Por qué los cardenales eligieron Papa a Joseph Ratzinger

a larga enfermedad de Juan Pablo II fomentó entre nosotros los vaticanistas la elaboración de listas de papables. A veces nos entreteníamos incluso en lista de «no papables», que jamás serían elegidos: ancianos, italianos, otro polaco, algunos envueltos en escándalos, o simplemente antipáticos.

En esas listas Ratzinger aparecía a mitad de la tabla. Ciertamente, todos sabíamos que Ratzinger había sido su mano derecha en las mayores batallas del pontificado: la elaboración del Catecismo de la Iglesia católica, el primer Catecismo universal en quinientos años; la mejora en las relaciones con los luteranos y los ortodoxos; las espinosas cuestiones del sacerdocio femenino y del celibato sacerdotal; el intento de evitar el cisma de los tradicionalistas de Lefebvre; la disidencia de teólogos y el marxismo presente en la teología de la liberación, dominante en muchos círculos de América Latina, donde vive la mitad de los católicos del mundo.

En sus 27 años junto al Papa polaco, había sido su «red de seguridad». Juan Pablo II, que tenía espíritu revolucionario hasta los tuétanos, necesitaba a un teólogo cerca que le marcase hasta dónde podía llegar.

Sin embargo, Ratzinger tenía ya 78 años. Tres más de la fecha en que los obispos tienen que presentar su renuncia. Demasiados para guiar a la Iglesia en las nuevas batallas por luchar. O eso pensábamos muchos.

Pero los periodistas no votábamos, los cardenales sí. Por eso, me propuse entender por qué le habían elegido.

Algunos motivos eran evidentes: era como votar de nuevo a Juan Pablo II. Era «lo seguro». Además, el Papa le había confiado regenerar a la Iglesia del escándalo de los abusos sexuales del clero, y eso no había hecho más que empezar.

Pero no era toda la historia. Tenía que haber más.

Tras la elección, los periodistas de Rome Reports, la agencia de noticias que yo había fundado y dirigía, entrevistamos a muchos cardenales. Fueron días en que sucedía lo nunca visto: todos estaban felices y dispuestos a hablar con periodistas… pero no del cónclave. «Secreto papal», decían, con una sonrisa en los labios.

Lógicamente, no nos rendimos. Teníamos que averiguar por qué Joseph Ratzinger era, a los ojos de los cardenales, el mejor candidato para liderar la Iglesia.

La luz llegó en una entrevista a un cardenal portugués. Tras mil intentos, una frase suya nos despejó el camino. «No puedo contar nada de lo que dije o hice en el cónclave», repetía. Se me ocurrió una vía alternativa: «¿Puede contarnos qué pensaba?». Tras unos segundos en silencio, nos dijo: «Eso sí puedo, porque no está sometido al secreto pontificio». ¡Eureka!

Con esa pregunta en ristre, acudimos a varios purpurados. Sintetizando, nuestras fuentes adujeron tres razones: su razón, su corazón y su ausencia de ambición.

Su razón, porque el cardenal Ratzinger había liderado las reuniones de cardenales previas al cónclave donde, bajo la excusa de estudiar los problemas del mundo y de la Iglesia, trazaban el retrato robot del Papa adecuado para esos desafíos. Como cardenal decano, presidió todas las sesiones, dejó hablar a todo el mundo con ecuanimidad total, y al final de cada sesión resumió ideas y propuestas de manera leal, sin quitar nada de lo que no estaba de acuerdo, ni añadir nada de su cosecha. Había sido un moderador fiel e imparcial.

Su corazón, porque la etiqueta de «PanzerKardinal», de hombre frío y sin sentimientos, que había calado en los que no le habían tratado personalmente, se desvaneció en la homilía del funeral de Juan Pablo II. Ratzinger logró emocionar a todos, y mostró que era capaz de emocionarse.

Y por último, su ausencia de ambición. Los romanos dicen que quien entra en el cónclave de Papa, sale de cardenal. Los purpurados detectan a quién quieren ser elegidos porque actúan y hablan como candidatos, y hacen promesas llenas de optimismo ingenuo.

Ratzinger hizo lo contrario. Su homilía de la misa al Espíritu Santo previa a encerrarse en la capilla Sixtina fue triste, de advertencia ante los negros nubarrones que oscurecían el futuro de la Iglesia: la dictadura del relativismo, la pérdida del sentido espiritual de muchos sacerdotes y pastores, etc.

Yo estaba comentando esa ceremonia en directo. He de confesar que me disgusté: «Todas las televisiones y las radios del mundo conectadas en mundovisión, y en lugar de hablar de la maravilla de la fe cristiana, nos entristece con un mensaje deprimente», pensé en mi ignorancia atrevida.

Pero luego varios cardenales nos dijeron: fue evidente que no quería ser Papa. Hablaba como una persona que, por lealtad con el que va a ser elegido, alerta de los escollos en la travesía. Ese mostrar su completo desinterés por «hacer política» consiguió lo contrario que pretendía.

Yago de la Cierva fue director de Rome Reports entre 2003 y 2008.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *