Por qué no nos movilizamos contra la guerra

La ausencia de una movilización social contundente en España contra la guerra en Ucrania ha llamado la atención de activistas y analistas, y plantea incógnitas que flotan en el ambiente. Entre otras cosas, porque es algo que no encaja en los patrones habituales. En España somos muy dados a salir a la calle de forma masiva para mostrar nuestro rechazo a lo que nos indigna. Las manifestaciones contra la guerra de Irak, el 15-M o los últimos 8 de marzo son una prueba de ello. Cosa distinta es que tales movilizaciones cristalicen luego en mayor asociacionismo o más implicación ciudadana, pero ese es otro debate.

Si bien en diferentes ciudades españolas se han celebrado concentraciones mostrando el rechazo a la guerra, han sido siempre de carácter reducido, en muchos casos convocadas por los propios ucranios que residen en nuestro país y por asociaciones de solidaridad; pero muy alejadas de las grandes movilizaciones que se han podido ver en Ámsterdam, Berlín, o Londres, entre otras. ¿Por qué aquí no ha sido así?

Hay quien piensa que esto puede deberse a que los partidos que más suelen llamar a salir a la calle, fundamentalmente Podemos, están ahora en el Gobierno. La explicación sería sencilla, pero pasa por alto que las lógicas de movilización social son hoy mucho más complejas y ya no se fundamentan en las históricas correas de transmisión entre partidos de izquierda y sindicatos u otras organizaciones sociales. Además, hace escasamente unas semanas, esos mismos partidos alentaron movilizaciones el 8 de marzo que, pese a las dificultades, volvieron a ser un éxito.

Por qué no nos movilizamos contra la guerraTambién hay quienes encuentran en la falta de grandes convocatorias contra la guerra una muestra de debilidad de los movimientos sociales. Siendo esto cierto en términos generales, conviene precisar. Pese a que en 2003 partidos, sindicatos, ONG y otras asociaciones sumaron fuerzas junto con las entidades pacifistas para oponerse a la guerra de Irak, el movimiento pacifista ha sido uno de los que menos músculo ha exhibido en los últimos años, y tiene su explicación. En España, el fin del servicio militar obligatorio en 2001 marcó un punto de inflexión en las organizaciones de ese ámbito. Una parte del movimiento se replegó y la otra viró hacia organizaciones de solidaridad internacional, dando por hecho que ya no sería necesario afrontar una guerra en Europa.

No obstante, esta no ha sido la trayectoria de todos los movimientos sociales ni de todas las movilizaciones. Hoy comprobamos que el pulso de la calle permanece vivo tanto en el feminismo como en las movilizaciones que ahora mismo protagonizan sectores productivos y consumidores afectados directamente por el brutal incremento del precio de la energía, la subida de la inflación o la ruptura de la cadena de suministros. Podemos estar, de hecho, en el inicio de un nuevo ciclo de movilizaciones, cumpliendo así la constante histórica que dice que el conflicto vuelve a la calle al terminar duras crisis como las pandemias, en este caso agravada además por la irrupción de la guerra.

¿Qué tienen en común las reivindicaciones del campo, los transportistas y los consumidores que las diferencian del “No a la guerra”? Mientras las primeras plantean problemas anclados en valores materiales, el rechazo ciudadano y cívico a la invasión de Ucrania se asienta sobre valores posmaterialistas, hoy en franco retroceso.

La pérdida de relevancia de estos valores —la paz, la participación, la libertad, la ecología…— responde a un contexto concreto. La guerra nos pilla cansados tras dos años de pandemia que han minado la moral y la economía, y han debilitado profundamente algunas redes como el tejido asociativo. Podría pensarse que esto ha sido así en toda Europa, pero hay diferencias significativas. En el Eurobarómetro de junio de 2021 se preguntó a los encuestados cómo se sentían ante la situación del momento (recordemos: una aparente aproximación al final de la pandemia). La media de Europa dijo que el principal sentimiento era la incertidumbre; también en España. Sin embargo, a la hora de definir una segunda opción había notables diferencias. Mientras la media europea valoraba la esperanza, los españoles colocaban en esa posición una sensación muy distinta: la impotencia. Impotencia que lleva a renunciar a grandes ideales de construcción del futuro, y a concentrarse en reivindicaciones que apelan a cuestiones materiales. Está ocurriendo también en la reacción a la guerra de Ucrania: no hay grandes movilizaciones en la calle, pero las muestras de solidaridad con los refugiados y las donaciones a ONG están batiendo récords.

Finalmente, no podemos dejar de prestar atención a un asunto que pesa todavía con fuerza en una parte del imaginario de la izquierda. El “No a la guerra” no es suficiente para quienes aún sangran por la herida del referéndum de la OTAN. Aunque pueda parecer muy lejano, integrantes de aquellas generaciones —y sus sucesores más jóvenes— todavía lideran un sector de las organizaciones y plataformas que en otros momentos promovieron grandes movilizaciones en contra de aventuras bélicas protagonizadas por Occidente. No es fácil para ellos situarse en el nuevo escenario. El “No a la guerra de Putin” reverbera en sus cabezas como un sordo “Sí a la OTAN” que les sitúa inmediatamente en una posición muy incómoda. Las dudas y los matices impiden que el denominador común que podría unir a unos y otros sirva de línea de convergencia para una gran movilización. En cierta medida, esta actitud repleta de suspicacia, cuando no de abierto rechazo a la OTAN, se refleja en una parte de la población. Según el CIS de marzo, los españoles tienen un grado de acuerdo muy notable, de en torno al 97%, en el envío de ayuda humanitaria, la acogida de personas refugiadas y la presión a Vladímir Putin para que se retire de Ucrania. El porcentaje baja al 89% cuando se pregunta por las sanciones económicas, y al 85% cuando se plantea que Ucrania se incorpore de forma inmediata a la UE. Pero desciende al 70% cuando se pregunta si la OTAN debe “proporcionar a Ucrania material militar, armas o munición para que pueda defenderse” y al 52% cuando se plantea si ante la negativa rusa a retirarse “la OTAN debería intervenir militarmente en ayuda de Ucrania”. Evidentemente, el 70% de apoyo al envío de material militar indica que los sentimientos antiatlantistas que había en una parte significativa de la izquierda en la segunda mitad de la década de los ochenta ya no son tan potentes, pero queda un poso que emerge de forma especial cuando se trata de plantar cara a quienes están al otro lado de lo que fue el Telón de Acero.

Probablemente, la respuesta definitiva a por qué no está habiendo grandes movilizaciones contra la guerra llegará con el tiempo y la perspectiva. Es posible que entonces quede definida una combinación de todos los factores aquí citados, y algunos más. Si tal análisis se confirma, estaríamos ante una imagen de debilidad como sociedad que debería hacernos pensar.

En definitiva, el silencio frente a la barbarie puede encontrar explicación en la pérdida de relevancia de valores posmaterialistas fruto de la inseguridad económica transmutada en impotencia, así como en la falta de reflejos en parte de la izquierda para articular un discurso propio que dé respuesta al escenario actual.

Cristina Monge es profesora de Sociología en la Universidad de Zaragoza e investigadora sobre gobernanza para la transición ecológica.

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