¿Por qué un Ministerio de Cultura?

Tras finalizar la guerra, Churchill se reunió con los miembros de su gabinete para encarar la recuperación de un país devastado. Uno de sus ministros presentó un plan para recortar drásticamente las partidas dedicadas a Cultura, y él lo rechazó: «¿Para qué se supone entonces que hemos hecho esta guerra?». Sir Winston entendía que descapitalizar al país culturalmente supondría otro golpe a su moral. Ojalá en España lo tuviésemos tan claro.

El sector cultural sobrevive institucionalmente desprotegido. La última legislatura le ha negado incluso un ministerio propio. Relegar la cultura española al rango menor de Secretaría de Estado es asumir formalmente que ocupa un lugar subalterno en las prioridades de gobierno. La ausencia en el Consejo de Ministros del último responsable directo de Cultura significa que los intereses y necesidades de esta no merecen estar presentes en el principal órgano político del país. Es lógico que la industria, los creadores y el público sientan que su sector milita en la segunda división institucional. Puede usarse la excusa de que el ministro de Educación lo es también de Cultura, pero la bicefalia ministerial no existe más que en un membrete. El ministro de Educación y Cultura acaba centrado en el sector educativo. Lamentablemente, sobre las decisiones en el campo de la educación gravita siempre la espada de Damocles de la confrontación política e incluso social. Esto es lo que explica que el máximo responsable de esta cartera mixta no solo relegue a un segundo plano los intereses de la política cultural, sino que incluso termine ignorándolos. Lo cierto es que sin un Ministerio de Cultura ninguna institución pone sobre la mesa los problemas del colectivo, ni ningún alto cargo recuerda en el gobierno que la cultura es la materia con la que se fabrica el tejido social de un país.

La cultura española lleva cinco años ocupando una plaza subordinada en cuestiones de alta política. Y como un secretario de Estado difícilmente puede sostener un enfrentamiento con el ministro de Hacienda, en esta legislatura la política cultural se ha confeccionado con una calculadora en la mano... manejada por alguien absolutamente impermeable al valor añadido del sector. Los programas de cultura vieron recortada su dotación presupuestaria en una media del 40%. Nadie va a cuestionar la magnitud de la crisis económica, pero los bienes y servicios culturales no pueden tratarse como simples mercancías.

El progresivo desinterés por crear un entramado cultural tiene más efectos perversos: España está perdiendo la posibilidad de ser puerta de entrada en Europa de la cultura en español. Hemos descuidado nuestro activo más potente: un idioma que ya es el segundo del mundo en número de hablantes y que crece exponencialmente con más vigor que las otras grandes lenguas. Si no creamos las condiciones para liderar ese crecimiento a través de nuestras instituciones, otros países tomarán la delantera. De hecho, ya lo están haciendo: el cine latinoamericano está penetrando en el continente a través de Francia o Italia, y el número de alumnos del Instituto Cervantes decrece mientras aumenta el de estudiantes de español. Esto nos lleva a una vieja reivindicación: el Cervantes no puede extenderse por el mundo bajo el paraguas único del Ministerio de Asuntos Exteriores. No es la primera vez que se insinúa la batalla para poner su timón en manos de Cultura pero ¿alguien cree que es posible que ese proyecto funcione si lo lidera una Secretaría de Estado?

Hay algo más: debería preocuparnos la creciente desafección entre lo que llamamos «sociedad civil» y el mundo de la cultura. Hemos dejado de enorgullecernos de nuestros pintores, de nuestros novelistas, de nuestros cineastas. Sus éxitos se ignoran o se desprecian, y sólo entran en el debate cuando se trata de valorar las miserables ayudas oficiales que reciben: hablen ustedes de cultura en una charla informal, y veremos cuánto tarda en surgir la palabra «subvención». En España se inyectan cantidades astronómicas a la industria del automóvil, la agricultura o la pesca, pero sólo parecen doler las ayudas al cine. Que, por cierto, son mínimas en comparación con las que se otorgan en Francia o en Italia y desproporcionadamente pequeñas en relación al peso e importancia de las industrias culturales españolas. Nadie se preocupa de explicar esto desde las instituciones. Al contrario, se ha intentado contribuir a la imagen de los agentes culturales como meros paniaguados. Es necesario tender puentes entre la sociedad y los creadores, y es indispensable que sea un ministerio propio quien construya y mantenga esos puentes, quien se comprometa a desbrozar el camino para que la relación entre el público y las empresas culturales sea más estrecha. Y quien se esfuerce en recordar el peso industrial del sector: la cultura no solo apuntala nuestra identidad como país y nos enriquece espiritualmente: es también un factor de crecimiento económico.

El escritor y político André Malraux dijo una vez que la cultura es «la herencia de la nobleza del mundo». Es bien cierto: todo lo que España ha aportado al acervo internacional en los últimos siglos es obra de sus artistas. Somos el país de Cervantes, de Quevedo, de Lope. Somos el país de Granados, de Falla y de Rodrigo. El país de Goya, que pintó la oscuridad, y el de Velázquez, que pintaba el aire. El país de Galdós, el de Pardo Bazán. El país de Berlanga, de Buñuel, de Bardem. El país donde nació Lázaro de Tormes y ese Quijote en el que seguimos mirándonos con una mezcla de piedad y de orgullo. El país del pórtico de la Gloria, y del caleidoscopio de la catedral de León. El de la Alhambra. El del teatro romano de Mérida donde aún atruenan las voces de los clásicos. El país de Gaudí, y el de María Moliner, que escribió sola todo un diccionario. Somos el país del Mío Cid, de las coplas manriqueñas y del cante jondo, el país de Lorca y de Cela, de Picasso y Sorolla. Un país que comparte la patria de su lengua con quinientos millones de personas, creando lazos que no se disuelven y una riqueza que no puede medirse. Si creemos que todo eso no merece un Ministerio, quizá hayamos perdido definitivamente nuestra propia partida.

Marta Rivera de la Cruz, diputada de Ciudadanos.

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