¿Por qué la República no pudo sobrevivir?

Por Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza (EL PAÍS, 01/05/06):

La República llegó en abril de 1931 de forma pacífica, con celebraciones populares en la calle y un ambiente festivo donde se combinaban esperanzas revolucionarias con deseos de reforma y cambio. Apenas cinco años después, esa República estaba defendiéndose en una guerra civil a la que le había llevado un golpe de Estado.

La Segunda República pasó dos años de relativa estabilidad, un segundo bienio de inestabilidad política y unos meses finales de acoso y derribo. Tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos y amenazas desde arriba y desde abajo. Su ingente obra de reformas políticas y sociales abrió un abismo entre varios mundos culturales antagónicos, entre católicos practicantes y anticlericales convencidos, amos y trabajadores, Iglesia y Estado, orden y revolución.

Las dificultades que en España encontraron la democracia y la República para consolidarse procedieron de varios frentes. En primer lugar, resultó muy complicado consolidar una coalición estable de republicanos y socialistas, entre los representantes de un sector amplio de las clases medias y los de un sector también amplio de las clases trabajadoras urbanas. Ese proyecto común, que surgió en el verano de 1930 del pacto de San Sebastián y que presidió los primeros meses de la República, duró apenas dos años. Los republicanos más conservadores y católicos se desmarcaron ya del proyecto en octubre de 1931, con motivo del debate sobre la cuestión religiosa y de sus desacuerdos con el alcance de otros proyectos reformistas, principalmente el agrario y la legislación laboral puesta ya en marcha por los socialistas.

Fue precisamente la hostilidad hacia los socialistas la causa de que el Partido Radical, eje fundamental de la alianza republicana, abandonara el Gobierno y pasara a la oposición en el Parlamento en diciembre de 1931. Manuel Azaña, jefe de Gobierno tras aprobarse la Constitución, prefirió prescindir de Alejandro Lerroux, que le exigía la salida de los socialistas, y seguir con los tres representantes del PSOE en el Ejecutivo, pensando que era la mejor forma de estabilizar la República. Los apoyos parlamentarios del Gobierno se redujeron así considerablemente, porque los radicales habían obtenido 94 diputados en las elecciones constituyentes de ese año y las clases medias se dividían todavía más. El Partido Radical tenía detrás a un buen número de funcionarios, artesanos y profesionales liberales, como los tenían los republicanos de izquierda, pero también a empresarios y patronos que no comulgaban con las ideas y los proyectos de la izquierda.

Por abajo, lo que se supone que iba a ser la incorporación de la clase obrera al Gobierno y a la administración del Estado encontró desde el principio importantes límites, porque en la sociedad española había un potente movimiento anarcosindicalista que prefería la revolución como alternativa al gobierno parlamentario. Algunos de los grupos más puros de ese movimiento se lanzaron a la insurrección, en enero de 1932 y enero y diciembre de 1933, como método de coacción frente a la autoridad establecida. Sin embargo, como la historia de la República muestra, desde el principio hasta el final, el recurso a la fuerza frente al régimen parlamentario no fue patrimonio exclusivo de los anarquistas ni tampoco parece que el ideal democrático estuviera muy arraigado entre todos los sectores políticos republicanos o entre los socialistas, quienes ensayaron la vía insurreccional en octubre de 1934, justo cuando incluso los anarquistas más radicales la habían ya abandonado.

Frente a las reformas políticas y frente al lenguaje y prácticas revolucionarias, las posiciones antirrepublicanas crecían a palmos entre los sectores más influyentes de la sociedad como los hombres de negocios, los industriales, los terratenientes, la Iglesia o el Ejército. La CEDA, creada a comienzos de 1933, el primer partido de masas de la historia de la derecha española, se propuso defender la "civilización cristiana", combatir la legislación "sectaria" de la República y "revisar" la Constitución. Cuando esa "revisión" de la República en un sentido corporativo y autoritario no fue posible efectuarla a través de la conquista del poder por medios parlamentarios, sus dirigentes, afiliados y votantes comenzaron a pensar en métodos violentos. Sus juventudes y los partidos monárquicos ya habían emprendido la vía de la fascistización bastante antes. A partir de la derrota electoral de febrero de 1936, todos captaron el mensaje, sumaron sus esfuerzos para conseguir la desestabilización de la República y se apresuraron a adherirse al golpe militar.

El hundimiento del Partido Radical en diciembre de 1935, tras la salida a la luz de una serie de escándalos de corrupción, dejó a la República sin centro político. No había derecha liberal y no se podía contar con las masas católicas para las reformas, por muy moderadas que ésas fueran. La República, por lo tanto, tampoco pudo consolidarse desde arriba, fundamentalmente porque esos grupos no creían en ella y la coalición gubernamental de centro-derecha del segundo bienio se desintegró. En los primeros meses de 1936, el amplio espacio político de la CEDA lo comenzaron a ocupar las fuerzas extraparlamentarias y antisistema de la extrema derecha.

Algunos autores buscan la causa del "fracaso" de la República, pues ése es el término que suele utilizarse, en el territorio de la política, y más concretamente en la "polarización" y en la violencia política. Sin embargo, las manifestaciones más extremas de esa violencia, las insurrecciones anarquistas de 1932 y 1933 y la socialista de octubre de 1934, fueron reprimidas y ahogadas en sangre por las fuerzas armadas del Estado republicano. Mientras las fuerzas armadas y de seguridad se mantuvieron unidas y fieles al régimen republicano, los movimientos insurreccionales pudieron sofocarse.

Esas graves alteraciones del orden, como lo había sido ya la rebelión del general Sanjurjo en agosto de 1932, hicieron mucho más difícil la supervivencia de la República y del sistema parlamentario, pero no causaron su final, ni mucho menos el inicio de la guerra civil. En febrero de 1936 había habido elecciones libres y existía un Gobierno que emprendía de nuevo el camino de las reformas, con una sociedad, eso sí, más fragmentada y con la convivencia más deteriorada. El sistema político, por supuesto, no estaba consolidado y, como pasaba en todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos agigantados.

Nada de eso, sin embargo, conducía necesariamente a una guerra civil. Ésta empezó porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del Estado y del Gobierno republicano para mantener el orden. El golpe de muerte a la República se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de defensa, los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en julio de 1936. La división del Ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el triunfo de la rebelión. Pero al minar decisivamente la capacidad del Gobierno para mantener el orden, ese golpe de Estado dio paso a la violencia abierta, sin precedentes, de los grupos que lo apoyaron y de los que se oponían. En ese momento, y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936, comenzó la guerra civil.