Por qué necesitamos (más que otros) un Tribunal Constitucional

En mitad de Los Buddenbrook (Thomas Mann, 1901), cuando las turbulencias de 1848 llegan hasta Lübeck, Johann Buddenbrook pasa a encararse con uno de los revoltosos:

—¿Smolt, se puede saber qué queréis?
—Una república, señor cónsul, eso queremos.
—¡No seas simple, Smolt, ¡no ves que ya tenéis una!
—Pues entonces queremos otra, señor cónsul.

Más allá de la hilaridad y del alivio de tensión que la respuesta de Smolt provoca entre los circundantes, la verdad es que se puede querer una república, aun teniendo ya una. Todo depende de la república que se tenga, y de la república a la que se aspire. En nuestra anécdota, es claro que al pueblo llano de Lübeck no le había pasado por la cabeza que lo que tenía era una república, hasta tal punto el régimen estamental de aquellas ciudades libres estaba alejado del imaginario que estaba suscitando la palabra república.

Como quiera que sea, aquel lejano incidente viene a cuento en unos tiempos en los que, de forma parecida, puede tener sentido reclamar aquí un Tribunal Constitucional, siendo así que ya tenemos uno. Pues la triste verdad es que estamos pasando por un momento tan complicado en la ya larga vida de nuestro tribunal que no es un abuso de concepto expresarse en términos de alteridad, es decir, de reclamación de “otro”. A cuyo respecto conviene señalar que la urgencia de un tribunal distinto viene subrayada, más allá de la situación actual, por la que se vislumbra en un horizonte inmediato. No me voy a detener a este respecto en unas consideraciones de por qué, a mi juicio, esto es así, pues ya tuve ocasión de exponerlas meses atrás en estas mismas páginas.

La diferencia, sin embargo, entre nuestra situación y la narrada por el joven Thomas Mann es que aquí no hay muchedumbres por las calles clamando por la suerte de nuestro tribunal. Con lo que en estas circunstancias el problema es doble: al declive se suma la indiferencia. Hay que notar, sin embargo, que no todas las indiferencias son iguales. Sencillamente, unas son más irresponsables que otras, en función de donde se sitúen. Tal parece como si lo único urgente fuera renovar el tribunal a tiempo, con la mayor cuota de ventaja posible para los unos y los otros. Si así se obtiene una institución a la altura de su función eso parece importar ya bastante menos.

En estas circunstancias, cuando casi todo está dicho, se plantea la oportunidad de recordar, no ya “lo importante” que es un Tribunal Constitucional para la mayoría de las democracias que integran nuestra Unión Europea, sino más en concreto por qué esa necesidad se agudiza extraordinariamente en el caso de nuestro régimen constitucional. Lo que a continuación sigue es todo bastante sencillo de entender; otra cosa es que haya disposición a ello. Con esta intención me limito a llamar la atención sobre los siguientes puntos.

En primer lugar, hay una razón de principio. En nuestro país la Constitución es políticamente más importante que en otros Estados de la Unión: no en términos jurídicos, sino políticos. Jurídicamente no hay diferencias apreciables: la Constitución, como en todas partes, es aquí el culmen del ordenamiento jurídico, sin que en derecho se toleren actos públicos contrarios a ella. Pero políticamente sí las hay. La Constitución da fundamento a nuestro Estado, a nuestra comunidad política, de forma mucho más intensa de lo que es el caso en otros Estados miembros. Ello es así por la debilidad que, para desgracia nuestra, manifiestan aquí otros mimbres de construcción de la identidad de una nación. Baste fijarse en algo tan elemental como son los propios símbolos de un Estado: la bandera, el himno, la fiesta nacional, la dinastía reinante, en su caso. En estas condiciones, la Constitución, la de 1978, se erige en la gran piedra basilar de nuestra comunidad política. La afortunada fórmula del “patriotismo constitucional” se inventó para otros, pero, de no haber sido así, hubiéramos debido disponer introducirla para beneficio nuestro. En función de esto, no es necesario argumentar mucho para convencer de la urgencia de un defensor y garante de la Constitución que lo sea efectivamente.

La segunda de las razones es de índole procedimental, pero no menos evidente. El procedimiento de reforma de la Constitución es la válvula de seguridad de una Constitución que se quiera viva y actualizada. En los Estados de nuestro entorno las reformas de la Constitución son algo perfectamente normal, aunque no ocurran cada mañana. De esa manera, el respectivo Tribunal Constitucional queda en esas latitudes al margen de tales operaciones normativas fundamentales. Entre nosotros, en cambio, si bien es cierto que sobre el papel dichos procedimientos de reforma existen, es un hecho que, en términos políticos, nuestra Constitución se ha revelado irreformable: tenemos posiblemente la Constitución nacional más envejecida de la UE. La consecuencia es que no es raro que el legislador opte por otros procedimientos para introducir, sin derecho alguno, lo que materialmente son reformas la Constitución: por ley, por ley orgánica o por Estatuto de autonomía, que de todo ha habido. Con ello, decisiones políticas que en sí mismas pueden ser oportunas dan lugar a litigios constitucionales singularmente peliagudos que en otros lugares se hubieran obviado.

La última de las razones que traigo aquí a colación es de índole orgánica, pero no menos importante que las anteriores. De nuevo, asistimos al contraste entre el derecho y la política. Sobre el papel disponemos de un poder destinado a arbitrar y moderar el normal funcionamiento de las instituciones, el poder del Rey. La realidad política es, sin embargo, muy diferente. Por contraste con lo que ocurre en las repúblicas parlamentarias que nos rodean, aquí carecemos de una instancia equivalente a la presidencia de la República políticamente capaz, llegado el momento, de poner orden en una trifulca de partidos que amenace con desestabilizar la vida pública. Se está viendo en estos momentos. Por las razones que sean, aquí esa función ha quedado en el papel, lo que siempre plantea la hipótesis de un comisario o mediador regio que, en nombre del Rey y con el reconocimiento de todos, asuma en la práctica esa función que, hoy por hoy, se encuentra frustrada. Lo que importa de nuevo señalar es que, a falta de esa magistratura, aquí se tiende con más facilidad a judicializar la política, lo que, dada la materia que nos ocupa, es tanto como trasladar el problema al Tribunal Constitucional. La conclusión es una vez más la misma: un tribunal llamado a ejercer de árbitro entre los poderes del Estado tiene una necesidad particular de encontrar el reconocimiento de las instancias involucradas y de la sociedad en su conjunto.

En pura teoría, estas simples razones, dejando de lado otras que pudieran aducirse, debieran despertar la inquietud ante el momento por el que nuestro Tribunal Constitucional atraviesa. En sí mismas, debieran tener el efecto de un llamamiento a poner fin al cada vez más insoportable traslado de la confrontación política al ilegítimo campo de batalla de las instituciones. Quizá, ojalá que no, sea excesivo esperar todo esto. Pero en tal caso ahórresenos al menos el rasgado de vestiduras ante los que clamen por otra Constitución.

Pedro Cruz Villalón es expresidente del Tribunal Constitucional.

1 comentario


  1. Vaya, por fin un analista de altura resalta que aquí nadie arbitra ni modera, quedando en papel mojado esa previsión del art. 56 de la Constitución.

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