En España, uno de los países más castigados por la crisis y más chantajeados por la austeridad, con un sistema político profundamente desacreditado por la corrupción y la falta de ideas, el único territorio europeo con frontera terrestre con África al que también llega inmigración por mar desde hace casi veinte años, no ha arraigado un partido de ultraderecha como Amanecer Dorado en Grecia o el PVV en Países Bajos, ni líderes de corte populista como Donald Trump o Marine Le Pen.
En España hay, en efecto, un partido que hace políticas conservadoras, de tradición machista y que excluye de determinados derechos a los inmigrantes indocumentados. Pero, a pesar de todo, el Partido Popular (PP) de Mariano Rajoy no es comparable con los fenómenos en Francia, Países Bajos, Hungría o Estados Unidos.
La sociedad española tiene hoy una historia política peculiar. En los últimos siete años, que empiezan con las protestas del 15M, se ha reforzado la crítica hacia el poder establecido y los ciudadanos son más conscientes de los mecanismos de la corrupción, de los abusos del capitalismo y del poder financiero sobre la democracia. Esa nueva conciencia ha inyectado nuevas energías en la política. Se crearon nuevos partidos como Podemos y Ciudadanos y se ha reforzado la coraza española contra la ultraderecha justo en el momento en que en otros países avanzaba de manera imparable.
Parte del éxito electoral de Trump o Le Pen reside en que han conseguido conectar con una mayoría popular que paradójicamente se sentía discriminada por la izquierda liberal. Esa mayoría-que-se-siente-minoría está principalmente compuesta de hombres blancos, heterosexuales y de clase trabajadora, a los que la nueva derecha ha logrado convencer de que son los verdaderos marginados por políticas progresistas, que solo buscan soluciones para inmigrantes presuntamente peligrosos, para las personas gays, las personas negras y mujeres feministas. No para ellos, el “verdadero pueblo”.
Esta lógica, sin embargo, no ha calado en España. Solo en pequeñas localidades ha habido cierto margen para partidos xenófobos. La historia del político del PP Xavier Albiol lo explica bien: ejerció la alcaldía de Badalona con mensajes contra gitanos o lemas como “Limpiar Badalona”. No estaba hablando de basura, claro, sino de inmigrantes.
Tras el éxito, el PP eligió a Albiol como candidato al gobierno de Cataluña, pensando que su mensaje “popular” les ayudaría a mejorar sus resultados. Pero recibió la peor votación del PP en Cataluña y su xenofobia fue un factor clave en la derrota. Incluso el gobierno de Rajoy, que al principio de la crisis de refugiados tuvo un discurso duro y militarizado al estilo húngaro, acabó echando unas lágrimas de cocodrilo para prometer que acogería inmigrantes. Eran promesas vanas, pero las hizo porque el electorado las quería escuchar.
Otro ejemplo es el partido Vox, que se presentó a las elecciones generales intentando abrir brecha frente a la derecha del PP. Obtuvo la ridícula cifra de 46.781 votos, seis veces menos que el partido animalista PACMA, y muy lejos del porcentaje necesario para la representación parlamentaria.
La raíz histórica del rechazo en España a la ultraderecha es de lectura rápida. España vivió hasta los años 70 una dictadura “nacionalcatólica”. El franquismo vacunó a la clase trabajadora española contra los experimentos “populistas de derecha”. La ultraderecha española ha tenido que refugiarse en el PP, un partido de la élite conservadora, para luchar algunas guerras concretas, por ejemplo, contra el aborto o la comunidad LGTBI.
Sin embargo, ese mismo miedo a la ultraderecha ha servido durante décadas como argumento para anular desde las élites progresistas cualquier debate de profundidad sobre las imperfecciones del sistema político español. La tibieza de la socialdemocracia para señalar a los culpables del fracaso democrático y económico en Europa ha abierto huecos para el nacionalismo de ultraderecha en muchos países, en el centro, al norte y en el sur de la Unión Europea. No aquí.
La razón más poderosa por la que no existe un Trump en España es el 15M español (que también se conoce fuera del país como el movimiento de los Indignados), un terremoto social y político con años de protestas que resonaban con las de Occupy Wall Street, o reclamos similares en Turquía, Brasil o Islandia.
Si en Estados Unidos o Francia los fenómenos de la extrema derecha (conocida como derecha alternativa) son respuestas rabiosas y filofascistas a la pérdida de rumbo de la élite progresista, el 15M fue la respuesta en clave inclusiva, con aspiraciones de justicia global no nacionalista y con una nueva narrativa para la izquierda.
Hay un ejemplo especialmente simbólico. Con la crisis, cientos de personas cada día recibían una orden de desahucio de su casa por no poder pagarla. Como parte más vulnerable de la cadena, los inmigrantes fueron los primeros en ser desahuciados. Al calor del 15M, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca organizó la defensa legal, política y mediática de estas personas involucrándolas como activistas en todo el proceso. Esta última parte es clave: si 50 vecinos de un barrio se plantaban en la puerta de otro vecino (inmigrante) para impedir como escudos humanos que la policía lo desahuciara, luego ese vecino iría a la siguiente puerta del siguiente vecino (español) para impedir su desahucio.
Esa estrategia fue determinante para diluir las diferencias entre “los de aquí” y “los de fuera”. Los movimientos del 15M supieron trazar un relato que no ponía a unos pobres a competir con otros. Vecino: la culpa de tu paro o tu desahucio no la tiene el de arriba que es ecuatoriano; la tiene la regulación política que permite que el banco se lleve lo único que tienes y solo te deje la deuda. El ecuatoriano que a veces escucha música que no te gusta o el paquistaní que usa especias que huelen fuerte no es tu verdugo. Es como tú.
Los partidos que mejor han canalizado aquella rebeldía de 2011 son Podemos y otras formaciones locales conectadas a los movimientos sociales, pero el nuevo clima político ha afectado también a la derecha. Los votantes conservadores enfadados, especialmente los más jóvenes, no han optado por alternativas de ultraderecha sino, en todo caso, por liberalismo del nuevo partido Ciudadanos, etiquetado como regenerador.
Pero el cuento no ha terminado. Tras seis años llenos de elecciones, nuevos políticos y grandes manifestaciones, la política no ha cambiado del todo: Rajoy y su agenda de austeridad gobiernan un país con un 40 por ciento de paro juvenil, con la tasa de abandono escolar récord en Europa y un Estado de bienestar desvalijado que hace que los jóvenes tengan menos prestaciones que las generaciones anteriores. Las promesas de más recortes para cumplir con los objetivos del déficit no auguran un futuro prometedor por mucho que los números de la macroeconomía empiecen a recuperarse.
En ese escenario de enorme fragilidad, hay nuevos grupos de ultraderecha que se están haciendo fuertes. En Madrid hay manifestaciones contra los refugiados y campañas públicas en autobuses con carteles contra los transexuales, hay nuevos tabloides digitales que encienden la xenofobia con estereotipos o páginas de noticias falsas que se inventan historias de terror. Y foros donde ser “políticamente incorrecto”, machista y racista es divertido. Es una realidad que todavía está lejos del impacto en otros países, pero agazapada a la espera de una oportunidad en la que no haya un 15M que les estropee los planes.
No hay un Trump en España por ahora. Pero en la política las vacunas no duran para siempre.
Juan Luis Sánchez es subdirector y cofundador de eldiario.es.