Por qué no soy progresista

Durante toda mi vida adulta me he identificado como progresista. Ser progresista significaba, para mí, creer en el empoderamiento. En 2002, cuando cofundé una organización ambientalista para defender las energías renovables, el símbolo que escogimos para representarnos fue Rosie, la remachadora, la imagen de una trabajadora industrial de la Segunda Guerra Mundial que presume de bíceps sobre las palabras “¡Podemos hacerlo!”. Cuando Barack Obama arrancó su campaña presidencial en 2008, pareció seguir la misma línea con su eslogan ¡Yes, We Can! (“¡Sí, podemos!”).

Pero hoy, la respuesta que envían los progresistas a la mayor parte de los problemas cotidianos es “no, no puedes”.

Dicen los progresistas que los países pobres como Bangladés no pueden adaptarse al cambio climático enriqueciéndose. Al contrario: los países ricos deben ser más pobres.

Tampoco podemos prevenir el asombroso incremento de muertes por consumo de drogas en Estados Unidos, que han pasado de 17.000 en 2000 a 93.000 en 2020, ayudando a la gente a librarse de su adicción. Más bien debemos crear narcosalas en barrios pobres para que los adictos sintecho puedan consumir fentanilo, heroína y metanfetaminas de forma segura.

Los progresistas insisten en que están ofreciendo esperanza. Muchos científicos y activistas han dicho que, si bien hemos alcanzado el punto de no retorno con el cambio climático (“nadie está a salvo” dicen), podemos hacer que la situación sea algo mejor fomentando el uso de paneles solares, de molinos de viento y de coches eléctricos, a pesar de su alto coste para la economía.

En California, los líderes progresistas dicen que hay que ceñirse al programa de narcosalas (llamadas Espacios de Inyección Segura y Dormitorios Seguros) hasta que sea posible construir apartamentos unipersonales para cada uno de los 116.000 sintecho del estado. Sintecho que, en su mayoría, están enganchados a drogas duras o que sufren alguna enfermedad mental, cuando no ambas cosas a la vez, sin recibir tratamiento.

Los progresistas están diciendo una cosa y su contraria. Hace poco debatí con el climatólogo británico Richard Betts en televisión. Después de que yo señalara que tanto él como sus colegas son culpables de que uno de cada cuatro niños británicos tenga pesadillas con el cambio climático, Betts insistió en que él era optimista y que estaba de acuerdo conmigo sobre la idoneidad de la energía nuclear.

Pero, pocas horas más tarde, Betts declaró al diario The Guardian que estamos “desesperanzadoramente poco preparados” para los eventos climáticos extremos que están por llegar, a pesar de que las muertes derivadas de desastres naturales nunca han sido tan escasas y a pesar de que la humanidad jamás ha estado tan preparada como ahora para afrontarlos.

Sobre la crisis de muertes provocadas por el consumo de drogas, el consenso entre los demócratas en Sacramento es que “el problema es fundamentalmente irresoluble”. Eso dice uno de los grupos de presión más fuertes del Capitolio. Cuando algunos le recordaron que el problema está creciendo, el gobernador Gavin Newsom intentó demostrar que tiene la solución. Newsom vino a Berkeley (California) y limpió la basura acumulada en un terreno ocupado por drogadictos bajo una carretera (un campamento de vagabundos). Un periodista de Político compartió un vídeo de Newsom y dijo que se le podía ver “cansado, sudoroso y mugriento”.

Pero otro periodista apuntó que las imágenes se grabaron a las 12:12 del mediodía y que a las 12:25 Newsom ya estaba respondiendo preguntas de la prensa. El gobernador ni siquiera se molestó en cambiarse sus zapatos Hush Puppies por unas botas de trabajo. Fuentes cercanas a Newsom dicen que el propio gobernador considera que el problema de los sintecho no tiene solución.

El motivo por el que los progresistas creen que “nadie está a salvo” del cambio climático y que la crisis de los drogadictos sintecho es irremediable es que están en manos de una ideología de la victimización que se caracteriza por la seguridad, la indefensión aprendida y el desempoderamiento.

