Por qué la libertad de reunión todavía importa

Por qué la libertad de reunión todavía importa

Ya es bien sabido que muchas democracias en todo el mundo están bajo presión. Pero hay cada vez más amenazas a un derecho democrático particularmente importante que no han recibido suficiente atención: por diversos medios, los gobiernos están poniendo obstáculos a los ciudadanos que quieren congregarse y protestar.

Las nuevas restricciones al derecho de reunión suelen venir acompañadas de justificaciones de apariencia inocua, por ejemplo la “seguridad pública”. En Estados Unidos, el gobierno de Trump reclamó la prerrogativa de resarcirse los costos de limpieza después de las manifestaciones, lo que en la práctica permitiría al gobierno cobrar a los manifestantes por ejercer su derecho constitucional. Y en un intento todavía más descarado de limitar el disenso público, el gobierno intentó vedar a los manifestantes el 80% de las aceras que rodean la Casa Blanca.

En Hungría, el primer ministro Viktor Orbán logró hace poco la aprobación de una ley que hace más difícil manifestarse cerca de residencias privadas y monumentos nacionales, aduciendo la posibilidad de que las protestas “perturben el flujo normal del tránsito”. Las autoridades también quieren prohibir manifestaciones en fechas públicas. Con fundamentos imprecisos, ahora el gobierno puede hacer prácticamente imposible cualquier protesta callejera.

Habrá quien piense que este vaciamiento del derecho de reunión no es tan grave como otras amenazas a la democracia, en particular la manipulación partidista del trazado de distritos electorales y la supresión de votantes. Al fin y al cabo, dadas las posibilidades aparentemente ilimitadas para reunirse en forma virtual, la disponibilidad de espacio físico tal vez no parezca tan importante.

Pero en realidad, las protestas en calles y plazas públicas son esenciales para la vida democrática. El derecho a congregarse libremente surgió del derecho a peticionar a los reyes. Históricamente, siempre estuvo sujeto a más restricciones previas que la libertad de expresión. Incluso en muchas democracias en funcionamiento, las autoridades públicas procuran mantener a las multitudes lejos de edificios públicos oficiales.

Por ejemplo, en Estados Unidos manifestarse cerca del Congreso estuvo prohibido hasta principios de los setenta, cuando la Suprema Corte finalmente rechazó el argumento de que el Capitolio era un espacio especial, digno de protección de las masas plebeyas. Pero todavía es común que se describa a las protestas políticas multitudinarias como turbas incontrolables. Un ejemplo reciente lo dio Bernard Kerik, excomisionado de la policía de Nueva York, que acusó a quienes protestaron contra la confirmación de la designación de Brett Kavanaugh para la Suprema Corte de obstaculizar “el ordenado funcionamiento de las instituciones públicas”.

Aun así, ¿es realmente necesario protestar frente a edificios públicos particulares? Tal vez Internet no sea la fuerza tan democratizante que al principio muchos creían que era, pero aun así ofrece inmensas posibilidades para “reunirse” y expresar disenso en forma virtual. Piénsese en Emma González, una antes ignota adolescente de Florida que casi de un día para el otro “reunió” dos veces más seguidores en Twitter que la Asociación Nacional del Rifle. Con el acto de seguir a esta elocuente sobreviviente de la masacre de Parkland, 1,66 millones de usuarios de Twitter declararon su apoyo a un mayor control de armas y su oposición al lobby de las armas en Estados Unidos.

Pero la reunión en el espacio físico cumple para la democracia funciones que el activismo virtual no puede sustituir, por muy permanente o apasionado que sea. En 2011, Barney Frank –entonces miembro de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos–, refiriéndose a los manifestantes del movimiento Occupy Wall Street, dijo que no entendía por qué “alguna gente cree que el mero hecho de estar en un lugar físico cambia algo”. Una respuesta adecuada hubiera sido: “en realidad, ocupar espacios públicos puede ser muy eficaz, según quiénes y cuántos sean los ocupantes”.

Por eso los participantes de las marchas por los derechos civiles en Estados Unidos durante los años cincuenta y sesenta solían invocar el “significado de nuestros números”. La mera “masa” de los ciudadanos dispuestos a salir a las calles –muchas veces con riesgo para su integridad física– confería credibilidad a la causa. Podrá sonar muy básico, pero como muestra la obsesión de Trump con la multitud relativamente pequeña que acudió a su ceremonia de inauguración, el tamaño todavía importa.

“El significado de nuestros números” también se aplica al espacio virtual. Pero dada la abundancia de bots y troll farms, nunca se puede estar seguro del significado real de los números en las redes sociales. Además, una aglomeración de personas en Internet no es visible del modo en que lo es una reunión de ciudadanos individuales. Es verdad que Trump y otros populistas tratan muchas veces de desacreditar protestas sinceras con el argumento de que están llenas de “actores de crisis” o de “activistas pagos”. Pero no hay pruebas de que sea así; y en cuanto una protesta alcanza cierto tamaño, es probable que esas acusaciones se vuelvan muy poco creíbles para la mayoría de los ciudadanos.

Es verdad que las elecciones son la demostración empírica del apoyo a políticos, partidos o propuestas particulares. Pero en general, las elecciones no registran la intensidad de ese apoyo. Movilizarse en plazas y calles puede enviar una señal importante sobre el compromiso de un electorado con una causa concreta. Aunque la cantidad de seguidores de González en Twitter es impresionante, lo que realmente importa es que más de un millón de ciudadanos dedicaron tiempo, energía y dinero para participar en la “Marcha por Nuestras Vidas” que González y otros estudiantes organizaron en marzo de este año.

Participar en una manifestación puede ser peligroso en países como Turquía, donde la democracia ya está bajo seria amenaza. En el espacio físico, uno expone el propio cuerpo. Y con el poder y la difusión de las modernas tecnologías de vigilancia, uno también se vuelve identificable para el gobierno.

Pero es precisamente por estos peligros que una protesta pública es más poderosa que, por ejemplo, el activismo anónimo en Internet. Estar juntos en el espacio físico puede crear una idea de capacidad colectiva. Hablar y actuar en concierto con otras personas en una forma que es visible y genera mutuo aliento es un hecho central para la experiencia democrática. Así, además de transmitir los objetivos de un movimiento a la opinión pública en general, las reuniones físicas pueden tener un efecto transformador sobre los participantes mismos.

Por último, en el espacio físico se pueden demostrar nuevas posibilidades políticas y sociales, no sólo con palabras, sino con acciones. La socióloga Zeynep Tufekci señala un ejemplo: hoy es común que en las manifestaciones y ocupaciones se monten bibliotecas públicas móviles, un modo de celebrar la idea de cooperación voluntaria basada en la igualdad.

La libertad de reunión no es reducible a la libertad de expresión o de asociación. Es una forma de acción democrática distinta y poderosa. Aquellos a quienes preocupan los riesgos que hoy corre la democracia deben prestar atención a la amenaza contra las reuniones físicas de personas. El derecho de reunión merece más consideración –y más protección– del que ha recibido últimamente.

Jan-Werner Mueller is a professor of politics at Princeton University. His latest book is What is Populism? Traducción: Esteban Flamini.

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