Este año cumplo 20 años viviendo en Denver, pero puede que tenga que pasarlo en el sótano de la Primera Iglesia Unitaria de Denver en lugar de en mi casa. Todos los días, cuando despierto en la habitación que me han ofrecido aquí, lo primero que me pregunto es quién recogerá a mi hijo y a mis hijas de la escuela.
La semana pasada, Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) me negó la extensión de mi suspensión de deportación. Busqué refugio en la iglesia porque, como millones de otros inmigrantes, mi futuro en este país se ha puesto en duda. Gracias a la nueva política del presidente Trump, toda persona indocumentada es blanco de deportación.
Durante mis años aquí, he sido testigo de muchas injusticias y he participado en la organización comunitaria para hacerles frente, incluso como copresentadora de un programa de radio. Después de dos décadas pagando impuestos, gastando miles de dólares en mi caso inmigratorio y luchando durante ocho años contra mi deportación, no me voy a dar por vencida ahora.
En el 2009, fui detenida por un oficial de la policía y eso cambió todo. Mi licencia había expirado y no había podido renovarla. Antes de pedirme la licencia, el oficial me preguntó: “Usted está legal o ilegal en el país?”. Conocía mis derechos y respondí: “No voy a contestar a esa pregunta”.
Me arrestó y mientras revisaba mi cartera encontró documentos que llevaban mi nombre y fecha de nacimiento real pero un número de seguro social inventado. Lo necesitaba para solicitar un tercer trabajo, además de los dos que ya tenía, como trabajadora doméstica y empleada de mantenimiento. Me declaré culpable por un delito menor de tercer grado: intento de posesión de un documento falsificado.
Para muchos, esto suena como una acusación seria, pero lo que algunos pueden considerar criminal es una cuestión de supervivencia para la mayoría de las personas que construyen sus casas y las mantienen limpias. Aceptan nuestro trabajo pero no nos proveen el pedazo de papel que reconoce nuestra humanidad.
Decidí no esconder mi lucha contra la deportación sino hacerla pública para llamar la atención sobre lo injusto del sistema. Quería inspirar a mi comunidad a salir de las sombras y alzar sus voces. En el 2011, un juez rechazó mi solicitud para la suspensión de deportación, diciendo que si era deportada el sufrimiento de mi familia no sería ni extremo ni inusual. Apelé la sentencia.
Mis tres menores —de seis, diez y doce años, respectivamente— son ciudadanos (también tengo una hija adulta quien tiene consideración de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia); mi esposo no es ciudadano. ¿Qué sería de ellos si yo fuese deportada? Veo que cuando mis hijos están conmigo se sienten seguros y mejoran sus calificaciones en la escuela y su autoestima. Pero por el miedo a la separación, también han tenido que recibir tratamiento para la depresión y la ansiedad. En Estados Unidos hay millones de niños y niñas como ellos.
Mientras esperaba mi proceso de apelación, recibí la noticia en septiembre de 2012, de que mi madre estaba enferma de gravedad. Después de tantos años, tenía que despedirme o algo dentro de mí iba a morir. Dejé a mis hijas y a mi hijo con su padre y viajé a México.
Mi madre murió mientras yo iba en el avión. Solo pude llegar para el funeral. En abril del 2013 regresé a Estados Unidos, caminando a través de montañas y del desierto hasta que mis pies quedaron destrozados. Fui detenida por la Patrulla Fronteriza en Texas. Mientras estaba detenida ahí, llamé a mi familia y a amistades activistas para contarles lo que había sucedido. Gracias a mi comunidad y a mi abogada, fui liberada con una suspensión de deportación y una orden de supervisión. Esa suspensión de deportación fue renovada cinco veces.
Mi sexta suspensión de deportación expiró este mes. El 15 de febrero, me tenía que reportar ante funcionarios del ICE. Sin embargo, después de ver que la semana anterior en Arizona una madre fue arrestada e inmediatamente deportada por el ICE, seguí mi intuición y busqué refugio. Cuando mi abogada y el pastor de la Primera Iglesia Unitaria fueron a la cita en mi nombre, agentes de ICE estaban esperando, listos para arrestarme.
Ahora que el presidente Trump ha desvelado su plan de criminalizarnos y hacernos vivir con miedo, comunidades enteras están bajo amenaza. Mi gente aquí en Denver mantiene sus cabezas en alto. El país fue testigo de este espíritu durante las acciones del Día sin Inmigrantes y tenemos aliados y aliadas en todo el país, en las escuelas y en las comunidades religiosas, en campos agrícolas y en restaurantes.
Sus ejemplos me inspiran a continuar la lucha hasta que todos y todas podamos caminar libremente por las calles. Pero no es fácil estar expuesta al público y —aun agradecida como estoy por el apoyo de la Coalición Santuario— es difícil vivir en una iglesia en lugar de en mi casa. Quizá hayas visto la etiqueta #JeanettePerteneceAquí. Estados Unidos es el país de mis hijos e hijas. Yo me quedo aquí porque es mi hogar. No me voy.
Jeanette Vizguerra es una de las líderes de Nos Mantenemos Unidas, una campaña de mujeres que busca lograr políticas migratorias justas.