Por qué no protestamos contra esta guerra en Ucrania

Si echamos un vistazo rápido a la información, una mañana cualquiera, podemos encontrar un ensayo de ataque nuclear masivo de Putin, un podcast sobre el uso del frío com arma de guerra contra la población ucrania o las imágenes del último bombardeo programado en áreas civiles antes de darle el primer sorbo al café. La antes impensable “amenaza nuclear” se ha convertido en un fantasma cotidiano. El mundo se desmorona ante nuestros ojos y el agujero negro de la guerra es más grande cada día. Pero, por alguna extraña razón, mientras todo esto sucede, no protestamos. Y yo me pregunto ¿Dónde están las manifestaciones? ¿Por qué no hemos tomado las calles contra esta guerra? ¿Qué significa el peligroso silencio que recorre el mundo?

Habrá quien diga que esta guerra es muy compleja, que manifestarnos no cambiará las cosas y que el rechazo es rotundo aunque sea invisible. Pero no es verdad. En realidad, la eficacia de la protesta nunca ha precisado de una correspondencia directa con el cambio y esta guerra transcurre, inexplicablemente, con la impunidad que le añade nuestro silencio. Aunque no siempre hemos sido así. Recordarán aquellos “Fridays for future” en los que el mundo entero siguió las trenzas de Greta Thumberg. Aquellos viernes no pensamos que nuestros gritos pudieran detener la crisis climática, pero eso no frenó nuestra denuncia sino que la hizo más urgente. Igual que cuando protestamos contra la guerra de Irak, hace ya casi veinte años. Entonces fuimos millones los ciudadanos que gritamos en todo el mundo (Paris, Nueva York, Sevilla, Madrid…) aquel rotundo “No a la guerra”. Entonces tampoco tuvimos el poder de detener el horror, pero eso no frenó la determinación de la protesta. Como todas las veces que dijimos no a la violencia de ETA, incluida aquella tarde de julio en que millones de españoles nos echamos a las calles en clamoroso silencio. Llevábamos carteles que decían “Miguel Ángel, te esperamos” y un nudo en la garganta que temía lo peor. Y lo peor sucedió. Pero el horror tuvo que avanzar con el peso de nuestra condena. Y soportarla.

Por el contrario, ahora no pasa nada, no hay manifestaciones ni unidad ni denuncia ni lazos solidarios en las solapas o los balcones. Así que, como no me logro explicar qué nos está pasando, vuelvo a John Berger para recobrar el sentido de la protesta. Entones, al releerlo, me parece aún más grave que Putin pueda avanzar sin el aliento de la denuncia ciudadana en su nuca. “Protestar es negarse a que te reduzcan a cero y a un silencio impuesto. Por consiguiente, en el momento en el que se hace una protesta, si se llega a hacer, ya hay una pequeña victoria. El momento, aunque pase, como pasan todos los momentos, adquiere cierta permanencia. Pasa. Pero queda impreso. Una protesta no es principalmente un sacrificio hecho en aras de cierto futuro alternativo, más justo; una protesta constituye una redención inconsecuente, insignificante, de algo presente”. La cita es de “El cuaderno de Bento” y sí, cuando uno llega a Berger lo único que quisiera hacer es seguir leyéndolo. Se lo aconsejo.

El problema de no hacer nada no es pues que las cosas no vayan a cambiar sino el reflejo que proyectamos en nosotros mismos y ante los otros. Cómo puedo no hacer nada, cómo pueden los ciudadanos ucranios no estar recibiendo imágenes del mundo entero condenando la invasión. Cómo puede el pueblo ruso no escuchar el grito unánime del mundo contra Putin, que no contra Rusia. Qué idea van a tener nuestros hijos de nosotros si les hacemos convivir con una guerra y no les damos ninguna herramienta para denunciarla. Más concretamente, qué estarán pensando mis hijas de mí cuando saben que hay una guerra y que su madre no está haciendo absolutamente nada para remediarla. Su madre, la misma que les invitó a salvar el planeta con Greta, la de las pancartas en las ventanas con el “Todo va a salir bien” del confinamiento, la de todos los ochos de marzo, la que les asegura que ellas tienen el poder de hacer del mundo un lugar mejor. Y de nuevo pregunto. ¿Cómo pueden nuestros niños saber que vivimos bajo la amenaza nuclear y que los mayores no hacemos nada? O peor. Sí que hacemos: celebramos Halloween y negamos el horror, cambiamos de canal, miramos para otro lado. Y eso es mucho peor que no hacer nada. Total, hay que vivir, hay que seguir. Y en eso estamos todos de acuerdo, en que la vida sigue. Mi pregunta es por qué hemos de hacerla seguir sin dignidad. ¿Qué es lo que enseño a mis hijas si resulta que estoy contra la guerra pero no hago nada? Lo que les estoy enseñando es que en nuestra democracia la acción ya no está relacionada con el pensamiento. Que pensar o decir las cosas no tiene ninguna consecuencia real.

Hasta qué punto se puede confiar en una persona, grupo o sociedad que tiene ideas pero que no hace nada con ellas. La respuesta es la más dura de todas. Porque un mundo en el que no se hace nada con lo que se sabe es un mundo en extinción. La guerra se para desde el testimonio permanente de la protesta. Y, como mínimo, la guerra no puede seguir avanzando sin esa protesta. Porque cuando aceptamos que nuestra democracia no hace nada con lo que sabe, entonces llega un momento en que la mayoría elige no saber. Total ¿para qué? Seguro que ya tienen amigos o parientes cercanos que eligen no informarse, vivir al margen, ir a lo suyo “sin hacer daño a nadie”. Como si elegir no saber fuera un acto inocente, cuando en realidad es un peligro fascista y populista. Elegir no saber es lo que hace impune a Putin y lo que vuelve la guerra aún más injusta. Como si la barbarie pudiera permitirse el lujo de no rendir cuentas a la verdad y a la justicia.

En fin. Ojalá lea esto alguien capaz de provocar el cambio, de encender la primera chispa de una protesta que enciende el corazón de millones. Ojalá dejemos de aceptarlo todo. Mientras tanto, el discurso antibelicista más encendido que he escuchado últimamente ha sido en el último episodio de “La casa del dragón”, la precuela Juego de Tronos. Como si en la vida real no viéramos ya los dragones, ni siquiera cuando nos consumen sus llamas.

Nuria Labari es periodista y escritora.

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