron la gloria de la historia pasada (pero nunca muerta, el pasado es raíz, y tuvo sentido que permanece) y las miserias del presente, en la mitad del siglo XX.
Ninguna persona lúcida puede ignorar ya que, junto al tinte goyesco de la postguerra, de los años cincuenta hasta los setenta del siglo pasado el pueblo español empezó a vivir la «tecnocracia» que preconizaba Costa, y creó una burguesía intelectual y económica (despensa y escuela) que permitía pensar en común un futuro común.
Esa oportunidad la aprovecharon enseguida todos los sectores políticos y sociales para construir la arquitectura admirable que fue «la Transición», y de la que es pieza clave la unidad, de historia, ser y proyectos, de la nación española (artículo 2 de esa decantación de nuestro espíritu popular que es la Constitución de 1978). Y en ello estamos, y deberíamos estar felizmente. No caben desenganches del ser común. No cabe, por ejemplo, ignorar que precisamente en Cataluña fue la monarquía la que hizo posible en los siglos XIV y XV el redreç: es decir, la liberación de sus propios demonios interiores que consistían en una plutocracia avasalladora de libertades, hundida en lo financiero (simbolizada en la quiebra de la Casa Gualbes el año 1391, de la que ha sido melliza en el tiempo la de Banca Catalana: es un dato para la reflexión), y un asfixiante nivel de deuda pública originada precisamente por las querellas interiores. Nihil novum sub sole. Pero la historia real, y no adulterada, ha de ser maestra de vida y cimiento de la construcción colectiva. Sea dicho para tirios y troyanos.
Santiago Araúz de Robles es escritor.