¿Por qué Nicaragua no puede ser libre, señor Borrell?

Nicaragua enfila su año más decisivo cuando se cumple el tercer aniversario de las protestas contra Daniel Ortega, aquel 18 de abril de 2018 que encendió un camino de libertad. La represión posterior ha dejado cientos de muertos y decenas de miles de exiliados, pero no ha podido sofocar el anhelo de democracia. Las elecciones del próximo noviembre ofrecen al pueblo nicaragüense la primera oportunidad de poner fin a catorce años de un orteguismo que ha colocado a Nicaragua en la cola del desarrollo de América Latina.

Ortega teme a estos comicios, consciente de que una derrota electoral implicaría más que la pérdida del poder y le obligaría a responder por la brutal represión de los últimos tres años.

Alumno aventajado del socialismo chavista latinoamericano, Ortega no está dispuesto a ceder las instituciones ni a rendir cuentas de forma pacífica. Por ello, desde el gobierno y la Asamblea orteguista se ha desplegado en el último año un aparato represivo formidable. Con la aprobación de las infames leyes antioposición y la reciente propuesta de ley electoral, el sandinismo de Ortega ha cortado la financiación del exterior, esencial para ONGs y grupos opositores, incluso si proviene de nicaragüenses de la diáspora o del exilio. Igualmente, el aprendiz de dictador se ha arrogado el poder de silenciar voces críticas en prensa y redes sociales con el cínico pretexto de luchar contra los delitos de odio. En última instancia, busca crearse una oposición a la medida, imponiendo unos requisitos que impidan presentarse a los rivales que pueden poner en peligro su reelección.

Lo más indignante para quienes seguimos este drama de cerca es que la escalada represiva, que en cualquier otro país hubiera desatado una respuesta vigorosa por parte de la Unión Europea, se ha llevado a cabo ante la pasividad total, si no la connivencia tácita, de la diplomacia comunitaria.

Desde el inicio de la crisis, Nicaragua ha estado muy presente en la agenda del Parlamento europeo, en el que ni la izquierda ignora ya que la situación en el país es insostenible. Este consenso sobre la necesidad de que Europa contribuya a resolver la crisis se ha reiterado en numerosas ocasiones; la última, el pasado mes de octubre, cuando presenté una resolución junto a eurodiputados de los principales partidos que logró el apoyo abrumador de la Cámara, exigiendo entre otras medidas la imposición de sanciones a Ortega y a su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, y el incremento de la presión diplomática de la UE.

Pese al mandato claro que recibió del Parlamento, la respuesta del Alto Representante Josep Borrell se ha caracterizado por un silencio cómplice y una falta de voluntad política para sumar la presión diplomática europea a la que sí está ejerciendo Estados Unidos.

Este desinterés de Borrell por Nicaragua, un país con el que la UE tiene firmado un acuerdo de asociación que obliga al respeto de los derechos humanos, contrasta con la firmeza con la que ha respondido al fraude electoral en Bielorrusia, que carece de un acuerdo similar con Bruselas. Tras una represión que palidece ante los cientos de asesinados y decenas de miles de exiliados que ha dejado el orteguismo en Nicaragua, la UE ha sancionado en Bielorrusia a docenas de individuos, incluidos el presidente Lukashenko y su hijo, mientras que sólo seis funcionarios de Ortega, ninguno de su círculo más estrecho, ha merecido un tratamiento europeo similar.

Esta complicidad de Borrell con el populismo de izquierdas no es casual ni se limita sólo a Nicaragua. La connivencia sistemática de la diplomacia europea con los regímenes latinoamericanos como los de Cuba o Venezuela es ya tan evidente que le ha costado varias reprimendas al Alto Representante, y desató el escándalo más reciente cuando su embajador en La Habana se negó a calificar al régimen castrista de dictadura.

Que Borrell se comporte como el ministro de exteriores de un gobierno español cuya vicepresidencia ostentan los herederos ideológicos de Castro, Chávez y Ortega no sólo es malo para España y para Europa: es letal para el pueblo nicaragüense.

El tiempo se acaba, y Nicaragua se asoma al abismo de unas elecciones marcadas por el fraude. Si éste se consuma, y se cierra la única salida pacífica y democrática a la crisis, sólo cabe esperar que la violencia se recrudezca, y aumenten las muertes y la miseria.

Aún podemos revertirlo. Europa debe hacerle entender a Ortega de forma inequívoca que en noviembre deben celebrarse unas elecciones justas con observadores internacionales. Para ello, la Unión Europea debe ejercer en los próximos meses toda la presión posible, y dejar claro que no reconocerá un proceso electoral que tenga lugar en las actuales circunstancias.

El pueblo nicaragüense tiene derecho a elegir su futuro en libertad. No les quepa la menor duda que no descansaré hasta que así sea.

José Ramón Bauzá es eurodiputado de Ciudadanos en el Parlamento europeo.

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