El azar del destino –y la invitación del foro de “jóvenes turcos” del centrismo que allí se reúne- me llevó el miércoles por la noche a sentarme en la misma silla de la misma mesa del reservado del restaurante Arahy en el que pasó Rajoy la tarde entera del jueves 31 de mayo, mientras triunfaba en el Congreso la moción de censura que lo derribó.
Bueno, en la misma silla no. Estaba tan descoyuntada por las ocho horas de tute a la que fue sometida, la pobre, por el tic de pies inquietos del finado, que parecía una mecedora al borde del colapso. Tuve que pedir su reemplazo, no fuera a ser que rodara por el suelo y, en medio del jolgorio, aquella terminara siendo la última silla trampa de Rajoy.
El reservado de autos es un comedor cuadrado de paredes enteladas, espejos y gruesas cortinas de color azul verdoso, en torno a una única mesa circular, al que se accede atravesando la cocina del antiguo Club 31, en la que hoy reina el, siempre cordial y exuberante, chef de origen cubano José Raimundo Ynglada Mundy.
Para completar la coincidencia, los camareros de este miércoles fueron los mismos que atendieron “al gallego y su cuadrilla” –Soraya, Cospedal, Montoro, Dolors Montserrat, Iñigo de la Serna Martínez Castro…- durante ese ágape postrero, equivalente a la despedida de los "girondinos" antes de subir al cadalso.
Pues bien, al cabo de un severo interrogatorio, estoy en condiciones de desmentir tres de las fake news, elevadas ya a categoría de leyenda urbana, sobre los estertores de su poder: ni bebieron más de la cuenta, ni fumaron puro o cigarrillo alguno, ni siguieron lo que ocurría en el Congreso por ninguna pantalla de plasma.
Estas precisiones tenderían a absolver a Rajoy de sus últimos pecados de absentismo estaférmico, si no debiera acompañarlas de un descubrimiento que empeora con creces todo lo relatado. Apenas había empezado nuestra cena, uno de esos camareros entró a comunicarnos que España había marcado su trabajoso gol contra Irán. ¡Vaya por Dios, ya era hora!
Me pareció raro que no hubiera sonado antes el aviso característico del servicio de alertas de EL ESPAÑOL y eché mano, primero de la tableta y luego del móvil, para saber los detalles. Entonces vi que, en ambos casos, aparecía el rótulo de “Sin servicio”. Los demás comensales lo aclararon entre risas: allí no había cobertura y cualquier asiduo lo sabía.
Todavía no me he repuesto del shock. Rajoy pasó las horas decisivas en las que se moldeaba el desenlace que marcará para siempre su biografía política, no sólo fuera del hemiciclo, no sólo fuera del Congreso de los Diputados, sino fuera del planeta Tierra. O al menos fuera de la sociedad de la información. Es decir, en el único lugar en varias millas a la redonda en el que no había conectividad.
¿Y si el PNV o alguno de los otros grupos que apoyaban la moción hubiera cambiado de opinión? ¿Y si Pedro Sánchez hubiera ofrecido expresamente apoyar a otro candidato aceptable para el PP, a cambio de la dimisión de Rajoy? ¿Y si en el transcurso del debate se le hubiera atribuido algo que el más elemental decoro impidiera dejar sin respuesta inmediata?
Sí, puede alegarse que "un propio", "un motorista", "un ciclista" o incluso una paloma volandera -por utilizar cualquiera de las variantes más añejas de la mensajería- podría haberse acercado desde la Carrera de San Jerónimo a dar el aviso en cuestión de minutos. Pero esa concesión de un tiempo precioso en un momento decisivo, esa renuncia a las ventajas de la tecnología, ese situarse de espaldas a la realidad, lo dice todo del don Tancredo que ha dejado a España y al Partido Popular sumidos en su actual marasmo.
Aunque sólo fuera por su valor simbólico, ninguna de las personas que compartieron esa mesa redonda del corte de mangas al proceso democrático, debería poder representar la regeneración del PP. El itinerario final de Rajoy tiene una oprobiosa coherencia: del "Ya sabemos cómo son estas cosas de las votaciones.."., espetado desde la tribuna de oradores, al "Ahí os las den todas, que yo me voy a forrarme a Santa Pola.."., como subtexto de la despedida en Génova.
Desde la huida del primer presidente de la República, Estanislao Figueras en 1873 a París, tras su célebre "Estoy hasta los cojones de todos nosotros", no se había presenciado una espantada similar en la vida pública española. Una vez perdida la plaza de estafermo en el remedo de torneo medieval de la política, el cesante salía por piernas sin importarle lo más mínimo la suerte o conveniencia de los suyos.
¿Qué representan Soraya y Cospedal sino el haz y el envés de ese mismo desalmado egoísmo inmovilista, proyectado hacia fuera o hacia dentro de la organización? La una ofrece recuperar el poder cuanto antes, en base a presentar su notoriedad como sucedáneo de popularidad, pero no hace la menor autocrítica de lo ocurrido hasta ahora en la Moncloa. La otra se jacta de haber "dado la cara por el partido", refiriéndose tanto a su conflicto con Bárcenas como a sus enfrentamientos con los antagonistas del PP, pero no hace la menor autocrítica de lo ocurrido hasta ahora en Génova.
