Ecuador llegó a las elecciones de 2017 en medio de un clima de alta beligerancia política, con su economía convaleciente luego de la caída estrepitosa de los precios del petróleo desde 2014 y sacudido por una serie de denuncias de corrupción en altas esferas de gobierno.
Ese no parecía el escenario más propicio para que Alianza País, el movimiento político que gobierna desde 2007, repitiera los éxitos electorales de 2009 y de 2013 cuando su máximo dirigente, Rafael Correa, fue electo presidente con votaciones históricas. Los resultados, sin embargo, mostraron un cuadro paradójico. Si bien AP retuvo la mayoría legislativa y su candidato presidencial, Lenín Moreno, obtuvo una ventaja de 11 puntos sobre su inmediato seguidor, el banquero Guillermo Lasso del partido derechista CREO, Moreno no pudo alcanzar el umbral del 40 por ciento de votos válidos que la ley fija para ganar sin balotaje.
Lasso y la oposición anticorreísta celebraron el paso a segunda vuelta de este domingo 2 de abril como un gran triunfo político. No les faltaba razón: el oficialismo no cumplió con el objetivo de ganar directamente y cinco de los seis presidenciables perdedores optaron por respaldar al banquero . El escenario para un “sorpasso” de CREO estaba servido. Así lo entendió Lasso, quien empezó a posicionarse como presidente y a entablar acuerdos con diversas figuras políticas. Las encuestas confirmaban, además, un repunte de su votación . Había euforia. En las semanas siguientes, no obstante, la campaña de Lasso cambió de tono y se vio al líder de CREO con menor iniciativa. Los sondeos de opinión capturaron ese entrampamiento y, a doce días de la votación, evidenciaron una tendencia poco favorable para el rival más exitoso que ha tenido AP en una década. ¿Cómo entender dichos giros de la campaña?
Aunque en apariencia fragmentada en seis candidaturas, la oposición anticorreísta convergía en su deseo de borrar a la Revolución Ciudadana del mapa político. Su identidad se definía por negación. Más que una victoria de sus respectivos candidatos estaba en juego impedir que Moreno triunfe en primera vuelta. Para ello retomaron dos enmarcados largamente posicionados en la opinión pública: el rechazo al intervencionismo estatal en la economía, simbolizado en la común oferta de recortar impuestos, y la denuncia del presidencialismo y los déficit democráticos, expresada en la promesa de derogar la polémica Ley de Comunicación. Contra el continuismo de AP se ofrecía, entonces, un giro radical de la acción de gobierno: el predecible marketing político puso la palabra “cambio” en boca de todos los candidatos.
La polifonía opositora consiguió poner al oficialismo contra las cuerdas. Alianza País optó por el repliegue defensivo, una táctica que se exacerbó cuando crecieron las acusaciones de corrupción contra altos funcionarios y, en particular, contra el vicepresidente (y compañero de fórmula de Moreno) Jorge Glas. Un exministro prófugo de la justicia ofreció declaraciones, desde Miami, acusando a Glas de haber conocido el entramado de lavado de activos descubierto en la petrolera estatal ecuatoriana. Aun si el periódico que hizo la entrevista decidió no publicarla – “porque el prófugo no aportó prueba alguna de sus acusaciones” — sus contenidos se viralizaron en las redes sociales y en los grandes medios. Moreno, que ya venía cayendo en las intenciones de voto, se alejó aún más del umbral de 40 por ciento. Así lo admitió Correa. Apalancado en una poderosa campaña, Lasso aprovechó el resbalón de AP, captó el denominado “voto útil” y se impuso a Cynthia Viteri, la otra candidata derechista con opciones.
Al presentar un plan de gobierno en las antípodas del de Alianza País, Guillermo Lasso no distinguió el cansancio ciudadano con Rafael Correa del apego de amplios sectores sociales con el desempeño de la Revolución Ciudadana.
El predominio electoral de AP a lo largo de la década y la aparente hegemonía del desarrollismo correísta –apuntalamiento del mercado interno, regulación fuerte de los mercados, redistribución de la riqueza- no hacían pensar que, en la presente campaña, pudiera tener cabida cualquier propuesta neoliberal radical. Pero en el primer turno Lasso retomó un fuerte discurso promercado, habló de austeridad, de mayor participación del sector privado, de eliminación de impuestos, de creación de “zonas francas”, e incluso de ajustes al salario real. El propio líder de la derecha ecuatoriana, el alcalde de Guayaquil Jaime Nebot, tomó distancia de algunas de estas propuestas.
Apenas arrancada la campaña para el balotaje, y mientras Lasso se fotografiaba con viejos líderes partidarios, militares, sindicales e incluso indígenas antimineros, un cierto sentido común antimercado ganó eco en el debate público. Los fantasmas del neoliberalismo aún espantan a muchos. La agenda neoliberal derivó, a fines de los 90, en la peor crisis económica de la historia republicana, cuando se decretó un feriado bancario, se produjo un costosísimo salvataje estatal a la gran banca y se dolarizó la economía.
La década cerró con crecimiento cero y con una vertiginosa estampida migratoria de ecuatorianos al primer mundo. Lasso fue ministro de Economía del gobierno demócrata-cristiano de Jamil Mahuad y, aunque salió del gobierno antes de la dolarización, se le asocia con la “gestión” de dicha crisis. AP centró su campaña en recordárselo a la sociedad. La imagen del banquero neoliberal y exfuncionario de una administración fallida ahuyenta apoyos. CREO acusó al gobierno de campaña sucia, pero la propaganda puso a Lasso a la defensiva y lo hizo recular en ciertas propuestas. Habló de la gratuidad de los servicios públicos o de mantener subsidios al gas.
En cualquier caso, al presentar un plan de gobierno en las antípodas del de AP, Lasso no distinguió el cansancio ciudadano con Correa del apego de amplios sectores sociales con el desempeño de la Revolución Ciudadana.
Hasta la fecha, el apoyo a la gestión de Correa bordea el 50 por ciento. Esto no es casual. A diferencia de sus socios bolivarianos, Chávez y Morales, el presidente ecuatoriano siempre puso más empeño en la administración eficaz de los asuntos públicos que en la movilización de sus bases. Comparado con el pasado, el vigente dinamismo de la acción gubernativa ha sido bien valorado por la ciudadanía. A la vez, el papel del Estado en la redistribución de la riqueza, en la política social, en la infraestructura, no parece algo de lo que la sociedad quiera deshacerse.
La promesa de un cambio radical choca así con las expectativas de muchos electores que esperan que ciertas cosas continúen. Sin apenas abrir la boca, el ambiguo Moreno surfeó entre la confrontación Correa-Lasso y se presentó, a la vez, como garantía de continuidad de la gestión de gobierno y como la otra cara de la Revolución Ciudadana.
“Yo se escuchar”, repite a donde va. Se diferencia así del estilo confrontacional de Correa. Ofrece otro modo de gobierno. Nadie quedó por fuera de la promesa del cambio: ese símbolo de final de época.
Franklin Ramírez Gallegos es sociólogo y profesor-investigador del Departamento de Estudios Políticos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.