Por qué negociar con Putin ahora sería un error

Vladímir Putin en una reunión telemática con Joe Biden desde su despacho presidencial. Reuters
Vladímir Putin en una reunión telemática con Joe Biden desde su despacho presidencial. Reuters

Ahora que con el creciente papel de China en la guerra ruso-ucraniana vuelve el debate sobre negociaciones de paz, es bueno echar la vista atrás.

Ha habido gestiones diplomáticas al máximo nivel en el último año, primero para evitar la invasión rusa, con llamadas de Biden a Putin, además de visitas a Moscú ese febrero, de Macron y Scholz.

Macron anunció que Rusia retiraría sus tropas de Bielorrusia (el Kremlin lo desmintió). Putin dijo a Scholz que no quería la guerra, mintiéndole a la cara. Rusia anunció que retiraba tropas de la frontera con Ucrania, otra mentira cuyo anzuelo muchos mordieron.

Filtraciones posteriores muestran cómo Putin jugaba con los europeos, apenas ocultando su desprecio. Una semana después, se quitó la máscara, comenzaron los bombardeos rusos y al menos 170.000 tropas rusas invadieron por norte, este y sur.

Desde entonces ha habido varias llamadas europeas y de otros líderes a Putin. Todos han salido con las manos vacías. También los socios de Rusia como India. En septiembre, Putin afirmó ante Modi que quería acabar con el conflicto lo antes posible, solo para un par de días después, decretar movilización de reservistas, intensificar los bombardeos contra objetivos civiles y ciudades ucranianas, y sentar aún más las bases para una guerra larga.

Hubo también prenegociaciones entre Ucrania y Rusia en marzo 2022. Zelensky renunció entonces a la adhesión a la OTAN y planteó llegar a acuerdos sobre el estatus de Crimea. Pero en abril, tras la retirada rusa del norte de Kiev, se descubrieron las matanzas de civiles en Bucha y otras poblaciones, una pauta de la ocupación rusa repetida en Izyum y Jersón.

Este enero se dio eco al "alto el fuego unilateral" de Putin de dos días por la Navidad ortodoxa, pero Rusia relanzó su ofensiva contra la ciudad de Soledar, en Donetsk, que tomaron.

A menudo, el debate respecto a hipotéticas negociaciones de paz está desligado de la realidad y basado en premisas erróneas, pero recurrentes, sobre esta guerra y Putin. Esto no va de territorios.

Si así fuera, ¿por qué la deportación a Rusia de al menos decenas de miles niños ucranianos? De la dimensión de este crimen da cuenta que el Tribunal Penal Internacional haya empezado encausando directamente a Putin y a su comisaria de Derechos de los Niños (vendrán más cargos).

¿Por qué en zonas ocupadas las detenciones, el envío a "campos de filtración" (centros de detención en la peor tradición estalinista) y a veces las ejecuciones de líderes locales, activistas y periodistas? Recordemos solo a Olga Sukhenko, alcaldesa de Motyzhyn, en una fosa con su hijo y marido.

Por supuesto, no es una guerra sobre el Donbás, destruido tan concienzudamente que hace palidecer a Siria. Jersón está a 500 kilómetros de Donetsk, no tienen nada que ver, pero Putin lo ha pseudoanexionado también.

La razón es aterradora: esta guerra tiene como fin la destrucción de Ucrania. La población es objetivo central, no colateral.

Como me explicaba en Kiev la periodista Nataliya Gumenyuk, Putin y su gente "quieren que los ucranianos dejemos de serlo". De ahí esas políticas rusas de eliminación de líderes políticos y sociales, y deportaciones de niños (un indicio de genocidio según la Convención de 1948) para su rusificación, apuntalando además cambios forzosos de población y demográficos.

Éstas y otras violaciones masivas de derechos humanos son consecuencia de dicha lógica política, no una contingencia militar. Se une el objetivo imperialista de la reconstitución, en lo posible, del imperio ruso. Lo que además de Ucrania atañe, por lo menos, a Moldavia, partes de Polonia y de los países bálticos, y a Bielorrusia.

Putin habla de "fronteras históricas rusas" en términos revanchistas similares a líderes fascistas de los años 30 y 40. Es una guerra existencial para Ucrania, pero también definitiva para el orden de seguridad europeo y global.

