¿Por qué los cristianos creen que la fe es mejor que la duda?

"La incredulidad de santo Tomás", 1602-03, de Caravaggio Credit Bridgeman Images
"La incredulidad de santo Tomás", 1602-03, de Caravaggio Credit Bridgeman Images

¿Por qué, según Jesús, la fe es mejor que la evidencia? Esta es una pregunta que he luchado por responder desde que, siendo joven, comencé mi peregrinaje en la fe. A veces ha parecido más apremiante, otras no tanto. Puede intensificarse durante periodos de pena y dolor, cuando pareciera que la fe no ofrece mucho consuelo o siquiera tiene sentido en un mundo que parece azaroso y cruel.

Esta pregunta se intensifica durante esta temporada, cuando parece que la fe distorsiona la realidad en vez de aclararla, cuando se manipula con facilidad para propósitos bajos en vez de elevados y cuando algunos de aquellos que dicen ser gente de fe actúan de formas que la deshonran.

Con todo esto, ¿por qué dar un salto de fe? Insistir en tener un poco más de evidencia empírica antes de dar el salto parece bastante razonable.

Claramente, el apóstol Tomás pensaba así. Según el Evangelio de san Juan, los demás discípulos le dijeron a Tomás que habían visto al Señor resucitado, a lo que Tomás replicó que no lo creería sino hasta que introdujera sus dedos en las marcas de los clavos en las manos de Jesús y su mano en la llaga de su costado.

Una semana después, Tomás se encontró con Jesús, quien le dijo: “Pon aquí tu dedo y mira mis manos; extiende tu mano y métela en mi costado. Deja de dudar y cree”. El discípulo lo hizo y Jesús replicó: “Crees porque me has visto. ¡Felices los que no han visto, pero creen!”.

Jesús plantea que no ver y aún así creer es mejor que ver y creer. Sin embargo, no estoy seguro de haber captado por completo qué tiene la fe que la hace algo preciado a los ojos de Dios. Recientemente, con la ayuda de algunos amigos —pastores, teólogos, escritores, compañeros creyentes— he tratado de profundizar mi comprensión de este tema.

Para empezar, vale la pena señalar que considerar la fe cristiana como algo diferente de una comprobación no significa que sea la antítesis de la evidencia y la razón. El cristianismo es una fe que declara estar arraigada en la historia, no en una filosofía abstracta. San Pablo escribió que si Jesús no hubiera resucitado de entre los muertos, la fe cristiana sería “vana” y los seguidores de Jesús “los más desdichados de todos los hombres”.

Los cristianos dirían, de hecho, que la razón se afirma en la Biblia —“Vengan ahora y razonemos”, es como lo expresa el profeta Isaías— y esa fe comprendida adecuadamente es congruente con la realidad y profundiza nuestro entendimiento de ella. “La razón purifica la fe”, me dijo George Weigel, mi colega en el Centro de Ética y Políticas Públicas. “La fe sin razón se arriesga a bajar al nivel de superstición; la razón sin fe construye un mundo sin ventanas, puertas ni tragaluces”.

No obstante, la fe por sí misma, aunque no es lo contrario de la razón, sí es distinta de ella. Si te parece que es mucho pedir —si crees que los saltos de fe son para los niños más que para los adultos— considera lo siguiente: los materialistas, los racionalistas y los ateos ponen su confianza en última instancia en ciertas proposiciones que requieren tener fe. Decir que la verdad solo es inteligible a través de la razón es en sí misma una declaración de fe. Negar la existencia de Dios es un salto de fe igual al de afirmarla. Como me dijo el pastor Tim Keller: “La mayoría de las cosas en las que creemos más profundamente —por ejemplo, los derechos humanos o la igualdad humana— no son comprobables empíricamente”.

“La función suprema de la razón es mostrarle al ser humano que algunas cosas están más allá de la razón”, es como lo expresó Blas Pascal. Algo no requeriría tener fe si la prueba de ello fuera absoluta. De acuerdo con Philip Yancey, autor de The Jesus I Never Knew: “La fe requiere la posibilidad del rechazo o no es fe”.
Quizá la clave para comprender por qué la fe se aprecia tanto en la tradición cristiana es que implica una confianza que no sería necesaria si la existencia de Dios estuviera sujeta a una comprobación matemática. Lo que Dios busca no es nuestro consentimiento intelectual, sino una relación con nosotros. Ese es, después de todo, uno de los propósitos de la encarnación de Dios en Jesús.

