Por Aría José Fariñas Dulce, profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid (EL CORREO DIGITAL, 18/06/06):
Las recientes declaraciones de miembros del PP vinculando el supuesto aumento de la delincuencia organizada y de la inseguridad ciudadana en España con la inmigración suponen un peligroso paso en el camino ideológico hacia la criminalización de la inmigración o, incluso, hacia la criminalización social de la propia pobreza, en cuanto origen de los actuales flujos migratorios globales. En este caso no se trata sólo, aunque también, de una estrategia de crispación, ni de un discurso catastrofista y alarmista. Su naturaleza es mucho más profunda.
La dinámica de funcionamiento del actual mercado global ha ido generando la idea de que existe un gran número de seres humanos prescindibles dentro del nuevo sistema hegemónico, que carecen de derechos, porque no sirven para la producción ni para el consumo, en una palabra, no son competitivos. No consiguen acceder al mercado laboral y, si lo logran, lo hacen sin protección institucional, por lo tanto, carentes de vínculos de integración social en el sistema. Se les expulsa del sistema y se les niega su propia dignidad humana. Lo cual, por otra parte, constituye un método de dominación de poca eficacia. De ahí pasan a ser directamente estigmatizados socialmente o, incluso, criminalizados como peligrosos o como sospechosos de algún tipo de desobediencia colectiva o de alarma social, como si ser indigente, pobre, trabajador explotado en la economía sumergida o, simplemente, inmigrante, legal o no, fuese por sí solo una condición delictiva. La condición o el origen ya no sólo son factores de discriminación, sino que son en sí mismos elementos de sospecha delictiva. En base a esto se puede llegar también a justificar el carácter estructural de la marginación y de la exclusión social. Son el 'cáncer' de la sociedad perfecta del mercado total. Y como todo 'cáncer' es preciso extirparlo o, al menos, tenerlo bajo control.
Tras este proceso de criminalización, defendido por la derecha ideológica, existe un modelo de Estado y de acción política muy concretos, que favorece la intensificación del Estado policial frente al Estado social. Se intensifica, así, la función represiva, punitiva y policial del Estado, especialmente en relación con los sectores de marginalidad y de la inmigración, en detrimento de las políticas de integración socioeconómica y sociocultural. Esto queda evidenciado en la reclamación para crear nuevos tipos penales, en el endurecimiento general de la política penal, penitenciaria y policial, en la prioridad de la seguridad nacional y del orden público frente a la libertad y los derechos civiles de todos los seres humanos y en el cierre policial de las fronteras internas y externas a la inmigración.
Todos estos elementos van creando las condiciones necesarias para que las personas pertenecientes a esa nueva clase social de marginados se vean conducidas con frecuencia a la delincuencia, a la violencia privada, a la ubicación en la informalidad social y laboral o a la regresión cultural y religiosa, como únicos medios para sobrevivir y para ¿satisfacer? sus necesidades de subsistencia más elementales. Se les condena a vivir en guetos urbanos y se refuerza la persecución policial contra ellos. En este contexto -como se vio en los enfrentamientos entre jóvenes hijos de inmigrantes y policía del pasado otoño en Francia, reiniciados en los últimos días- ya no existe cabida para las movilizaciones sociales revolucionarias, de carácter idealista o utópico, tan sólo la hay para la violencia privada o para la irracionalidad identitaria.
Ante este panorama, la ideología neoliberal impone una doble cara en la actuación de los Estados democráticos: en el sector 'formal' o integrado, el Estado sigue cumpliendo con sus tarea democráticas y con su proteccionismo publico (derechos políticos, derechos de libertad, subsidios directos o medidas fiscales regresivas), pero en el sector 'informal' o de marginalidad social su tarea democrática y proteccionista se debilita considerablemente (recorte general de los gastos sociales y asistenciales, privatización de los servicios públicos, regresión cultural...), reforzándose, por el contrario, su función represiva y policial, que se legitima por el propio proceso de criminalización de la pobreza, de la inmigración y de la marginalidad en general. Esto contribuiría a que nuestras sociedades postindustriales se orientasen a una dualidad y polarización social de enfrentamiento y de desconfianza, entre los sectores sociales integrados y los sectores sociales marginados o excluidos, de consecuencias todavía imprevisibles.
Corresponde a los gobiernos progresistas diseccionar el problema, dirigiendo el aparato represivo policial a las mafias organizadas que trafican con los inmigrantes, y al tiempo descriminalizar la inmigración económica, especialmente aquélla ocupada en la economía sumergida, procediendo a su integración social. A tal fin, los procesos de regularización (como el llevado a cabo por el Gobierno español o el anunciado por el Ejecutivo italiano), que es lo mismo que decir la adquisición de carta de naturaleza del inmigrante y su incorporación plena con derechos y deberes a la estructura social del país receptor, son el mejor instrumento para clarificar e identificar los espacios de la inmigración. Son, además, las adecuadas para desmentir la ideología alarmista sobre aquélla.