Por qué no hay gobierno (aún)

Investir o no investir. ¿Es esa la cuestión? Escuchando el coro de voces impacientes que reclaman con urgencia un acuerdo de gobierno, pareciera que cualquier cosa vale para salir de la incertidumbre. Como si todos fuéramos inversores globales evaluando la rentabilidad de comprar una propiedad en la Costa Brava. Lo que cuenta para los ciudadanos es que haya un buen gobierno, no cualquier gobierno. Ni siquiera la larga duración es más importante que la calidad de la gobernanza, porque una gestión injusta y corrupta es todavía más dañina cuanto más larga es, como demuestra nuestra lamentable experiencia reciente.

¿Qué problema hay con deliberar hasta ajustar las instituciones a la sociedad? ¿Repetir elecciones? De alguna manera es someter a la voluntad popular las nuevas propuestas de gestión de lo público tomando en cuenta la pluralidad de proyectos. El ejercicio de la democracia no puede ser simplemente un trámite para entronizar a un partido o coalición y resignarse a que hagan lo que quieran durante cuatro años.

Son esos cerrojos a la deliberación democrática de los ciudadanos, que no es lo mismo que los pactos de partidos, los que han contribuido a que la mayoría piense que los partidos, en su conjunto, no nos representan. Lo que ocurre es que en nuestro país se había instalado un bipartidismo que aseguraba que cuando uno no mandaba era el otro y así nos han condicionado –los medios de comunicación, los expertos y los partidos mayoritarios– a que el universo político es limitado en sus variaciones y en sus actores. Y cuando esto no es así, nos atenaza el miedo al vacío, para beneficio de la clase política.

Pues resulta que esa predictibilidad del sistema se ha roto irreversiblemente con el desplome del bipartidismo (entre los dos partidos tradicionales no llegan al 50% del censo) y el paso a un pluripartidismo de geometría variable, con cuatro o más agrupaciones y además diferenciadas territorialmente con amplios niveles de autonomía. Y es así porque esa pluralidad está en la sociedad y no se manifestaba antes porque los partidos dominantes la ahogaban en un marco constitucional que fue el de una coyuntura histórica y que se ha visto superado por los movimientos sociales de una nueva sociedad que han desembocado en un nuevo contexto político. Y en ese contexto necesariamente plural los gobiernos futuros no sólo deben agregar escaños, sino mantener una relación fiable entre cada uno de sus componentes y sus electorados en alerta.

Asumamos con tranquilidad la incertidumbre política sistémica como precio del aumento de la representatividad social de las fuerzas políticas. Lo cual plantea el problema de los pactos para asegurar la toma de decisiones según la mecánica parlamentaria. Pero los pactos son entre partidos y, al mismo tiempo, entre los partidos y sus votantes, con los que tienen un contrato al que no pueden faltar so pena de perder legitimidad.

Y esto es aún más importante en los partidos emergentes que sólo se justifican si tienen prácticas distintas de las tradicionales. ¿Líneas rojas? Pues sí, hay puntos programáticos que son núcleo esencial de lo que han votado sus electores. Por ejemplo, el derecho a decidir en Catalunya y otras nacionalidades, que han dado a las confluencias de Podemos la mayoría del voto en Catalunya y Euskadi y las han situado en segundo lugar en Galicia y Valencia.

Y simétricamente, Ciudadanos no puede dejar de ser irredentista nacionalista español porque eso está en su ADN. ¿Condena esta incompatibilidad cualquier acuerdo “por el cambio”? No necesariamente. Puede haber acuerdos tácticos coyunturales para desplazar a un Rajoy momificado y a un Partido Popular corrupto. Y votar una investidura del valiente candidato Sánchez para salir del inmovilismo, por acción o abstención, a cambio de medidas parciales de cada programa. Pero no más, a menos de volver a las andadas y seguir ahondando la brecha con el sector social que cada uno representa. Y aun así, la regeneración de la política pasa por el sometimiento de los pactos para gobernar al control de los miembros de su partido (a defecto de sus votantes).

Es algo que Podemos y confluencias prometen practicar y que Sánchez ya ha iniciado en el PSOE, aun con considerable ambigüedad. Esa práctica de democracia de base puede ser lenta y confusa, pero permite participar a la ciudadanía. Recordemos el ejemplo de la CUP, tan vilipendiada por la clase política, pero demostrando su coherencia con sus principios. Asimismo, el voto interno de Podemos puede frenar los esfuerzos de sus dirigentes por pactar, porque según mi información, una mayoría de los casi 400.000 inscritos rechaza pactar con Ciudadanos, el favorito de las empresas del Ibex 35. Y como los poderes fácticos dentro del PSOE no aceptarán separarse de Ciudadanos (trampolín de la gran coalición que preparan para su jubilación histórica), es probable que haya que repetir elecciones. Por buenas razones. O sea, por incompatibilidades básicas, no solamente por el juego de egos. Dícese que lo dejarían todo igual.

Con datos parciales en la mano, discrepo, aunque lo mío no es predecir. Porque el incremento del voto de Ciudadanos y el descenso de Podemos sería más que compensado por un aumento de En Comú Podem y Compromís. Y sobre todo por un avance notable de IU/UP, que, en alianza electoral con Podemos, puede superar a un PSOE estancado. Paradójicamente, a pesar de un leve descenso del Partido Popular (que cuenta con un núcleo de fieles a los que les resbala todo), ese resultado abriría la puerta a la gran coalición, en un atrincheramiento defensivo de la política tradicional.

Pero también consolidaría una alternativa política de oposición anclada en los proyectos de una nueva sociedad que pugna por refundar la democracia.

Manuel Castells

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