Por qué no soy independentista

Desde que el president Mas decidió convocar elecciones, ha habido mucho debate sobre las consecuencias de la posible independencia de Catalunya. Lees el periódico, escuchas la radio, miras la televisión y, sin querer, te ves involucrado en debates sobre el tema. Es imposible ausentarse de la discusión.

Aquellos que están a favor de la independencia repiten dos argumentos. Uno sentimental. Hay catalanes (y defino catalán como aquel que vive o trabaja en Catalunya) que no se sienten españoles. Punto final. Por su componente sentimental, este argumento es irrebatible. Alguien se siente español o no se siente, y si no se siente, es entendible que demande una Catalunya independiente. Aunque ahora no vivo ni trabajo en Catalunya, nací en Terrassa y me siento tan catalán como español, por lo que este argumento, aunque lo respeto profundamente, no lo comparto.

De todas formas, eso no sería un problema para los defensores de la independencia, porque la mayoría utiliza el otro argumento, el económico. La tesis económica tiene varias vertientes. Por un lado, están los que denuncian una transferencia excesiva de “impuestos catalanes” al resto de España. Aunque como argumentan Ángel de la Fuente y Sevi Rodríguez Mora, los números no son tan optimistas como algunos sostienen, es verdad que el contribuyente catalán transfiere muchos recursos al resto de España. Pero me gustaría recordar que son las personas, y no los territorios, los que pagan impuestos y hacen transferencias. Los ciudadanos de Matadepera transfieren los mismos recursos a un pueblo extremeño como a un barrio pobre de la vecina Sabadell. La primera transferencia parece molestar mucho más que la segunda y no puedo evitar ver los tentáculos del argumento sentimental en esta asimetría de trato.

La segunda vertiente tiene su máximo exponente en un artículo de uno de los economistas catalanes más influyentes. Jordi Galí argumenta que la independencia daría la posibilidad de diseñar una “nueva” economía catalana, moderna y eficiente. Si creyese que eso es probable, me uniría a la corriente independentista, a pesar de no compartir el argumento sentimental. Pero no lo creo. En diversas ocasiones, los partidos catalanes han tenido la oportunidad de influir en el diseño de la política económica española, y desarrollar instituciones y leyes como las que Jordi Galí reivindica, sin efectos significantes. Además, los casos de corrupción e inoperancia política en Catalunya son del mismo estilo que los que observo en el resto de España. Esto me lleva a pensar que la clase política catalana no es mejor que la española y que el argumento no se sostiene porque deberían ser esos políticos tan españolizados en sus malas costumbres los que diseñasen y desarrollasen tales instituciones y leyes. Sólo aquellos que crean que los “nuevos” políticos catalanes, liberados de mala influencia española, serán capaces de desarrollar los puntos del artículo de Jordi pueden defender esta segunda vertiente. Yo no veo mucha diferencia entre los políticos de “aquí” y los de “allí” y tampoco creo que haya muchas divergencias entre sus políticas. Como antes, veo la influencia del argumento sentimental en aquellos que se aferran a esta esperanza.

Y claro, luego están los, a menudo, olvidados argumentos en contra de la independencia. En primer lugar, como advirtió José Manuel Lara, en caso de independencia habría un éxodo de empresas hacia Madrid u otras capitales europeas. Es verdad que no podemos saber la cuantía, pero lo habría. En segundo lugar, no está claro que una Catalunya independiente pudiese pertenecer a la Unión Europea desde un principio. Esto haría aumentar los aranceles y bajar los salarios para mantener la competitividad, con el consiguiente coste en el bienestar de los catalanes.

Tampoco los bancos catalanes (aunque siguiésemos usando el euro) podrían financiarse a expensas del BCE, con el resultante incremento en los costes de financiación de las empresas y hogares catalanes. Tercero, la Generalitat está teniendo problemas para financiarse en los mercados internacionales. No creo que una Catalunya independiente, aun libre de la carga de financiar al resto de España, lo tuviese más fácil. No es factible construir un nuevo Estado sin acceso a los mercados. Creo que el conveniente olvido de estos argumentos económicos en contra de la independencia está también influenciado por el poderoso argumento sentimental.

Por eso no soy independentista. Sin embargo, eso no impide que crea que el sistema de financiación autonómico es injusto con los catalanes. Lo es, pero no porque sean catalanes, sino porque son ricos. Es igual de injusto con los madrileños. Los sistemas tributarios occidentales redistribuyen desde las rentas altas a las bajas. Los saldos fiscales recientemente publicados indican que en España esas transferencias son enormes y eso suele asociarse con sistemas tributarios muy ineficientes. Pero la solución a un sistema de financiación ineficiente e injusto no es la independencia. Detrás de las tesis económicas favorables y el ventajoso olvido de las desfavorables, se esconde el intenso argumento sentimental. Y mientras que pienso que el argumento de la independencia por razones económicas es indefendible, el sentimental es incontestable. Pero no los mezclemos, por favor.

Juan Francisco Rubio Ramírez, catedrático de Economía de la Universidad de Duke, Carolina del Norte (EE.UU.)

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