No es una novedad. Desde los años 60, la Nueva Izquierda ha argumentado que no podrá resolver ninguno de nuestros grandes problemas hasta que se superen el racismo, el machismo y el capitalismo. Durante la mayor parte de mi vida, hasta la elección de Barack Obama, existió un New Deal, un “sí, se puede” y un optimismo que se oponía a la energía desempoderadora de la Nueva Izquierda. Pero eso se ha evaporado.

Respecto al cambio climático, la crisis de las drogas y el racismo, el mensaje progresista es que estaremos condenados a menos que desmantelemos las instituciones responsables de nuestro sistema opresivo y racista. A todos aquellos que crecimos con la convicción de que el racismo podía superarse, nos dicen sin ambages que estamos equivocados. Que el racismo está en nuestro ADN. Hasta las propuestas progresistas aparentemente positivas se centran en el desmantelamiento de las instituciones democráticas.

El gasto de un billón de dólares en infraestructuras impulsado por los políticos demócratas con el apoyo de una mayoría de republicanos y la inyección presupuestada de 3,5 billones de dólares más incluyen medidas que financiarán la degradación de nuestro tejido eléctrico mediante el incremento de las energías renovables. Energías que son poco fiables, que dependen del clima y que establecerán incentivos raciales en los negocios, incluyendo el transporte, donde ya andan cortos de camioneros. En parte, porque muchos de ellos no pasan los test antidroga.

¿Alguien cree que, si estas medidas salen adelante, los progresistas abandonarán su visión negra del futuro para recuperar a Rosie, la remachadora?

Mientras tanto, a nivel estatal y local, los gobiernos progresistas que afrontan el empeoramiento de las desigualdades raciales en el terreno educativo y el criminal tratan de resolver el problema eliminando requisitos académicos y abogando por una interpretación de la ley que discrimina según quien cometa el delito. Son medidas profundamente cínicas. Los progresistas han renunciado a abordar las desigualdades raciales por la vía de ignorarlas. Es el resultado natural de una ideología de la victimización que asume que las víctimas son seres moralmente superiores, cuando no seres de luz, y que el cambio no llegará hasta que caiga un sistema capaz de producir víctimas y opresores.

A muchos les resultará familiar. Tras la Segunda Guerra Mundial, fueron los progresistas, y no los conservadores, quienes abanderaron el reemplazo de los psiquiátricos por centros de cuidado mental comunitarios. Cuando este sistema fracasó, y muchos enfermos mentales graves acabaron en la calle, adictos a las drogas y el alcohol, los progresistas responsabilizaron a Ronald Reagan y los republicanos por recortar el presupuesto. Pero California, progresista, invierte mucho más que cualquier otro estado en salud mental y, sin embargo, el número de sintecho, muchos de ellos enfermos y adictos, ha aumentado un 30% desde 2010. Mientras, la cifra ha descendido un 18% en el resto del país.

También fueron los progresistas, y no los conservadores, los que tras la Segunda Guerra Mundial insistieron en que el mundo se encaminaba hacia el abismo porque nacían demasiados niños y por la existencia de la energía nuclear. Según ellos, la bomba poblacional provocaría escasez y esta desencadenaría conflictos internacionales. Llegado el momento, habría una guerra nuclear.

No fuimos capaces de evitar la situación con el cambio tecnológico y, por el contrario, intimidamos a la gente para que no tuviera hijos y liberamos al mundo de la energía y el armamento nuclear. Fue necesario el fin de la Guerra Fría y la evidencia de que los padres de los países pobres escogían tener menos hijos, como ya había sucedido en los países ricos, cuando no les necesitaban como mano de obra en el campo, para que ese discurso se desvaneciera.

La premonición del apocalipsis fue cobrando más y más presencia. Cuando se hizo evidente que el planeta se estaba calentando y no enfriando (como muchos científicos temían), la Nueva Izquierda progresista y oportunista insistió en que eso provocaría el fin del mundo, aunque nunca hubo demasiadas razones para pensarlo. Una gran investigación de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina en 1982 concluyó que la abundancia de gas natural, junto con la energía nuclear, permitirían desplazar el carbón y nos protegerían de un aumento de las temperaturas que amenazara nuestra supervivencia. Los progresistas respondieron con la demonización de los autores del estudio y remarcaron que todos aquellos que remaran a la contra de la teoría del apocalipsis climático estaban compinchados en secreto con la industria de los combustibles fósiles.

Allí donde ha habido soluciones relativamente sencillas para los problemas sociales, los progresistas se han opuesto a ellas.

Los progresistas llevan rechazando el gas natural y la energía nuclear desde los años 70, pese a que ambos han permitido la reducción de emisiones en Alemania, Reino Unido y Francia durante la última década.

Los activistas climáticos se han opuesto durante los últimos 15 años al fracking, a pesar de que este es la causa principal de la caída de un 22% de las emisiones entre 2005 y 2002, un 5% más de lo prometido por Barack Obama para Estados Unidos en los Acuerdos de París.

La historia se repite con las adicciones, las muertes y la miseria provocadas por las drogas. La gente se suele quedar en shock cuando explico que el motivo por el cual hay tan pocos refugios para los sintecho en California es que los progresistas se resistieron a ello. De hecho, fue el gobernador Newsom, como alcalde de San Francisco, quien abanderó el rechazo a esos refugios en beneficio de la concesión de pisos a todo aquel que lo deseara. Si bien existen intereses económicos en la medida, la explicación principal es ideológica. Newsom y otros progresistas creen que dar cobijo a las personas es inmoral. Lo bueno es enemigo de lo mejor.

Los progresistas han alimentado el apocalipsis que temían. En California, hay campamentos de sintecho y drogadictos en los parques, las aceras y los márgenes de las carreteras. Pero el problema no se limita a San Francisco. Hace unos días, alguien compartió un vídeo y una foto en Twitter donde se veía a gente consumida por la droga en Filadelfia en una escena que evocaba los zombis de Hollywood. La solución obvia sería cobijar a esa gente en un refugio y proporcionarle tratamiento psiquiátrico y de desintoxicación a aquellos que incumplan la ley acampando en la calle, o defecando, o drogándose en espacios públicos. Pero los progresistas insisten en que las narcosalas son la mejor solución.

¿Deberíamos estar sorprendidos de que una ideología que considera que la civilización americana es fundamentalmente maligna haya provocado la decadencia de esa misma civilización? La mayor parte de los progresistas desprecian esta ideología radical. La mayor parte de esos progresistas quiere que haya policías en sus barrios. La mayor parte de esos progresistas quiere que sus propios hijos, si padecen una enfermedad mental y caen en una adicción, reciban cuidados. Y la mayor parte de esos progresistas quiere tener un sistema de suministro de agua y luz fiable en sus vecindarios.

Pero la mayor parte de los progresistas está votando, a su vez, a candidatos que recortan las políticas que benefician a los barrios más pobres y que insisten en que los tratamientos psiquiátricos y de desintoxicación son opcionales. Políticos que están invirtiendo billones de dólares para producir energía más cara con el objetivo de estar en armonía con la naturaleza, sin reparar en que hay esclavos musulmanes tras la fabricación de paneles solares en China o proyectos eólicos levantados en el hábitat de ballenas en peligro de extinción.

¿Me convierte esta denuncia en un conservador? Apoyo muchas cosas que, desde el punto de vista progresista, son conservadoras. Por ejemplo, la energía nuclear, la prohibición de acampar en los espacios públicos y el tratamiento obligatorio de los drogadictos que infringen la ley. Pero hay otras ideas que defiendo y que pueden ser comprendidas como liberales, e incluso progresistas, como un servicio de salud mental universal, la creación de refugios para quien lo necesite, una reforma policial que permita rebajar la ratio de homicidios y la violencia policial, y la mejora de los tratamientos para aquellas personas con problemas mentales o de adicción.

También existe una ideología de la victimización en la derecha. Esta sostiene que Estados Unidos es tan débil y pobre, y sus recursos tan escasos, que somos incapaces de abordar los grandes desafíos. Respecto al cambio climático, afirma que no hay nada que hacer y que todas las fuentes de energía, desde el carbón hasta la nuclear o la solar, tienen el mismo valor (o parecido). Respecto a la crisis de las drogas, defiende que los padres tienen que educar mejor a sus hijos para que no se conviertan en adictos, y que deberíamos encerrar a todos los drogadictos, incluidos los que están enfermos, en prisiones y hospitales sin preocuparnos demasiado por su rehabilitación.

Los dos movimientos de base que he ayudado a crear en torno a la energía y los problemas de los sintecho rechazan las ideologías victimistas y distópicas que surgen a derecha e izquierda. Lo que nos une es un compromiso con las políticas más prácticas, aquellas que han demostrado su eficacia en el mundo real. Abogamos por el mantenimiento y la construcción de plantas nucleares, y no por la de reactores futuristas que probablemente no existirán nunca. Abogamos por la creación de refugios para los sintecho, la atención psiquiátrica universal y la prohibición del mercado abierto de drogas porque se trata de medidas que han funcionado en los Estados Unidos y en el resto del mundo, y que se pueden poner en funcionamiento de inmediato.

Si tuviera que definir las políticas que propongo, las calificaría de heroicas. Ni liberales, ni conservadoras, ni moderadas. Necesitamos políticas heroicas, en contraste con las políticas victimistas. Sí, Bangladés puede desarrollarse y protegerse del aumento del nivel del mar, igual que los países ricos. Bangladés no está condenado a causa de los huracanes y las inundaciones.

Sí, los adictos al fentanilo y a las metanfetaminas se pueden sobreponer a sus adicciones con nuestra ayuda y salir adelante para tener una vida plena y gratificante. Esos adictos no están condenados a vivir en tiendas de campaña durante el resto de su corta vida. Y sí, podemos crear un país donde gente con distintas opiniones pueda encontrar consensos en aquellas cuestiones que nos polarizan, y que incluyen la energía, el medioambiente, la criminalidad y las drogas.

No hay apocalipsis y San Fransicko son una propuesta para salvar nuestra civilización de quienes pretenden destruirla. Los dos libros tienen en común la voluntad de empoderar. No estamos condenados a un futuro apocalíptico causado por el cambio climático o la falta de un hogar. Podemos vivir en paz y armonía con la naturaleza sin renunciar a la prosperidad porque los seres humanos somos increíbles. Nuestra civilización es sagrada. Debemos protegerla y extenderla.

San Fransicko está inspirado, parcialmente, en la obra del psiquiatra recientemente fallecido Victor Frankl, conocido por un libro en el que describe cómo sobrevivió a un campo de concentración nazi centrándose en una visión más optimista de su futuro. Durante los momentos más oscuros de la pandemia del año pasado me vi sorprendido por lo mucho que había mejorado mi estado de ánimo gracias a sus conferencias de los años 60, que están colgadas en YouTube.

¿Por qué, me pregunté, los progresistas abrazaron las terapias empoderadoras de Frankl en lo personal, pero las demonizaron en lo político? ¿Por qué los progresistas, que tanto han hecho para popularizar el potencial de la humanidad y la autoayuda, aseguran que promoverlo en el campo de lo político es una forma de “culpar a la víctima”?

Pocas de mis conclusiones sorprenderán a nadie, aunque pueda que la agenda y la filosofía que propongo sí lo hagan. Esas conclusiones son una mezcla de valores, políticas e instituciones que parecerán progresistas para unos y conservadoras para otros. Y no lo parecerán porque me lo haya propuesto así, sino porque son una combinación de aquello que ha funcionado en otras épocas.

Pero, más allá de las políticas y los valores que planteo, sobresale un espíritu de superación, de no sucumbir, de empoderamiento y de heroísmo frente al victimismo. Este espíritu trasciende la política y los partidos. Afirma, contra aquellos que creen que Estados Unidos (y quizás la propia civilización occidental) está condenado, que no, que no lo está. Y defiende ante aquellos que piensan que no podemos resolver los grandes desafíos, como el cambio climático, las muertes por drogas y los problemas para los sintecho, que sí. Sí se puede.

Michael Shellenberger es el presidente de Environmental Progress. Es el autor de los libros No hay apocalipsis. Por qué el alarmismo medioambiental nos perjudica a todos y San Fransicko. Por qué los progresistas arruinan ciudades.

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