¿Por qué Obama admira tanto a Reagan?

La portada de Time Magazine de hoy 7 febrero presenta, a todo color, a Ronald Reagan y Barack Obama cordialmente sonrientes bajo el titular «Por qué Obama admira a Reagan: lo que ha aprendido de él». Podría parecer sorprendente esta portada del semanario liberal, si no fuera porque ayer se celebró el centenario del nacimiento del 40º presidente de Estados Unidos. Al tiempo, los dos primeros años en el Despacho Oval del presidente número 44 efectivamente desprenden un cierto aroma reaganesco.

Un ejemplo: si se toman ustedes la molestia de analizar el reciente discurso del estado de la nación de Obama, detectarán formas más a lo Reagan que a lo Kennedy. Otro: cuando Barack Obama recibió en mayo de 2010 a un grupo de historiadores para hablar de los presidentes que le han precedido descubrieron con cierto asombro que el presidente afro amaericano estaba menos interesado por Lincoln o por JFK que por Ronald Reagan. De éste es de quien quería hablar con sus interlocutores. Y, en fin, durante sus vacaciones en Hawaii el libro que leyó fue la biografía escrita por Lou Cannon sobre Reagan

Cuando en 2000 el presidente Bill Clinton se sumó a la celebración de los 89 años de Reagan, sus palabras fueron: «Señor presidente, su figura ha servido de fuente de inspiración para los americanos, yo incluido».

No solamente los presidentes de Estados Unidos (incluidos los demócratas) se fijan en Reagan como una especie de icono. También gobiernos de izquierda europeos en tiempos de crisis suelen mirar de reojo las soluciones del viejo presidente. Así, el modo en que el Gobierno español de Zapatero resolvió la reciente crisis de los controladores recuerda el golpe de efecto de Reagan cuando el 1 de agosto de 1981 entraron en huelga 17. 500 miembros de la Organización Americana de Controladores Profesionales del Tráfico Aéreo (OCPTA). La amenaza presidencial fue fulminante: si en 48 horas no volvían al trabajo, serían despedidos. Los que no volvieron, efectivamente lo fueron: nada menos que 13.000.

Incluso los adversarios que intentan pasar la página de su presidencia comprueban que no es fácil de arrancar. Pero, ¿cuál es la clave de este fenómeno?

Ante todo, es una muestra de la milagrosa supervivencia política de un presidente que abandonó la Casa Blanca hace 22 años y murió hace siete, cumplidos los 93. Los sucesores de Reagan -incluido Obama- intentan encontrar el elixir mágico que permitió a Ronald Reagan dominar California durante ocho años y Washington durante otros ocho.

Contra lo que pudiera creerse, Reagan no llegó a desarrollar esa enfermedad tan típica en los políticos brillantes que es la hybris (el aferramiento al poder). Tal vez por eso su final político no fue una némesis. Algunos ejemplos. Fue el primer presidente estadounidense que delegó las obligaciones constitucionales y los poderes del cargo durante el tiempo en que permaneciera bajo los efectos de la anestesia. La transferencia en su vicepresidente (George Bush, padre) como tal tuvo lugar cuando le aplicaron la anestesia a las 11:30 de la mañana del 13 de julio. Antes que él bastantes presientes sufrieron operaciones más graves, dejando el país a oscuras en capacidad decisional. Eisenhower, por ejemplo, estuvo bajo pérdida de conciencia en tres ocasiones: un ataque al corazón, una parálisis y durante una operación de ileítis. Johnson fue intervenido quirúrgicamente en dos ocasiones: por su vesícula biliar en 1965 y para remover un pólipo de su garganta un año más tarde. Ninguno delegó el poder.

Esa actuación se correlaciona con su filosofía de gobierno: crear unas metas definidas y nombrar personas capaces de alcanzarlas. Como él mismo decía: «Rodéate de la mejor gente que puedas encontrar, delega autoridad y no interfieras». Analistas de la presidencia de Reagan han observado que «el grado de confianza que supone este sistema de liderazgo carece probablemente de precedentes en la historia moderna norteamericana». Para acentuar su conservadurismo, sus adversarios hicieron correr por Washington el chiste de que «la mano derecha de Reagan no sabe lo que hace su mano de extrema derecha».

