La inflación de Estados Unidos se mantuvo persistentemente alta en agosto, con un incremento de los precios a una tasa anual del 8,3%. Si bien esta aumento más alto de lo esperado ha decepcionado a algunos economistas, el compromiso del presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Jerome Powell, de aumentar las tasas de interés –algo sobre lo que hizo hincapié en su reciente discurso en Jackson Hole- sin duda hará mella en la inflación estadounidense al provocar una caída de la demanda. Y la perspectiva de un inminente ajuste monetario ha ayudado a fortalecer el dólar, que ha rebasado la paridad con el euro y alcanzado un pico de 20 años frente al yen, atenuando la inflación generada por las importaciones.
Sin embargo, el alza inflacionaria global de hoy está alimentada por algo más que la simple demanda doméstica. Las alteraciones de las cadenas de suministro relacionadas con la política restrictiva de COVID-cero de China, los efectos de la guerra de Rusia y Ucrania en los precios de los alimentos y los combustibles y los crecientes costos laborales claramente inciden.
Estos factores del lado de la oferta en gran medida están fuera de lo que la Fed puede controlar. La economía norteamericana, sin embargo, está en una posición privilegiada para superar esta especie particular de inflación, debido a su relativa independencia energética y alimentaria, la abundancia de mano de obra inmigrante, la fuerte capacidad de producción y el acceso al capital necesario para mantener y aumentar la manufactura doméstica.
Por ejemplo, Estados Unidos está menos afectado por los crecientes precios de la energía –un motor central de la inflación actual- porque es un exportador neto de energía. En 2021, las exportaciones de energía de Estados Unidos alcanzaron 25,2 cuatrillones de unidades térmicas británicas (BTU), superando las importaciones de energía en alrededor de 3,8 cuatrillones de BTU. Y en la primera mitad de 2022, exportó más gas natural licuado que cualquier otro país. Europa, en cambio, importó aproximadamente el 58% de la energía que consumió en 2020. De hecho, los 27 miembros de la UE han sido importadores netos de energía desde 2013.
Aunque los salarios estadounidenses han aumentado marcadamente en los últimos meses –los costos unitarios de la mano de obra saltaron el 9,3% entre el verano de 2021 y junio de 2022-, Estados Unidos sigue atrayendo y aprovechando los flujos de mano de obra inmigrante, que suelen tener un efecto amortiguador en la inflación salarial, aunque con un retraso. Según el Instituto de Políticas Migratorias con sede en Washington, el 13,7% de la población estadounidense (o 44,9 millones de personas) habían nacido en el extranjero en 2019, comparado con menos del 10% durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX. Desde 2005, más de un millón de personas por año, en promedio, han obtenido residencia permanente de Estados Unidos.
En efecto, existe cierto debate entre los economistas académicos sobre hasta qué punto una mayor inmigración modera los salarios. Pero una revisión de 2017 de estudios del Cato Journal determinó que, en promedio, un aumento del 10% de la cantidad de inmigrantes guarda relación con una caída del 2% en los salarios. Aun si los salarios no caen en el corto plazo, una mayor inmigración probablemente aumentaría la oferta de mano de obra y reduciría la inflación salarial con el tiempo.
Finalmente, Estados Unidos responde por el 18% de la capacidad industrial del mundo, lo que lo convierte en el segundo mayor fabricante del mundo, después de China. La manufactura responde por 2,3 billones de dólares del PIB de Estados Unidos, emplea a 12 millones de personas y venía recuperándose en los diez años anteriores a la pandemia. Según McKinsey, la economía estadounidense sumó 1,3 millones de empleos industriales entre 2010 y 2019.
A raíz de la pandemia del COVID-19, las alteraciones de las cadenas de suministro globales han hecho subir los precios de las importaciones, en tanto los hogares norteamericanos dependen de manera desproporcionada de bienes de consumo importados. Debido a estas restricciones de la oferta, las corporaciones muy probablemente sigan favoreciendo la resiliencia al recorte de costos y la diversificación, lo que implica una vuelta de la manufactura a Estados Unidos.
Sin duda, una repatriación podría conducir a un incremento puntual de los costos de la mano de obra en tanto los empleadores traen de vuelta empleos a la economía estadounidense con salarios más altos. Pero, con el tiempo, Estados Unidos podría evitar las fluctuaciones de precios generadas por una excesiva dependencia de oferta radicada en el extranjero. Dado que su fuerte capacidad de producción doméstica en parte protege a la economía estadounidense de más inflación generada por las importaciones, repatriar la manufactura conducirá a una menor volatilidad de precios y, en definitiva, a una inflación más baja.
Ya hay señales de que la inflación de Estados Unidos podría estar enfriándose. Los precios de las exportaciones estadounidenses (que excluyen los aranceles) cayeron el 1,4% en julio por primera vez en siete meses de un pico de 6,5% en marzo, antes de volver a subir en agosto. Si bien estas presiones de los precios están más allá del control de la Fed, Estados Unidos tiene las herramientas para mitigar su impacto.
Dicho esto, no podemos esperar que la inflación regrese a la meta de la Fed del 2% en lo inmediato. Pero sí podemos esperar que la inflación se estabilice alrededor del 5% –una perspectiva que puede darles a quienes asignan capital cierto grado de confianza en la economía norteamericana-. De hecho, desde una perspectiva de inversión, resulta difícil encontrar otra economía que se pueda equiparar a lo que ofrece Estados Unidos: amplios recursos naturales, gobernanza efectiva, una historia de inmigración y una moneda de reserva global.
Es una caja de herramientas ideal para combatir la inflación. En comparación, la mayoría de los otros países son mucho más dependientes de la economía global. En el mundo de hoy, eso los deja más expuestos a la inflación.
Dambisa Moyo, an international economist, is the author of four New York Times bestselling books, including Edge of Chaos: Why Democracy Is Failing to Deliver Economic Growth – and How to Fix It (Basic Books, 2018).