Por qué no necesitamos la LOMCE de Wert

Nuestro sistema educativo no es ni el desastre que algunos deploran ni el edén que otros proclaman (solo necesitado de más dinero). En la educación obligatoria española se han hecho progresos notables desde 1978, pero, como es natural, han ido apareciendo fallos a resolver. La universalidad y equidad son de las mejores de la OCDE, pero también el fracaso escolar, el abandono temprano y el bajo nivel de conocimientos están entre los más altos. Hay bastante acuerdo en que estos problemas, medidos por las pruebas PISA, derivan de un modelo pedagógico anticuado que debe revisarse, como han hecho otros países antes que nosotros y con buenos resultados.

España ha ido empeorando sus resultados educativos desde el año 2000, alejándose de los objetivos de Lisboa de la UE mientras casi todos los demás países mejoraban: algo funciona mal. Añadamos la existencia de 17 subsistemas autonómicos creando problemas de financiación, igualdad y evaluación (no todas las comunidades se evalúan por igual en las pruebas PISA), pensemos en la errónea selección de docentes y en su papel secundario en el gobierno de los centros educativos, y tendremos una lista de cosas a reformar en nuestra educación.

Por eso no era mala idea reformar la LOE, como anunció el ministro Wert en su primera comparecencia en el Congreso. De ese anuncio ha surgido la LOMCE, y la pregunta es si esta ley es la que necesitamos para mejorar la educación española. Y la respuesta es negativa: es cierto que mejora cosas importantes como la Formación Profesional e introduce evaluaciones más exigentes, pero la LOMCE no conseguirá resolver los problemas educativos que ella misma exhibe en su exposición de motivos. Y además creará otros completamente innecesarios, como la introducción de la religión evaluada o la todavía mayor intromisión de las comunidades autónomas, que nombrarán al director del centro educativo público mientras relaja exigencias y control a los centros privados concertados, un favoritismo descarado.

Una buena ley educativa debe tener, para empezar, ambición de durabilidad. No es posible mejorar la educación cambiando de ley con cada mayoría parlamentaria, como se hace en España por motivos espurios y sectarios. Para que la ley dure al menos 20 o 30 años sin grandes modificaciones, no sólo debe contar con el mayor acuerdo posible, sino que debe ser sencilla, clara y modificable a través del desarrollo reglamentario. En cambio, la LOMCE es complicada, oscura y con el detallismo de un reglamento, lo que obligará a cambiarla entera cuando se quiera cambiar algo. No es verdad, como critica la izquierda tradicional, que sea una «ley ideológica», o al menos no más –salvo en la partidista concesión a los anti laicos de la religión evaluable– que sus predecesoras. De hecho, la LOMCE es básicamente la anterior LOE con algunos cambios (y ésta a su vez era una LOGSE reformada). Lo fundamental permanece, y la pregunta es para qué este lío si no se va al núcleo del problema y no se hace una ley duradera.

Una vez más, la LOMCE está mucho más condicionada por la lucha contra el déficit público que por mejorar la educación. Sólo así se explica la renuncia al 3º de Bachillerato que muchos consideramos necesario. Pero un nuevo curso cuesta dinero, y Montoro ha vetado una mejora significativa –que iba en el volatilizado programa del PP– como si la crisis fuera a durar siempre y la contabilidad fuera mucho más importante que la educación.

El continuismo con la LOE, quizás para apaciguar al temido lobby pedagógico-sindical, es tanto que la LOMCE renuncia a reformar el modelo pedagógico vigente allí donde más daño hace, la etapa primaria que se queda como estaba. Sin embargo, los atrasos en lectura, escritura y matemáticas acumulados en la primaria del «aprender a aprender» afectan a las etapas posteriores, sobre todo a los escolares con menos oportunidades de formación a domicilio o en su ambiente social. Es verdaderamente incomprensible que por una parte se reconozca el problema y por otra se renuncie a hacer nada, salvo aconsejar implícitamente a los padres que elijan centros con otro modelo de aprendizaje.

La LOMCE tampoco mejora la selección y situación del profesorado, como si mejorar la calidad de los docentes no fuera el requisito sine qua non para cualquier otra mejora educativa. Es un grave fallo de enfoque: debe ser la ley educativa básica, y no otra secundaria, la que determine cómo se selecciona y forma al profesorado, y qué papel tendrá en la gestión de los centros y en el desarrollo del sistema educativo. Al revés, la LOMCE comete el disparate de centrar la evaluación docente del centro en la figura de un director nombrado por la administración, como si los profesores no fueran capaces ni de querer mejorar la educación ni de elegir a los más dotados para hacerlo, pero un consejero autonómico sí. La desconfianza hacia los funcionarios, aunque no respecto a incompetentes gestores nombrados a dedo, exactamente al revés de lo que debería ser, es la sinrazón de este increíble regalo para las burocracias autonómicas y, sobre todo, para ese voraz nacionalismo que sí comprende la importancia de controlar la educación pública para sus propios fines.

En resumidas cuentas, el profesorado de los centros públicos tendrá menos autonomía para decidir cosas que debería decidir, comenzando por la elección del equipo directivo y la elaboración de itinerarios educativos dentro del marco legal. En cambio, se amplía el régimen de conciertos a centros que contratan a quien quieren y practican la separación por sexo, práctica que no debería ser subvencionada porque contradice el principio público de coeducación. Y lo más asombroso: los centros concertados recibirán dinero público, pero no serán evaluados ni controlados como los centros públicos. Sin duda debe haber una red concertada para hacer realidad la libertad de elegir, pero las exigencias educativas legales deben ser las mismas para ambas redes.

Respecto a las asignaturas, la LOMCE instaura una división entre troncales, específicas y de libre configuración autonómica (sic) sin otro objeto que garantizar a las comunidadeses autónomas el control efectivo del 45% del currículo ¡y del 55% a las que tienen lengua cooficial!, una auténtica barbaridad (¿qué tiene que ver la lengua en que se imparta una materia con su significado?) En efecto, el Estado sólo determina cuáles son troncales y «los estándares de aprendizaje evaluables» (¡ay, esa jerga maniática!) de las específicas, cuyos contenidos y horario deciden las CCAA. Se consagran los 17 subsistemas educativos con su tendencia imparable al alejamiento curricular, dificultando la movilidad geográfica de alumnos y docentes. Inmersos en la construcción del Espacio Europeo de Educación Superior, la LOMCE renuncia al Espacio Español de Educación Obligatoria; ¿alguien entiende esto, salvo para contentar al nacionalismo? ¡Y son las maltratadas humanidades y enseñanzas artísticas las que pagan ese pacto!

En fin, la LOMCE es otra oportunidad perdida. Eso la hace una ley con muy poco futuro. Por nuestra parte, nos hemos negado a unirnos al frente de rechazo ideológico organizado por el PSOE (que actúa como si fuera el propietario de la educación) e incluso esperamos alguna mejora en el Senado. Creemos firmemente que nuestra obligación parlamentaria es procurar mejorar leyes que no compartimos, si son constitucionales. Así que hemos negociado con el PP algunas enmiendas parciales de mejora, como las aceptadas para que el castellano sea por ley lengua vehicular en toda España, organizar un sistema gratuito de préstamo de libros de texto, o reconocer al agobiado profesorado el estatus de autoridad pública. Pero con todo, UPyD votará no a la LOMCE. La ley de Wert no es la que necesitamos: es coyuntural, no hace mejoras imprescindibles y consagra graves vicios políticos. Por tanto, no está justificada. Haremos otra mejor y duradera.

Carlos Martínez Gorriarán es portavoz de educación de UPyD en el Congreso.

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