Toda relación significativa —entre padres e hijos, entre cónyuges, entre amigos— implica cierto grado de confianza. Es mejor y más vivificante ser el objeto de la confianza de alguien que la última persona restante después de una serie de deducciones lógicas. Eso es cierto para nosotros como personas y puede ser cierto también para Dios.

La fe demuestra la confianza humana en Dios y, según James Forsyth, pastor de la Iglesia Presbiteriana McLean en Virginia, a la que mi familia asiste, demuestra que aceptamos el amor de Dios hacia nosotros. “Hay una fuerza en el amor que anhela ser recibida”, dice.

Craig Barnes, presidente del Seminario de Teología en Princeton, me dijo: “La fe es una bendición mayor que la evidencia, porque nos da una relación con Jesús. Todas las buenas relaciones están unidas por el amor. Y el amor es siempre una expresión de la fe”. También señaló que las pruebas no inspiran necesariamente una creencia. Hacia el final de su evangelio, Mateo menciona que algunos seguían dudando después de haber visto a Cristo resucitado (“Cuando lo vieron, lo adoraron; pero algunos dudaban”).

Entre quienes atestiguaron los milagros de Jesús, hubo unos que en cierto momento buscaron matarlo. Judas, uno de los discípulos originales de Jesús, lo traicionó con un beso. Así que la experiencia sensorial no es suficiente para generar la creencia y la lealtad.

Nuestras formas más importantes de conocimiento rara vez provienen de la lógica o las evidencias, según Cherie Harder, presidenta del Trinity Forum (una organización sin fines de lucro). Citando el trabajo de la teóloga Lesslie Newbigin, dice que más bien viene de un conocimiento más personal. Por ejemplo, yo sé que mi esposa me ama porque la conozco, conozco su corazón, conozco su carácter y porque confío en ella. “Tu conocimiento de ella no se trata tanto de una certeza física”, me escribió Harder, “sino más bien de una confianza bien localizada en quién es ella (una fe en ella que es cualitativamente diferente y mucho más personal y holística que la certeza intelectual)”.

“La fe”, añadió Harder, “está vinculada al amor de una manera en que no lo están la deducción y la razón. Nos cambia más lo que amamos que lo que pensamos”.

La fe nos permite entender cosas de una forma distinta que cuando usamos la razón, de manera semejante a lo que J. R. R. Tolkien quería decir cuando afirmó que los mitos paganos no son mentiras sino que más bien apuntan hacia verdades más profundas. La imaginación puede integrarse a la razón, según lo que él creía, de manera que nos ayude a ver la realidad con un poco más de claridad. La razón es una forma de percibir la realidad; la fe —arraigada no en una ideología partidista, sino en la gracia y un sentido de sacralidad— es otra.

Hay otra diferencia entre la fe y la razón. Esta última puede analizar cosas como la física cuántica y la cosmología moderna. Sin embargo, lo que la fe puede lograr es colocar nuestra vida en una narración progresiva de formas en que la razón no puede hacerlo. Nos da un papel en un drama cautivador, en el que la historia de la Navidad es una escena definitoria. Es un drama que incluye el pecado y la traición, la redención y la gracia, y en última instancia le da sentido a nuestra existencia, a pesar de lo afectados que estemos y el dolor que experimentemos. Puede que esto no signifique nada para ti, pero para la gente de fe puede significarlo todo. Si Dios es real, quizá debería ser así.

Es notable que, cuando Tomás hace su solicitud a Jesús, nadie lo condena. Por el contrario, Jesús le da a Tomás lo que necesitaba —en su caso, pruebas— y al hacerlo deja en claro que está dispuesto a encontrarnos donde estemos. Algunos necesitan evidencias, por lo menos al inicio; para otros la mera fe es suficiente.

De acuerdo con la tradición cristiana, Tomás partió como misionero a India, donde fue martirizado. Me imagino que su fe y lealtad tuvieron menos que ver con meter su mano en el costado de Jesús que con lo que transpiraba su corazón. Sus dudas intelectuales dieron lugar a una confianza serena. En mi experiencia, por lo menos, ese recorrido no ha sido siempre fácil. Para muchos de nosotros, las sombras de la duda coexisten con la fe.

Enfatizar la fe no es expulsar la duda. De hecho, es precisamente tomarse en serio la duda, pero también es entender al dudoso de manera más completa: no solo como una mente con raciocinio, sino como una persona poseída por una chispa divina que nos deja ver, de vez en cuando, a través de las paredes que hemos construido entre la fe y la razón.

Peter Wehner, miembro sénior del Centro de Ética y Políticas Públicas, ocupó cargos en los tres gobiernos republicanos anteriores y colabora con artículos de opinión.

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