¿Por qué no Rochester?

El ascenso de las megaciudades como centros de una intensa creación de empleos es una de las características definitorias de la economía global del siglo veintiuno. Pero no siempre es un elemento positivo.

En el mundo en desarrollo, con todo lo grandes que puedan ser los retos (por ejemplo, la gran Nueva Delhi ha ido absorbiendo 700.000 nuevos habitantes por año), la urbanización sigue siendo la mejor esperanza para aliviar la pobreza. Pero en las economías avanzadas, muy adelante en la llamada curva del desarrollo de Lewis, es mucho menos evidente que concentrar las oportunidades económicas en ciudades cada vez más grandes sea el único camino, o siquiera el correcto.

Son bien conocidas las razones por las que megalópolis como Nueva York, San Francisco y Londres se han vuelto cada vez más dominantes en lo económico. Las grandes ciudades que ofrecen una amplia variedad de empleos interesantes, atracciones culturales y vida nocturna ejercen una gran atracción sobre los trabajadores jóvenes y sin vínculos. Y la combinación de grandes masas de trabajadores y firmas altamente especializados produce efectos de red y aglomeración difíciles de igualar en las ciudades más pequeñas, en particular en sectores como la tecnología, la biotecnología y las finanzas.

Sin embargo, también hay desventajas, particularmente los altos costes de vida (en especial, los de vivienda) y los enormes tiempos perdidos en congestiones de tráfico. Aunque los arquitectos y planificadores urbanos contantemente ofrecen nuevas e imaginativas ideas para las grandes ciudades, cada vez es más difícil dar respuesta a las serias limitaciones de la infraestructura física. Mientras tanto, muchas ciudades pequeñas y medianas se esfuerzan por mantener el dinamismo económico. Rochester, Nueva York, donde crecí, se menciona de manera destacada como uno de los muchos ejemplos en el muy interesante libro, de reciente publicación, Jump-Starting America, de los economistas del MIT Jonathan Gruber y Simon Johnson.

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Rochester era una de las ciudades más ricas de Estados Unidos. En ella tenían sus sedes Eastman Kodak, Xerox, y Bausch and Lomb, lo que la convertía en un mini Silicon Valley. Lamentablemente la competencia global (particularmente la japonesa) la afectó primero, y después la innovación tecnológica le dio el golpe de gracia: las cámaras digitales en el caso de Kodak, las fotocopiadoras y piezas modulares de reemplazo en el caso de Xerox. Hoy la población del área metropolitana de Rochester alcanza a casi el 1,1 millón de personas, creciendo apenas marginalmente desde 1990, y la ciudad misma se ha reducido a 200.000 desde un punto álgido de 300.000 habitantes.

Aunque alberga grandes universidades, un hospital de clase mundial y una orquesta filarmónica de fama nacional, Rochester lucha por competir con las ciudades grandes de la Costa Este por industrias dinámicas que generen empleos, y cada vez más carece de los recursos que le permitan abordar los problemas urbanos. Por ejemplo, la East High School (de la que fui alumno) ha tenido problemas en los últimos años solo para mantenerse abierta. En general, muchas ciudades de tamaño pequeño y mediano se encuentran abandonadas por los profesionales jóvenes y deben prestar servicios a poblaciones mayores, con ingresos tributarios insuficientes.

¿Qué pueden hacer las autoridades para hacer que estas ciudades sean más atractivas, tanto para fomentar el crecimiento como para reducir la presión demográfica en las megaciudades? Gruber y Johnson sugieren, entre otras cosas, ubicar nuevos centros de investigación básica financiados por el estado en ciudades medianas, sirviendo así como puntos de atracción de talentos y ejes de desarrollo localizado. Jim O’Neill ha argumentado a favor de crear motores económicos regionales en el Reino Unido mediante la construcción de enlaces de transporte de alta velocidad entre ciudades medianas vecinas, como se ha hecho en China.

A estas ideas yo añadiría un mejor cumplimiento de las políticas antimonopolio. Tal como están las cosas hoy, cuando lleguen el próximo George Eastman (fundador de Eastman Kodak) o Joseph Wilson (fundador de Xerox), es muy probable que alguna empresa que domine el mercado los persuada u obligue (o alguna combinación de ambas) a mudarse a un eje tecnológico ya establecido, con lo que Rochester recibiría muchos menos beneficios secundarios de lo que podría. Una ventaja del enfoque antimonopolio es que el gobierno no elegiría ganadores y perdedores, sino simplemente se aseguraría de que no gane siempre la misma región.

Un segundo paso adicional sería invertir dinero público en la creación de recursos educativos de alta calidad en línea, en particular materiales técnicos de todo tipo. Sin duda este es un enfoque mucho mejor y más abierto al futuro que invertir en universidad gratuita para todos, al reconocer que la educación y la reeducación en el siglo veintiuno es un tema que se debe cultivar toda la vida. Un aspecto importante sería proveer internet básica gratuita y universal (como los académicos del derecho Ganesh Sitaraman y Anne Alstott proponen en su interesante nuevo libro The Public Option).

Tal vez el fenómeno de las megaciudades “que lo ganan todo” no persista. Después de todo, hasta cerca de 1980 la tendencia había seguido la dirección opuesta, pudiéndose datar en el origen de la producción en masa de automóviles, que ayudó a impulsar el crecimiento en áreas metropolitanas de menor tamaño. Por supuesto, todo eso se interrumpió con el ascenso de los ordenadores personales y la internet. En algún momento surgirá un invento o un nuevo modelo de negocios que ayude a hacer realidad de manera más plena la promesa del teletrabajo, quizás integrando mejor y de modo más continuo a los trabajadores remotos con la oficina central. Y tal vez el calentamiento global eleve los costes en las ciudades cercanas al mar y tempere los inviernos de Rochester.

El ascenso de las megaciudades modernas merece muchos elogios. Pero, si persiste la tendencia, será necesaria una mayor innovación pública y privada para lograr un mejor equilibrio del crecimiento regional. Y esa necesidad de respuesta a los retos del desarrollo no se limita a las economías emergentes.

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. The co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly, his new book, The Curse of Cash, was released in August 2016. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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