Por qué los tamarinos colombianos son más activos que los titíes brasileños

Emociones familiares y honores personales al margen, sólo por asistir a las dos cenas que dio la semana pasada la ex ministra Ana Palacio en su casa de Georgetown ya hubiera merecido la pena viajar a Estados Unidos. En la primera, el recién confirmado secretario de Energía de Obama, el profesor del MIT Ernest Moniz, nos deslumbró con su descripción de un mundo con energía abundante y barata gracias al fracking que tanto irrita a los nuevos luditas. En la segunda, Madeleine Albright hizo un agudo repaso de los focos de tensión en el mundo, entreverándolo de anécdotas de la diplomacia de altos vuelos.

Acababa de estar con Kissinger en los prolegómenos de su 90 cumpleaños –les hermana el haber llegado a secretarios de Estado habiendo nacido en Europa– y reprodujo su relato de lo que ocurrió en la Casa Blanca de Nixon cuando su staff preparó la cena de Estado del presidente de Mauricio con el dossier de Mauritania. Estábamos aún riéndonos sobre la estupefacción que las referencias al clima desértico, el régimen militar y la larga ausencia de relaciones debieron de causarle al mandatario de la pequeña república tropical, fiel aliada de Washington, que alberga la base de Diego García, cuando Albright cambió inesperadamente de asunto: «Bien, háblenme ahora ustedes de la vuelta de Aznar».

Me pareció tan sorprendente que la ex secretaria de Estado preguntara por una cuestión teóricamente menor de nuestra política doméstica, ante un grupo internacional en el que los españoles éramos minoría, que le devolví malévolamente la pelota pidiéndole a la vez su opinión sobre la invasión de Irak y sobre Aznar. No hubo ninguna sorpresa en la primera parte de la respuesta: la decisión de Bush fue una «gran equivocación» y el «mayor desastre» de la política exterior norteamericana reciente. Cada palabra que decía merecía un gesto de asentimiento por mi parte. Pero pese a lamentar que sus aliados no trataran de disuadir a Bush, la ex secretaria de Estado se salió del guión crítico: «Tanto el presidente Clinton como yo tenemos una excelente opinión sobre Aznar».

En lo primero que pensé fue en el mérito de quien, pese a haber salido del poder apenas chapurreando inglés, ha sido capaz de construirse esa buena reputación en el país más poderoso de la tierra, no sólo entre los republicanos sino también entre los demócratas. Mi segunda reflexión fue, naturalmente, que resulta incomprensible que un presidente de su mismo partido no esté contando con él ni para su política internacional ni para ninguna otra.

Pero, claro, si Rajoy no tiene en cuenta a intelectuales, empresarios o periodistas para que nadie dude de su independencia –él sólo depende de los cuadros del PP que a su vez sólo dependen de él–, menos todavía va a tener en cuenta a alguien de la envergadura y autoridad de Aznar. Por eso ha tardado año y medio en recibirle en La Moncloa y se ha apresurado a nivelarle con González en una especie de ronda de ex presidentes en la que tampoco faltará Zapatero.

Sin embargo, en sólo dos intervenciones públicas muy complementarias, Aznar ha vuelto a captar la atención general con una intensidad y concentración que ningún dirigente lograba desde hacía tiempo. Lo que se ha oído de repente no ha sido ya el «ruido de fondo», en el que Jabois incrustaba toda la saga/fuga de Rajoy y en el que se sumerge la práctica totalidad de la vida pública actual cual inane hilo musical, sino la voz polémica, adversativa e inevitablemente incómoda de la política como remedio de los grandes males. O sea la necesidad del riesgo, el vértigo por la apuesta, la urgencia del cambio.

Si en Antena 3 Aznar explicó ante Lomana, Prego y Marhuenda lo que hay que hacer –fortalecer el Estado, bajar los impuestos, reducir la Administración, recuperar el papel de España en el mundo–, en el Congreso, al presentar la colección de biografías políticas de Faes, explicó por qué hay que hacerlo. Y no me refiero tanto a ese «mandato» insoslayable –«escrito en el cielo» que decía Lincoln– que tiene quien ha ganado en las urnas por mayoría absoluta, como a la perspectiva histórica que convierte el inmovilismo no ya en una estafa al electorado sino en un peligro para toda la nación.

Ignoro si Aznar ha leído el importante libro Los señores del poder, en el que José Varela Ortega repasa con tanta erudición como idealismo racional los últimos dos siglos de historia de España; pero uno y otro coinciden en reivindicar el espíritu de concordia de la Restauración encalomada entre el XIX y el XX y en homologarla, de forma muy atinada y por ende inquietante, con la Transición que nos ha transportado del XX al XXI.

El gran argumento de Varela Ortega es que la reproducción de las «políticas de exclusión» bien mediante el golpismo militar o las pulsiones revolucionarias ha lanzado una y otra vez a España «de los brazos de la anarquía al abismo de la reacción», impidiendo que coexistieran con continuidad «la libertad, la alternancia y la democracia». Pero si la melodía principal es la disección de esas actitudes intransigentes que desembocan en bandazos durante los que la misión congénita de los políticos parece ser «exiliarse los unos a los otros», llegando algunos de sus secuaces al «extremo patológico» de la «eliminación física del diferente», en el libro hay un subtema latente cuya constante recidiva produce tanto interés como ansiedad. Me refiero a la reiterada incapacidad de los regímenes constitucionales españoles para introducir en sus reglas del juego las modificaciones, rectificaciones, reformas o –ya que vengo de Estados Unidos– enmiendas que les hubieran permitido perdurar de forma evolutiva.

