Por qué lo llamamos democracia cuando queremos decir oligarquía tecnológica

“Nuestra democracia está en crisis. Muchas instituciones de nuestro gobierno son disfuncionales y están empeorando. Nuestro sistema electoral hace aguas. El nuevo panorama mediático ha aflojado nuestra comprensión colectiva de la realidad. Nuestra política se ha vuelto altamente amarga”. Podría parecer que estoy hablando de España, pero no. Esta descripción es una traducción propia de la promoción de la revista The New Yorker sobre su especial El futuro de la democracia que es, según todos los expertos del mundo, AzulOscuroCasiNegro, que diría Daniel Sánchez Arévalo. Baste añadir que me encuentro la publicidad navegando por Instagram, lo cual no es más que otro síntoma. Accedo a esta información porque han pagado a Zuckerberg para que así sea. La democracia ya no existe, esa es la idea. O esa es más bien la realidad, por mucho que escueza.

Primero llegó la venta de nuestros datos personales para alterar procesos electorales. Estoy hablando de elecciones sin importancia como el referéndum del Brexit o las elecciones americanas que auparon a Donald Trump en 2016. Pero entonces no nos importó porque no éramos ingleses ni americanos. Y porque la idea misma de la democracia seguía siendo algodón de azúcar en nuestras europeas bocas. Asumimos entonces que no pueden ganarse unas elecciones norteamericanas sin invertir mucho dinero en Facebook. Asumimos que Zuckerberg puede tener la llave de un proceso democrático. Supimos que lo más probable es que haya alterado ya varios pero, qué te digo. No nos importó. No pasó nada, en realidad.

Por otro lado, en 2018 ya habíamos visto como la marca Apple valía más en bolsa que todo el PIB de España pero no ha sido hasta 2020, el año del fin del mundo, cuando la marca está a punto de duplicar el valor del PIB español. No piensen que es porque lo hacemos todo mal por aquí, Apple vale ya más que todo el FTSE 100 junto, el índice bursátil de referencia en Londres. Una sola empresa tecnológica capaz de cerrar todas sus tiendas durante la pandemia y capaz de venderlo todo. La manzana mordida se comió el pedazo más grande de la transición al teletrabajo. Mientras tanto, en España hablábamos mucho del turismo y de cómo recuperarlo y tal. Y de que si tenía razón Sánchez o Ayuso. Unos con el monotema y otros con el monopolio. Gracias a pelotazos como el de Apple y el resto de tecnológicas, Wall Street ya se ha recuperado del todo de la pandemia. El dinero vuelve a nadar feliz en el Nasdaq Composite, uno de los indicadores del mercado tecnológico neoyorquino, por más que los ciudadanos sean cada día más desgraciados, no solo por tristes sino también por pobres. Así es la oligarquía tecnológica.

Alguien podría decir que amontonar dinero en pocas manos no resta valor a la democracia mientras mantengamos la lógica de una persona, un voto. La cuestión es que las pocas manos que se abren paso para nadar entre montañas de billetes son además dueñas de la tecnología de la información y de toda la comunicación entre personas. ¿A quién podría importar un asuntillo así? Para responder a esta pregunta basta un solo nombre: Jeff Bezos. Los mismísimos Apple y Google —controlador de todo lo que leemos en Internet— parecen insignificantes cuando pensamos en los Estados Unidos de Amazon. Porque Jeff Bezos ha construido un imperio sin precedentes, capaz de convertirlo no solo en el más rico del mundo sino en el más rico de la historia. Quizás también el más poderoso, sin necesitar un solo voto a su favor. ¿Y qué le ha pasado con la covid? Efectivamente, se ha hecho mucho más rico. ¿Y qué ha hecho él con su dinero? Pues una sola cosita: dominar el mundo. Francamente, cada vez importa menos si gana Trump o Biden si al final va a gobernar Bezos de todos modos.

Durante el confinamiento, nuestro amigo Bezos se ocupó de mandar comida a las casas con su excelente sistema de reparto, de entretener a la población con Amazon Prime y de informarla con The Washington Post, que también es suyo. Además, contrató a más de 100.000 repartidores, otorgó subvenciones a pequeñas empresas para que no quebraran (y pudieran seguir vendiendo en Amazon) y priorizó la venta de productos que consideró básicos, sobre otros. Le faltó imprimir moneda, aunque quizás lo haga pronto, ahora que Amazon Bank es una realidad. Lo peor de todo es que a los americanos les encanta Amazon. Ya en 2018 una encuesta de la Universidad de Georgetown revelaba que los estadounidenses confiaban más en Amazon que en la Universidad o el Gobierno. Por lo que a estas alturas es evidente que Bezos ganaría las elecciones si se presentara, claro que él no necesita ser elegido para gobernar. Así de rotunda es su victoria.

Cuando se habla de crisis de la democracia se puede estar hablando de muchas cosas, pero básicamente de un ataque a dos ideas básicas sobre las que se asienta este sistema: igualdad y justicia social. Y con la información que tenemos las preguntas son claras. ¿Ayuda en algo la tecnología a construir la igualdad? No. La tecnología está mal repartida y además es tramposa, vende nuestros datos y no ayuda. ¿Sirve la tecnología para distribuir riqueza? No y mil veces no. La industria de Bezos, a diferencia de otras industrias, no genera riqueza sino cientos de miles de trabajadores mal pagados y pequeños comercios estrangulados. Y no tiene ninguna corrección por parte del mercado, como no la tienen ni Google ni Facebook ni Apple ni tantas otras. Es verdad que Bezos declaró el pasado julio ante el Congreso de Estados de Unidos para ver si había vulnerado las leyes antimonopolio al controlar más de un tercio de todo el comercio online del país. Pero fue como cuando declaró Zuckerberg para ver si había vendido nuestros datos personales para alterar las elecciones. Un trámite.

La periodista Julia Carrie Wong se hacía la siguiente pregunta al comienzo de la pandemia en The Guardian. ¿Podemos tener democracia y Amazon prime al mismo tiempo? Yo digo que no. Y lo sabemos. Lo tenemos tan claro como que los riders no son emprendedores sino falsos autónomos. ¿Y qué hacemos con lo que sabemos? Nos bajamos Glovo y pedimos una hamburguesa de seis o siete euros que nos traerá a casa pedaleando una persona sin contrato y a quien la aplicación fiscaliza hasta las propinas. A veces olvidamos que lo poco que queda de democracia sigue siendo nuestra. Lo que no sabemos es dónde queda ese poco. Quizá en la obligación moral y en el deber político de protestar contra la oligarquía tecnológica.

Nuria Labari es periodista y escritora. Autora de La mejor madre del mundo (Literatura Random House).

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