Las dos arrastran graves rémoras en su gestión: Soraya ha sido la responsable directa de la catástrofe catalana en todas sus fases; Cospedal todavía tiene que explicar lo del “finiquito en diferido” del tesorero y la propia presencia de su nombre en los papeles de Bárcenas, como receptora de sobresueldos. Sobre una y otra pesan además sospechas de tráfico de influencias y nepotismo por vía conyugal. Por no hablar de la utilización del CNI o del aparato del partido al servicio de sus fines personales.
Tanto la una como la otra encarnarían la continuidad del marianismo, con el agravante de que aportarían un elemento de fractura a un partido abierto en canal: con la una vencedora y la otra vencida, el Congreso del tercer fin de semana de julio no supondría el final de la crisis, sino el relanzamiento de su incontinente guerra fratricida. Nadie que las conozca las imagina integradas en un team of rivals como el que Bono terminó formando con Zapatero, a imagen y semejanza del de Hillary y Obama. Máxime si, como parece, Soraya es la preferida de la militancia que votará en primera vuelta y Cospedal pudiera lograr que cambiaran las tornas entre los compromisarios –mucho más controlables por el aparato- que decidirán a la postre.
Feijóo era el candidato perfecto para una situación como esta, pues podía representar a la vez la renovación y la experiencia, el carisma político y la capacidad de gestión. Muchos recordamos aún la buena labor que realizó en los albores de su carrera, al frente de dos entes tan complejos como el Insalud de antes de las transferencias sanitarias a las autonomías y el Correos de antes de la era de Internet. Sus tres mayorías absolutas en tiempos muy difíciles en Galicia acreditan su tirón electoral y, si bien es verdad que nunca ha plantado frontalmente cara a los errores y omisiones de la era Rajoy, siempre marcó sutilmente las distancias desde posiciones de mayor exigencia democrática.
Su paso atrás ha dejado un súbito vacío, acrecentado por el halo de misterio que ha rodeado su decisión. Tras el asesinato en prime time de Cristina Cifuentes, con un vídeo guardado ilegalmente durante años en un cajón, cunde la idea de que lo que ocurre sobre el escenario se maneja desde las cloacas del teatro. Feijóo ha tenido, por cierto, múltiples oportunidades de desmentir las versiones que vinculan a Soraya con la difusión de sus famosas imágenes con un antiguo narco y nunca lo ha hecho.
En este contexto, la campaña de determinados medios intentando retirar de la pugna a Pablo Casado porque a él también medio le regalaron tres cuartos de máster, en la charcutería universitaria del trujimán Alvárez Conde, casi se ha convertido en un elemento de promoción de su candidatura. Algo tendrá este chico cuando quieren sacarle de la carrera con tanto ahínco como escaso motivo.
Es verdad que la jueza que instruye el caso les ha proporcionado munición, al dirigirse al Congreso para constatar su condición de aforado. Pero por más vueltas que le doy, no encuentro por dónde podría empitonarle pues, de haber existido falsedad, sería de ese centro universitario que –como ha descubierto con regocijo el gallardonista Pedro Calvo- expedía hasta sobresalientes en exámenes fantasma, con tal de cobrar la matrícula. Y plantear un cohecho impropio, como en el caso de los trajes de Camps, cuando el beneficiario era un desconocido diputado autonómico, sería pasarse de castaño oscuro.
No es que Pablo Casado sea la última Coca Cola del desierto, pero es percibido como el más decente de los aspirantes que cuentan en la lucha por el liderazgo del PP. Ha ejercido de portavoz del partido con lealtad a sus jefes, pero nunca participó en ninguna campaña de descalificación o juego sucio contra sus adversarios. Si Maíllo era el “poli malo” –y tampoco en este caso engañaban las apariencias-, Casado ejercía con naturalidad de “poli bueno”, manteniendo una relación cordial con todo el mundo, medios hostiles incluidos.
Y no es un sin sustancia al uso. Mientras Soraya y Cospedal representan legítimas ambiciones de poder, Casado se abraza a la ideología liberal que, desde una óptica conservadora, le inculcaron sus mentores Aznar y Esperanza Aguirre. Si de lo que se trata es de recuperar al PP para el empeño regeneracionista que mantuvo durante la década de los 90, he aquí al hombre.
El sondeo que publicamos este domingo, indica que la sorpresa que supondría su victoria está aún lejos de producirse. Soraya gana, de momento, por goleada, como opción continuista fácilmente reconocible, tras sus miles de horas ejerciendo como portavoz en la tele; pero el hecho de que Casado esté ya por delante de Cospedal, tanto entre los votantes del PP como entre los de Ciudadanos, indica que podría pasar a la segunda vuelta y entonces cabría esperar el vuelco.
Los precedentes de Zapatero y Pedro Sánchez flotan en el ambiente, pero pocos recuerdan que fue Borrell quien, hace exactamente 20 años, abrió la senda del triunfo del underdog en unas primarias. Sería exótico y apasionante que, por primera vez desde aquella década prodigiosa, la nueva política se abriera camino en el más avejentado de nuestros partidos. “¿Por qué no Borrell?”, titulé entonces la Carta del Director equivalente a esta. “¿Por qué no Pablo Casado?”, pregunto ahora, a sabiendas de que puedo perjudicarle a corto plazo, pero dar sentido a su empeño cuando exista una perspectiva semejante.
Pedro J. Ramírez, director de El Español.