¿Por qué ocho años?

Nuestro régimen político, diseñado en 1978 por un grupo de relevantes constitucionalistas que conocían a la perfección el derecho comparado y la realidad profunda de este país, es una versión avanzada y moderna del parlamentarismo clásico, que, con sus peculiaridades, se ha demostrado altamente funcional, por más que hoy sean precisas algunas actualizaciones, que no revisiones conceptuales, del modelo (uno de los ejemplos más notables de tal necesidad es, por ejemplo, la rectificación del orden sucesorio de la Corona para que las mujeres no queden postergadas; una exigencia hoy que, sin embargo, no lo era tanto hace 30 años).

Pese a la consistencia de la arquitectura constitucional, que es lógicamente anterior y ajena a los conflictos políticos que puedan plantearse y que de momento ha servido para irlos resolviendo atinadamente, aparecen de tanto en cuanto ocurrencias que tratan de mejorar la norma, yendo más allá de lo que fueron los constituyentes. Dos son los asuntos en que este celo irresponsable es más frecuente: el designio de reducir el "poder exorbitante de los nacionalismos" en las urnas, obtenido supuestamente gracias a no se sabe bien qué ventajas de la normativa electoral, y la introducción de un límite de dos mandatos completos --ocho años-- a los presidentes del Gobierno. Es bien conocido que, en virtud de la ley D'Hondt, las mino- rías tienen matemáticamente mayores dificultades que las mayorías para conseguir representación, por lo que la primera idea es descartable de entrada por absurda. Y en lo tocante a la segunda propuesta, la limitación de mandatos, el solo enunciado de la iniciativa ya demuestra una confusión conceptual entre modelos distintos con lógicas internas diferentes.

Efectivamente, la limitación de mandatos tiene sentido en los regímenes presidencialistas, como el norteamericano o el francés, en que el jefe del Estado, elegido directamente por un plazo determinado y no revocable ordinariamente por los parlamentos, es asimismo el titular del poder ejecutivo, que desempeña bajo el correspondiente control parlamentario pero con gran autonomía. En estos casos, la preservación de los equilibrios internos del sistema y la evitación del riesgo de que el modelo se deslice hacia una autocracia de base plebiscitaria recomienda la mencionada limitación. La sola observación del caso venezolano explica qué profundos argumentos de profilaxis democrática hacen razonable que ningún líder pueda perpetuarse por procedimientos de democracia directa.

En los regímenes parlamentarios como el español, el titular del poder ejecutivo no es, como todo el mundo sabe, elegido directamente por el cuerpo electoral sino, mediante una elección de segundo grado, por los diputados, miembros de la Cámara baja, que sí han sido elegidos mediante una elección de primer grado. Estamos, pues, en presencia de una democracia semidirecta, que es sin duda la más depurada y fiable: frente al arcaico asamblearismo, en que las miembros de la colectividad adoptaban las decisiones inorgánicamente y a mano alzada, la democracia parlamentaria encomienda las decisiones a representantes populares no sujetos a mandato imperativo, los diputados y senadores, que no solo tienen una especialización profesional que ofrece ciertas garantías, sino que lo hacen mediante procedimientos que permiten depurar y revisar las decisiones. Así, en los modelos bicamerales como el español, las leyes aprobadas en primera instancia por el Congreso pasan al Senado, que las digiere y enmienda, antes de regresar a la Cámara baja, que tiene la última palabra.

Así las cosas, carece de sentido que se pretenda imponer al Parlamento algún límite externo, alguna incompatibilidad arbitraria, a la hora de elegir a un presidente del Gobierno, que por la lógica del sistema de partidos será en general el líder de la formación más votada, o en su caso el seleccionado por la coalición mayoritaria. Por añadidura, esta designación es fácilmente revocable mediante una moción de censura, que está tasada constitucionalmente y que permite al Parlamento relevar en cualquier momento al presidente del Gobierno para sustituirlo por otro con suficientes apoyos (es la moción de censura llamada constructiva).

En definitiva, la permanencia o no de un presidente del Gobierno en el cargo depende en todo momento de la voluntad de la institución depositaria de la soberanía, el Parlamento, que puede sustituirlo a voluntad. Y si el modelo es éste, ¿qué sentido tiene condicionar externamente la voluntad de las Cámaras, impidiéndolas reelegir o no a un candidato según su libérrima voluntad? Aquí no hay riesgo de que, como en Venezuela, un presidente megalómano intente perpetuarse mediante un fraude de ley... Aquí, el Parlamento es sencillamente soberano y no comparte con nadie esa soberanía.

En consecuencia, parece más bien que la limitación a dos mandatos que se autoimpuso Aznar y que ahora repite Rajoy sin que nadie se lo haya pedido es, en el fondo, un ritual de seducción de quienes saben que tienen difícil alcanzar su objetivo y ofrecen al electorado una especie de mal menor. Extraña impostación de voz para una oferta electoral insegura que debería basarse en propuestas atractivas e innovadoras y no en subterfugios muy manoseados.

Antonio Papell, periodista.