Por qué no me siento orgulloso de ser español

Un día ―era yo pequeño― sonó el teléfono de casa. En ese momento estaba solo. Mis padres habían salido hacía un rato y aún no habían vuelto. Ante la insistencia del timbre del aparato, descolgué, y a través del auricular una voz femenina me preguntó si aceptaría someterme a una encuesta. Le advertí que no era más que un niño, que mis progenitores, las personas adultas de esa vivienda, estaban fuera. A aquella señorita no parecía importarle mi edad y yo acepté contestar a sus preguntas con el nerviosismo propio de quien no está acostumbrado a que su opinión se tenga en cuenta. Tras las preguntas de tanteo, llegó la bomba: «¿Se considera usted más orgulloso de ser español o de ser andaluz?». Caramba, debí de pensar rascándome la cabeza. Nunca me lo había planteado.

Tampoco me quedaba muy claro qué entrañaba una y otra cosa, ni si existía entre ellas contradicción alguna. Y de ninguna manera me dio mi cabecita para deducir que la formulación de aquel interrogante, una elección obligada entre dos opciones, era tramposa. Me decanté por «Andaluz», nunca lo olvidaré. Era lo que tenía más a mano, lo que conocía. Además, la señorita, ante mi indecisión, había repetido «Andaluz» con un tono de inteligencia, como pasándome una chuleta bajo el pupitre en un examen. Incluso un niño podría haberse figurado a la encuestadora guiñando un ojo en el otro extremo de la línea.

Al regresar mis padres, corrí ufano a contarles que había participado yo solo, sin ayuda de nadie, en una encuesta telefónica y que había reconocido que me sentía más orgulloso de ser andaluz que de ser español. Mi padre se limitó a llamarme melón: era ése un tema, me dijo, que excedía mi entendimiento.

Sin detenernos en el mecanismo de las encuestas ni en la moral de los becarios que las realizan, me doy cuenta ahora, al revivir ese episodio sin importancia, que mi opinión era fácilmente manipulable y aun así terminaría formando parte de una estadística que serviría a unos fines determinados. También soy consciente hoy de que, en mi mente cándida de entonces, considerarse andaluz, por cuestión de cercanía, podía llegar a tener más sentido que considerarse español. Del mismo modo que, siendo de Pozoblanco, considerarse cordobés tenía más sentido que considerarse andaluz. En la escuela nos enseñaban canciones como Soy cordobés, pero no había noticia de otras estrofas sevillanas, onubenses, gaditanas, malagueñas, granadinas, almerienses o jienenses. Y en justa correspondencia, tenía más sentido considerarse pozoalbense que considerarse cordobés o de cualquier otro de los pueblos de la comarca del Valle de los Pedroches, como bien venía a demostrar otra simpática coplilla que nos hacían aprender en el colegio: «Amores tuve en Pedroche, / amores en Torrecampo, / pero pa' buenos amores / los que tuve en Pozoblanco». A nadie se le oculta que las buenas gentes de Torrecampo cantarían lo mismo, pero con la terminación de los versos invertida.

Con la edad, mis horizontes infantiles se ensancharon, mi perspectiva se alzó sobre el vuelo gallináceo del niño y se hizo más cosmopolita. En eso consiste hacerse adulto. Viajé al extranjero, entablé relación con personas de otros países y hablé en varios idiomas, muchos de ellos mediante señas. Antes de empezar la universidad tuve mi primer contacto con internet, que era la promesa de un universo de información sin fronteras, el sueño de cualquier ciudadano del mundo. Al alcanzar la mayoría de edad me establecí en Madrid, que era lo más próximo al pulso de las cosas que yo podía estar. Estudié ciencias, y pronto descubrí que un imán tiene dos polos magnéticos; si se intenta separar uno de los polos, el resultado será otro imán más pequeño, también con dos polos, uno negativo y otro positivo; y lo mismo ocurrirá de nuevo si vuelven a dividirse los polos sucesivamente hasta lo infinitesimal. La polaridad es inherente al magnetismo.

Muy atrás quedaron, pues, mis incipientes delirios andaluces, cordobeses y pozoalbenses, que sólo reconocían su naturaleza como negación de la del otro, como polos contrarios que a fuerza de dividirse se reducen hasta el disparate fractal. La distancia cura esa pulsión magnética que nos atrae cuando estamos demasiado cerca. Comprendí así que mi padre, años antes, me hubiera llamado melón.

En esto pienso cada día cuando, desde hace semanas, enciendo la televisión, me conecto a internet, sintonizo la radio o abro un periódico. La prueba de que la crisis económica ha terminado es que a nadie parece ya importarle. El país vive pendiente de un conflicto político regional. Por un lado hay mucha gente en Cataluña que quiere separarse del resto de España; por otro, una capital económica ―Barcelona― cuya base empresarial abandona Cataluña; y Ayuntamientos de ciudades hermanas ―pongamos Barcelona y L'Hospitalet de Llobregat― enfrentados por sus respectivas posiciones ante esta situación. La polaridad, el magnetismo y lo fractal, otra vez. Cataluña, Barcelona y L'Hospitalet de Llobregat. Me recuerda mucho a mi temprano dilema sobre el orgullo de ser español, andaluz, cordobés o pozoalbense. La única diferencia estriba en que quienes dicen sentirse orgullosos de ser catalanes tienen ya edad suficiente como para ejercer el derecho al voto, que es más o menos lo que piden.

En los días previos a la virtual Declaración de Independencia del pasado 10 de octubre, tanto en Cataluña como en el resto del territorio español ha sucedido algo parecido a lo que veníamos viendo semanas atrás, pero a la inversa. Las manifestaciones multitudinarias de Barcelona y Madrid en rechazo al movimiento secesionista acabarán en los libros de Historia, las celebraciones del puente de la Hispanidad han sido las más concurridas que se recuerdan, los balcones de las ciudades se han engalanado con banderas rojigualdas, un constructor ha tapizado uno de sus edificios con la bandera española de mayor tamaño de la que se tiene constancia, las banderas de España copan las gradas de los estadios de fútbol y las redes sociales se ven inundadas por usuarios que se declaran orgullosos de ser españoles, entre muchas otras expresiones de un fervor patriótico inédito desde hacía décadas. El ya célebre complejo de los símbolos. Esta exacerbación del orgullo de ser español, sin embargo, no es inocente: reacciona a un ataque mal encajado. Estos días, quien enarbola una bandera no proclama tanto su españolidad como su repulsa al polo negativo. De nuevo la metáfora del imán. Los emblemas identitarios siempre juegan a la contra.

Cualquiera que consulte el Diccionario de la RAE leerá que la definición de «orgullo» es «Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas». Venir al mundo en España, como hacerlo en cualquier otro país, no lo escoge uno. La Providencia eligió por mí. No implica mérito alguno. Yo no he hecho nada para ser español, de manera que no puedo sentir orgullo por algo que no me he ganado en «causas nobles y virtuosas». Otra cosa es que me sienta aliviado por haber nacido en un país próspero, afortunado de que éste tenga un aliento mediterráneo y privilegiado de que haya sucedido en España y en las circunstancias en que ha transcurrido mi vida.

Eso sí puedo proclamarlo: me siento aliviado, afortunado y privilegiado por ser español. Pero no orgulloso. Y menos a la contra, en respuesta a una provocación, con las connotaciones políticas que vivimos estos días. Más de uno también dejaría de sentirse orgulloso, aunque por motivos distintos a las míos, si supiera que «orgullo» ―compruébese en el Diccionario de la RAE― proviene de «orgull». Sí. Efectivamente. Viene del catalán.

Javier Redondo Jordán es escritor.

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