Y pese a todo, algunos nunca aprenden con Putin.

No se trata solamente de que sea ya un fugitivo de la Justicia y un paria global para el resto de sus días. O que su mala fe le inhabilite para negociaciones de paz reales. Es que no concibe aún ningún escenario en el que Ucrania siga existiendo o en el que no pueda conquistarla.

Putin mantiene sus objetivos iniciales. O sea, la conquista de, eventualmente, toda Ucrania; colocar un régimen marioneta y autoritario; "desnazificar" (léase: eliminar, de una u otra forma, todo ucraniano que se resista al yugo ruso) y "desmilitarizar" Ucrania (léase: eliminar toda capacidad de resistencia ucraniana, permitiéndole terminar el trabajito cuando Rusia se recupere, a medio o largo plazo).

No hay nada que podamos hacer para que cambie de visión. Putin piensa como un fundamentalista e irredentista histórico. De ahí que, fracasada su Guerra relámpago inicial, lleva meses preparando a su población y a su economía para una guerra larga, eterna en concepto ("existencial" para la nación rusa y su supervivencia). Una guerra en la que ve amenazado su poder.

El presidente ruso sigue pues empeñado en una victoria total, y los planes para una nueva movilización "voluntaria" de al menos 400.000 soldados más son otra muestra de ello. Así, sus amenazas son mayormente operaciones de información para debilitar el apoyo occidental a Ucrania, sobre todo cuando la guerra le va mal. Han llegado los tanques occidentales y no ha habido ninguna guerra mundial ni nuclear, pero la dilación occidental le ayuda.

Putin sí mantiene cierto margen de cálculo. Por eso no ha decretado aún otra movilización forzosa, porque tiene miedo a más inestabilidad interna. Y podría virar algo si las pérdidas son inaceptables para una mayoría de la población.

Pero no estamos ahí todavía, por inaudito que nos parezca. Y este septuagenario con mentalidad de KGB tiene cero empatía humana, empezando por su gente. Han muerto ya unos 100.000 soldados rusos, y morirán más.

De ahí la cautela con China, en el mejor de los casos por ahora, potencial facilitadora de contactos y quizá acuerdos concretos. Xi Jinping, al que ahora visita Sánchez y pronto lo harán Macron y Von der Leyen, no será mediador mientras no se reúna con Zelensky y Ucrania acepte su papel. Pero es que Putin no quiere negociar y usaría un alto el fuego, muy poco probable de momento, para rearmarse y volver a atacar en 2024 o en 2025.

Esto nos lleva a otro mantra: que la guerra no tiene solución militar. Como otras tantas guerras, la diplomacia resultará de la situación militar en el terreno. Putin busca la solución militar (victoria total) y Ucrania necesita crear nuevas realidades militares, lo que implica recuperar al menos parte del sur si quiere sobrevivir y tener un mínimo de seguridad respecto a Rusia.

Dicho de otro modo: no habrá paz ni seguridad para Ucrania, ni para el resto de Europa, con un cuarto de millón de soldados rusos ocupando gran parte del país. Y atacando, con previsibles nuevas movilizaciones y un plan de rearme ruso en ciernes.

De ahí que el mejor camino para una paz mínima y mínimamente justa pase por tres políticas complementarias.

La primera, apoyar al máximo a Ucrania en lo militar para que una o varias ofensivas ucranianas este año permitan crear una realidad en el terreno más favorable y sostenible.

La segunda, sobrepasar en producción de defensa a Rusia, algo realizable con voluntad política (Occidente es 22 veces el PIB ruso). Es además una necesidad de seguridad nacional visto el agotamiento de nuestros stocks militares e indefensión europea. De ahí que la decisión de la UE de producir más munición sea tan positiva.

La tercera, degradar al máximo la capacidad militar rusa, reforzando las sanciones y luchando contra su evasión.

Estas opciones son la vía más segura para forzar a Putin a reconsiderar su posición. Y, ojalá, sentar las bases para eventuales negociaciones o al menos un armisticio a medio o largo plazo. Tampoco garantizarán un acuerdo negociado con Putin, pero es lo que debemos hacer.

Borja Lasheras es investigador senior del Centre for European Policy Analysis (CEPA).

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