Umberto Eco es semiólogo y autor de las novelas Baudolino, El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault y La isla del día de antes, entre otras (EL MUNDO, 27/08/05).
Hace tiempo, ciertamente antes del fatal 11 de Septiembre, entre los diversos juegos de Internet circulaba la siguiente pregunta: ¿Por qué los kamikazes (se referían a los japoneses) llevaban casco? Es decir, ¿por qué unas personas que estaban a punto de ir a estrellarse contra un portaviones, se protegían la cabeza?
¿Llevaban realmente el casco? ¿No era una banda ritual lo que se ponían en torno a la frente? En cualquier caso, las respuestas sugeridas por el sentido común son que el casco les servía para volar sin quedarse sordos por el ruido del motor, para defenderse de eventuales disparos antes de poder comenzar su ataque mortal y sobre todo (creo) porque los kamikazes eran tipos que observaban a rajatabla los rituales y las reglas, y, si los manuales decían que en el avión se salía con casco, ellos obedecían.
Aparte de la broma, la pregunta reflejaba el estupor que sentimos todos ante los que fríamente renuncian a la propia vida para poder matar a otras personas.
Tras el 11 de Septiembre, pensamos (y con toda la razón) en los nuevos kamikazes como un producto del mundo musulmán. Esto induce a muchos a la ecuación fundamentalismo-islam, y permite al ministro italiano Calderoli (al que veo tan a menudo en la pequeña pantalla que parece un colega de profesión de Fantozzi) decir que esto no es un choque de civilizaciones, porque «esos otros» no son una civilización.
Por otra parte, los historiadores nos dicen que, en la Edad Media, una variante herética del islamismo practicaba el homicidio político como sicarios enviados a matar, sabiendo que no volverían vivos.Y la leyenda quiere que los kamikazes de la época fuesen debidamente preparados para hacerlos siervos de sus amos, con el hachis (de ahí la Secta de los Asesinos).
Es verdad, sin embargo, que los informadores occidentales, desde Marco Polo en adelante, exageraban un poco al referirse a este tema, pero sobre el fenómeno de los Asesinos de Alamut hay también estudios serios que quizás habría que releer.
Encuentro en Internet una amplia discusión en torno al libro de Robert Pape, Dying to win. The strategy and logic of suicide terrorism, que, partiendo de la base de una vasta documentación estadística, se vertebra en torno a dos tesis fundamentales.La primera es que el terrorismo suicida nace sólo en territorios ocupados y como reacción a la ocupación (tesis quizás discutible, pero Pape muestra cómo el terrorismo suicida se detuvo, por ejemplo, en el Líbano, apenas terminada la ocupación). La segunda es que el terrorismo suicida no es un fenómeno sólo musulmán. Y Pape cita a los Tigres Tamiles de Sri Lanka y a 27 terroristas suicidas del Líbano, todos ellos no islámicos, sino laicos y comunistas o socialistas.
No hay, pues, sólo kamikazes japoneses o musulmanes. Los anarquistas italoamericanos que pagaron el viaje a Bresci para que fuese a pegarle un tiro a Humberto I, le compraron sólo un billete de ida. Bresci sabía perfectamente que no volvería vivo de su tarea.
En los primeros siglos del cristianismo existían los circunceliones, que asaltaban a los viandantes para conseguir el privilegio del martirio. Y más tarde, los cátaros practicaban un suicidio ritual que se llamaba endura.
Para llegar, por fin, a las diversas sectas de nuestros días (todas en el mundo occidental), sobre las cuales, de vez en cuando, se lee que comunidades enteras optan por el suicidio de masas (tengo que preguntarle a los antropólogos que me cuenten otras formas de suicidio ofensivo practicado en otros grupos étnicos a lo largo de los siglos).
En definitiva, la Historia (y el mundo) han estado y están llenos de personas que, por religión, ideología o cualquier otro motivo (ciertamente ayudados por una estructura psicológica adaptada o expuesta a formas de plagio muy elaboradas) han estado y están dispuestas a morir por matar.
Hay que preguntarse, pues, si el verdadero problema que debería suscitar la atención y el estudio de los que tienen que velar por nuestra seguridad no es sólo el fenómeno del islamismo fundamentalista, sino el problema psicológico del suicidio ofensivo en general.No es fácil convencer a una persona a que sacrifique su propia vida. Y el instinto de conservación lo tienen todos: islámicos, budistas, cristianos, comunistas e idólatras.
Para superar este instinto no basta el odio hacia el enemigo.Sería necesario comprender mejor cuál es la personalidad del potencial kamikaze. Quiero decir que no basta con frecuentar una mezquita donde un iman endiablado predica la guerra santa para convertirse en kamikaze. Y quizás tampoco baste cerrar esa mezquita para acabar con la pulsión de muerte que probablemente preexiste en ciertos sujetos, que seguirían circulando por ahí.Es difícil precisar la forma concreta de descubrir a estos sujetos.Es difícil saber con qué tipo de vigilancia o de investigación se les puede neutralizar, para que no se convierta en una pesadilla para los ciudadanos.
Pero quizás sea necesario trabajar también en esta dirección y preguntarse si esta pulsión no está comenzando a ser una enfermedad en el mundo contemporáneo (como el sida o la obesidad). Una pulsión que podría manifestarse también entre otros grupos humanos, no necesariamente musulmanes.