Por qué Israel se sigue negando a tomar una decisión

 Uno de los más grandes asentamientos en Cisjordania, Maale Adumim, se alza en la distancia sobre el pueblo palestino de Zaim. Credit Rina Castelnuovo para The New York Times
Uno de los más grandes asentamientos en Cisjordania, Maale Adumim, se alza en la distancia sobre el pueblo palestino de Zaim. Credit Rina Castelnuovo para The New York Times

Los acuerdos son escasos en la problemática Tierra Santa, pero respecto de un punto llegan casi a la unanimidad estos días: una resolución bi-estatal al conflicto entre Israel y Palestina es cada vez más lejana; tan inimaginable que parece poco más que una ilusión sostenida por el pensamiento conformista, el interés en el statu quo o el puro agotamiento.

Desde Tel Aviv a Ramala en Cisjordania, desde la mayormente árabe ciudad de Nazaret a Jerusalén, en realidad no encontré a casi nadie preparado para ofrecer otra cosa más que una evaluación negativa de la idea de los dos Estados. Los diagnósticos de esta resolución van de agonizante a clínicamente muerta. El año que viene se cumplirá medio siglo desde que comenzó la ocupación israelí de Cisjordania. Más de 370.000 personas viven ahora aquí, sin incluir Jerusalén oriental, y esta cifra aumentó desde los aproximadamente 249.000 que había en 2005. La incorporación de toda la “tierra bíblica” de Israel ha avanzado mucho y desde hace mucho, para revertirse ahora.

El Israel más grande es el que conocen los israelíes; el Israel más pequeño al poniente de la Línea Verde —la frontera de facto que surgió de la guerra de independencia de 1947 a 1949— es un recuerdo que se desvanece. El gobierno derechista del primer ministro Benjamin Netanyahu, con su menosprecio por los palestinos y las voces disidentes en general, prefiere que las cosas sigan así, como lo demuestra la expansión constante de los asentamientos. La Autoridad Palestina en Cisjordania, encabezada por el presidente Mahmoud Abbas, ha perdido legitimidad, cohesión y voluntad para hacer algo al respecto. La cancelación de las elecciones municipales en Cisjordania y Gaza que se habían fijado para octubre fue otro signo de las paralizantes disputas internas palestinas.

“En el futuro próximo no se logrará la creación de dos Estados”, me dijo el exprimer ministro palestino, Salam Fayyad. “Se ha vuelto un proceso sobre un proceso, no es real”.

La administración de Obama ha llegado a un punto de exasperación aguda. El anuncio israelí el mes pasado sobre un nuevo asentamiento en Cisjordania fue el golpe decisivo que se dio apenas semanas después de que Estados Unidos hubiera concluido un acuerdo de 38 mil millones de dólares y 10 años de ayuda militar. La explicación de Israel de que el asentamiento era un “satélite” de otro no resultó creíble; sus acciones fueron consideradas indignantes. Pocas veces la conocida declaración de Moshe Dayan (“Nuestros amigos estadounidenses nos ofrecen dinero, armas y consejos. Nosotros tomamos el dinero y las armas pero declinamos los consejos”) había estado mejor ilustrada. Sin embargo, no queda claro si Estados Unidos está preparado para calibrar su apoyo incondicional a fin de presionar a Israel para el cambio.

Dentro de Israel, donde Netanyahu lleva más de una década en el poder, el giro político y cultural es hacia un nacionalismo aún más asertivo e intolerante. Las críticas se equiparan cada vez más con la traición. Grupos como B’Tselem, que concentra su atención en acusaciones de violaciones a los derechos humanos contra los palestinos y los territorios israelíes ocupados, están bajo un ataque devastador. El sionismo religioso mesiánico que sostiene que toda Cisjordania es de Israel por decreto bíblico es ascendente. La izquierda está en un débil caos.

Resulta aleccionador observar que Netanyahu probablemente representa el ala más moderada de su gobierno. El reto más real para él puede en última instancia provenir de su propia posición en el espectro político, la centro-derecha, en forma del telegénico Yair Lapid, quien me dijo que Netanyahu “no se merece ni una página en los libros de historia israelí”. Lapid cree que puede recuperar algo de magia de los dos Estados, pero comenzó su primera campaña política en el asentamiento grande de Ariel, y la idea de que pueda revertir el movimiento de los que quieren asentarse parece inverosímil.

“Israel necesita más ser democrático que judío”, comenta Reem Younis, árabe israelí. Credit Rina Castelnuovo para The New York Times
“Israel necesita más ser democrático que judío”, comenta Reem Younis, árabe israelí. Credit Rina Castelnuovo para The New York Times

Conduje hasta Ramala a través de un puesto de control abarrotado. Siempre resulta una transición sorprendente pasar del bullicio eficiente y de mundo desarrollado de Israel al polvo y el caos de Cisjordania. En el camino me detuve a ver a Walid Batrawi, el director de BBC Media Action, una organización benéfica que orienta a los periodistas y promueve la prensa independiente. Se mostró abatido y describió una “absoluta falta de confianza y fe”. La categoría de Estado de Palestina está “más lejana que nunca”, dijo. Abbas estaba distraído, explicó, enredado en los conflictos de su partido Fatah, preocupado por Hamas, sin rumbo. “Algo se ha perdido”, dijo. “Un sentimiento especial de patriotismo, de pertenencia, se está desvaneciendo”.

En Ramala fui testigo de un sentimiento similar, que habla de una sociedad palestina más individualista, con un menor sentido de comunidad, donde la gente se centra en cuidarse a sí misma y en hacer lo mejor que puede en la situación actual. La idea de los dos Estados se ha vuelto una mala broma. Los jóvenes tienen más fe en la resistencia no violenta que pueda conducir en última instancia a derechos igualitarios dentro de un mismo Estado antes que en otra iniciativa de paz internacional o un levantamiento fallidos.

Los palestinos (ya sea propiamente en Israel, donde los ciudadanos árabes son 1,5 millones y conforman cerca del 17 por ciento de una población de 8,5 millones de personas, o en Cisjordania, donde son cerca de 2,6 millones) están cansados de humillaciones, grandes o pequeñas, a manos de Israel. ¿Cómo, se preguntan, puede algo que se asemeja a un Estado, compuesto por sus incontables pequeños enclaves autoadministrados en Gaza y Cisjordania, estar dividido por asentamientos israelíes?

Entonces, en cierto sentido, Israel ya ganó. David Ben-Gurion estuvo en lo correcto cuando hizo notar en 1949 que: “Cuando el problema se alarga, nos trae beneficios”. Desde entonces, la política ha sido muy uniforme: crear hechos sobre el terreno; quebrantar la voluntad de los árabes por la fuerza; tratar de hacerse de tanto como sea posible de la “tierra bíblica” de Israel entre el Mar Mediterráneo y el río Jordán.

Si el campo maximalista se atenuó, fue principalmente por el conocimiento de que con toda la tierra venía la gente, en específico millones más de palestinos, y de que un Estado 50-50 no era de lo que se trataba el sueño sionista. De ahí la improvisada ocupación de 49 años por parte de Israel, que ostenta el dominio efectivo de los palestinos sin la aprobación de estos últimos. Por lo tanto se dan las puñaladas periódicas a la paz de dos Estados, más visiblemente a los acuerdos de Oslo de 1993: decidir las vidas de los otros que han sido subyugados es extenuante, corrompe y es inherentemente violento, además de ser incompatible con la democracia verdadera.

Roger Cohen

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