Ocurrió durante el Trienio Liberal, ocurrió con las dos Repúblicas, ocurrió con la Restauración y llevamos camino de que vuelva a ocurrirnos con la democracia actual. En todos los casos se partía de modelos trenzados con materiales nobles que tendían sin embargo a fosilizarse cual «código sagrado» al servicio bien de esas «políticas de exclusión» o, como mal menor, de lo que Varela Ortega llama «pacto de resultados». En la Restauración el «pacto de resultados» se concretaba en el turno pacífico de los partidos constitucionales, lo cual suponía un avance considerable respecto al carrusel de pronunciamientos y cuartelazos del medio siglo anterior. Pero a medida que los defectos del sistema fueron acentuándose, en lugar de corregirlos con reformas que ensancharan la base del régimen, se tendió a confundir lo esencial con lo accesorio, hasta desembocar en el repudio del «turno» en lugar de repudiar sus «vicios». Así germinaron las dos dictaduras y la guerra civil.

En el modelo actual el «pacto de resultados» es la partitocracia, que con sus listas cerradas y bloqueadas, sus 17 autonomías, 50 diputaciones, 8.000 municipios y un sinfín de mancomunidades, consells, cabildos o consejos comarcales –y sus gin tonics a mitad de precio– ha usurpado los derechos de participación de los ciudadanos hasta el extremo de que parece más dispuesta a permitir la destrucción del Estado que el recorte de los privilegios de la casta que alimenta. De nuevo tendemos a confundir a los partidos con sus vicios y a la propia clase política con las peores conductas de una parte de sus miembros. La Unión Europea supone una red de seguridad, pero sólo la reforma del sistema constitucional impedirá antes o después su destrucción en una nueva espiral acción-reacción, revolución-involución.

Ésta es la razón profunda por la que a quienes de vez en cuando encendemos las luces largas nos irrita tanto la pachorra irresponsable de Rajoy, gobernando en medio del drama político como si fuera un tecnócrata y encima haciéndolo mal. También es la razón profunda por la que anhelamos que se produzca cuanto antes una renovación en el liderazgo y actitudes del PSOE –sobre todo una vez que Cayo Lara ha sacado a IU del marco constitucional– y por la que vemos la nueva disposición de Aznar como el único revulsivo que puede reanimar al decepcionado centroderecha. Bien para obligar a cambiar al presidente –a todos nos convendría, por mera economía procesal, que eso funcionara–, bien para, en último extremo, cambiar de presidente.

No es una cuestión personalista, sino de modelos de liderazgo. Cuando al presentar un cuadro macroeconómico con el paro en el 27% –y, según la OCDE, subiendo– Rajoy ni pidió ni ofreció otra cosa a los españoles que «paciencia», me acordé de un famoso estudio científico sobre el dispar comportamiento de dos variantes casi idénticas de «monos del Nuevo Mundo» publicado en la revista Biology Letters. Ambos miden menos de medio metro y apenas les distingue la disposición de los mechones blancos en el pelo, pero mientras el tití común (Callithrix jacchus) que habita en los bosques del noreste del Brasil aguardaba pacientemente en el laboratorio el tiempo que hiciera falta a que se terminaran de llenar los recipientes de comida, el tamarino algodonoso (Saguinus oedipus) de la selva colombiana adoptaba una postura exigente y activa reclamando el alimento tan pronto como lo veía circular.

Junto a sus observaciones, los autores del estudio aportaban la explicación. Los titíes son animales fluidófagos que se alimentan de la savia y otros exudados de árboles y plantas por el procedimiento de hacer una hendidura en el tronco, aguardar el tiempo necesario y limitarse a poner la boca. En cambio los tamarinos algodonosos son insectívoros, de forma que si no cazan a sus presas, sorprendiéndolas en reposo o aunque sea al vuelo, sencillamente no comen.

Aznar y Rajoy son genuinos «señores del poder» encuadrados en estas dos tipologías tanto por su carácter como por su trayectoria. El «plasma ardiente» en el que Lucía Méndez ha visto corporeizarse a Aznar, como si el estudio de Antena 3 fuera la zarza bíblica en la que Yahvé se dio a conocer a Moisés, es el fruto de la lucha por la vida. Fraga le legó una casa en ruinas y nadie le regaló nunca nada. Tuvo siempre enfrente enemigos poderosos e implacables que intentaron destruirle; pero ahí está, aferrado a su fuerza de voluntad, sobreviviendo a sus peores errores, acreditado –o sea añorado– como el gobernante que, al no quedarse nunca quieto, proporcionó a España sus mejores horas de bienestar y relevancia en tiempo inmemorial.

Lo de Rajoy como presidente emplasmado es casi lo contrario. El destino le ha arrastrado de una mayoría absoluta a otra de tal forma que pocos pueden reprocharle haber perdido la primera o atribuirle el mérito de haber conquistado la segunda. Debo reconocer que todos sus pecados siguen siendo por omisión –continúo sin ver al rencoroso cobrador de agravios imaginado por algunos– y tal vez en 2004 hubiera sido el gobernante adecuado para seguir recogiendo con sosiego el néctar de la prosperidad, si el 11-M primero y la crisis económica después no nos hubieran cambiado el paso a todos.

Pero ni Rajoy ni Aznar son hombres para todas las estaciones y caen ahora tales chuzos de punta que lo conveniente es enemigo de lo cómodo. Líbreme el cielo de contribuir a estas alturas de mi vida a estimular ningún tipo de mesianismo, pero no puedo evitar que se me note que estoy convencido de que en situaciones así, como dice el proverbio latino, más vale contar con un rebaño de ciervos conducidos por un león que con un rebaño de leones conducidos por un ciervo.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *