¿Por qué nos fascina la locura de Justo Gallego?

A Justo Gallego lo tomaron por loco, y a favor de los difamadores juega la consternación del que contempla a un hombre levantar una catedral sin otra colaboración (eso cambió con el tiempo) que la de uno mismo. El hombre, que posaba envejecido, sin dientes y vestido con cuatro harapos, decía que los insultos le importaban poco.

De algún modo, el primero de esos insultos le alcanzó temprano: cuando la Iglesia lo expulsó por tuberculoso. Justo se cobró la revancha a su manera. Levantar una catedral en su terreno, en la lógica del desposeído, parecía un plan sin fisuras. Mantendría intacto el hilo rojo con Dios y selladas las bocas de los sacerdotes.

A Justo Gallego, que tenía el mundo en otra parte, lo empujaba el ideal, la escritura, la certeza de que este saco de carne y hueso que nos acompaña es ajeno. Lo empujaba, pues, una parte de orgullo y otra de locura, que sin eso uno no es hombre ni es nada. Y ahí se mantuvo, en las noches y en los días durante 61 años, salvo los domingos, procurándole su dedicación a la catedral de Mejorada.

Pero no era su religiosidad desmedida, ni su obcecación innegociable, ni la perspectiva más o menos irónica de una catedral construida a medias por el señor del anuncio de Aquarius lo que despertaba una curiosidad sincera. Era la posibilidad de que un hombre destinara la vida entera a una obra, y que el trabajo de su obra no fuera otra cosa que el seguimiento fiel del propósito genuino. Lo que, en el caso de Justo Gallego, muerto con la obra inacabada y heredada por su discípulo, era la búsqueda inagotable de Dios, que colmó de sobra.

Digamos que Gallego, sin necesidad de cursos de cocina o clases de bachata, encontró su cometido en la vida. Que es eso que tantos llaman felicidad y persiguen desesperadamente y sin fortuna, para beneficio de farmacéuticas y terapeutas.

Imagino que no es nada nuevo y que se repite cada cierto tiempo en las regiones que viven en paz. Pero basta con observar alrededor para respirar la profunda insatisfacción y el ánimo de derrumbe en la gente de mi generación. Y tiene que ver con el propósito y con el trabajo, con la catedral de cada uno.

Ha escrito Derek Thompson en The Atlantic varios artículos sobre aquello que en Estados Unidos resumen como The Great Resignation (que no es la Gran Resignación, sino lo contrario: la Gran Renuncia). Thompson explicó en octubre que hay toda una convicción detrás de siete millones de americanos que han abandonado sus puestos de trabajo, con una mano delante y otra detrás, de que merecen algo más. “Especialmente si son jóvenes y tienen salarios bajos, disponen de más libertad para dejar los trabajos que odian y pasar a otra cosa”. Y añadió que el sector servicios, por ejemplo, ha perdido el 7% de sus trabajadores desde 2020.

Está ocurriendo en otros países, como en Francia o Reino Unido, y es muy probable que si miras a un lado y a otro encuentres que en España, en cierta medida y con un mercado particularmente precario, también sucede. No es una cuestión de horas de trabajo al día, sino de horas de trabajo al día en aquello que te colma (y te da de comer). No hay camioneros jóvenes, ni jóvenes en el campo. Sí hay muchos jóvenes en ciudades grandes dejando el trabajo que odian, a menudo de oficina, y pasando a otra cosa con la convicción de que pasar a otra cosa conducirá irremediablemente al trabajo que les hará felices.

A veces sucede, a veces sucede a medias (¿era esto?) y a veces no sucede en absoluto. El antropólogo James Suzman, autor de Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo, no es joven, pero tampoco ajeno al mundo. Me contó en una entrevista que hizo el “experimento” de trabajar para una empresa, abandonar su pasión por la vida de los cazadores-recolectores en el Kalahari y asegurarse un sueldo “pensando en su hija”. Pero dio un paso atrás a tiempo.

—No tenía ni casa, ni dinero. Todo lo que tenía era un camión en Namibia. Y, en la parte trasera, hachas y espadas y trastos para acampar. No sabía qué hacer. Me dije que, tal vez, había llegado el momento de madurar. ¡Estaba madurando! Me pagaban muy bien y era una empresa bastante ética. Lo que hacía era interesante. Pero, después de siete años, me dije: “Esto es espantoso…”. Consumía mi energía. ¡Me consumía! El mundo de los negocios es demasiado extraño para mí. Me preguntaba por qué nuestra sociedad se organiza de este modo. ¿Por qué formamos a la gente para que su motivación sea ganar dinero?

También me dijo, entre risas, lo curioso que le parecía que lo que nosotros hacemos por afición, ellos lo hacen por trabajo: cazar, pescar, cultivar, cocinar. Y que eso nos haga sentir “estupendamente” nos debería hacer pensar.

Digamos que la fascinación por Justo Gallego, 800 palabras más tarde, queda algo más clara. Que para la pregunta de qué lleva a un hombre a levantarse una mañana y comenzar a construir una catedral, que no es precisamente la caseta del perro, y acostarse por la noche y despertar y perseverar hasta el final de los días, él sí tenía respuesta.

Jorge Raya Pons es periodista.

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