Él solía divertirse con estas maldades, pues la verdad es que su temperamento tendía al diálogo. De hecho, supo adaptarse flexiblemente a la realidad, tanto en Sacramento cuando era gobernador de California -buscando el consenso con los demócratas- como en sus años en Washington. De ahí sus sorprendentes acuerdos con los soviéticos, que llevó al desmantelamiento de los misiles nucleares en una política que alteró las bases de la Guerra Fría y que, a la postre, supuso el desplome del Telón de Acero.

Pero también la presidencia de Reagan tuvo su cara oscura. Las relaciones con su esposa Nancy fueron ambivalentes. Probablemente no hubo en la Casa Blanca un matrimonio más enamorado. Esto fue beneficioso para la estabilidad emocional de Reagan. Pero no siempre fue positiva la influencia de Nancy sobre el presidente. Donald T. Regan, que fue su jefe de gabinete, desveló después de su dimisión un curioso secreto doméstico del matrimonio.

Prácticamente todas las acciones importantes de los Reagan -incluidas las políticas- debían recibir el visto bueno de una mujer astróloga radicada en San Francisco. Nancy tenía una fe absoluta en su clarividencia, desde que unos días antes del atentado de 1981 contra su marido alertó de que «algo malo» le ocurriría pronto al presidente. Desde entonces, los pronósticos que recibía Nancy de su amiga se convirtieron en factores vitales de los asuntos de mayor importancia de la nación, pues servían de pauta obligada para saber cuando era propicio que el presidente de Estados Unidos se desplazara de un lugar a otro, hablara en público o comenzara negociaciones con alguna potencia extranjera. Lo sorprendente es que Reagan no pusiera obstáculos a esa extraña influencia, de modo que su agenda de temas importantes fue un martirio para sus jefes de Gabinete.

En materia de economía, un agujero importante de su presidencia fueron los déficits presupuestarios. Aunque había prometido en su campaña eliminar los déficits federales, la verdad es que su política generó déficits superiores al conjunto de los creados por todos sus predecesores. Como los analistas económicos no han dejado de señalar, dejó tras de sí un dólar debilitado y una economía en aprietos, que luego habría de repercutir negativamente.

El escándalo Irangate fue el típico ejemplo de un presidente que dejó que los sentimientos dictaran su política. La retención de siete rehenes norteamericanos por grupos terroristas en el Líbano pesaba como una losa sobre su ánimo. Con su conocimiento o sin él -nunca se ha aclarado totalmente la cuestión-, sus subordinados decidieron intercambiar con Irán armas intentando rescatar a los rehenes. El dinero obtenido se desvió hacia la contra nicaragüense.

Cuando el escándalo estalló, Reagan se convirtió en el primer presidente norteamericano que tuvo que declarar como testigo en un procedimiento penal relacionado con su Gobierno. La penosa impresión que causó durante las ocho horas de interrogatorio («no recuerdo», «no lo sé») confirma las recientes declaraciones de su hijo Ron acerca de que, durante el último tramo de su presidencia, Reagan manifestó los primeros síntomas de Alzheimer, enfermedad que acabaría con él años más tarde.

Dicho esto, es evidente que el optimismo de Reagan, su convencimiento de que un presidente «sólo tiene un escaño: el pueblo», su legendario dominio de los medios de comunicación, su admirable combinación de militancia ideológica y flexibilidad política, y su fuerza moral en los momentos difíciles, explican por qué a Obama le gusta Reagan.

Si a eso se añade que Reagan cambió el panorama político de Estados Unidos, incluida la forma en que los norteamericanos se ven a sí mismos, se entiende por qué Barack Obama intenta imitarle. Parafraseando a Schwartzberg, por lo menos podemos decir de él lo que John Adams dijo de George Washington: «Tal vez fue el presidente más grande. En todo caso, fue el mejor actor que jamás tuvimos en la presidencia».

Y dado que hablamos de imitadores, permítanme recordarles que hasta el crack Cristiano Ronaldo ha confesado que este último nombre se lo pusieron sus padres -en especial su madre- por la admiración que tenían hacia Ronald Reagan. Ya comprendo que es un dato banal, pero qué quieren que les diga...

Por Rafael Navarro-Valls, catedrático y autor del libro Entre la Casa Blanca y el Vaticano.

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