Por qué va a ganar Barack Obama

El tono de la prensa tras el primero de los tres debates previstos entre Barack Obama y Mitt Romney me llena de perplejidad. No es que Romney no estuviese, en efecto, mejor de lo esperado. Ni que Obama no se mostrase, un poco como Sarkozy frente a Hollande, extrañamente defensivo, lejos de su carisma habitual, mal preparado. Pero afirmar que el primero ha “cobrado ventaja”, pregonar que el segundo se ha “desplomado”, incluso que está al borde del colapso y ha perdido su “estatus de favorito”; en otras palabras, presentar este debate como el gran “acontecimiento”, como el gran “vuelco” capaz de justificar un nuevo “reparto de cartas” y de arrojar incertidumbre sobre el desenlace de unas elecciones que ya se daban por decididas demuestra un desconocimiento bastante extraño del mecanismo que preside estos comicios.

Como señalara Tocqueville, y nunca se repetirá bastante, las presidenciales estadounidenses son unas elecciones extrañas en las que realmente se vota Estado por Estado y no a escala nacional. Lo que está en juego en estas 51 elecciones diferentes (una por cada Estado, más el distrito de Washington) no es aún la designación del presidente, sino la de los 538 compromisarios que, en un segundo tiempo, reunidos en un Colegio Electoral, elegirán al presidente sin dejar lugar a verdaderas sorpresas.

Y como a cada Estado le corresponde un número de compromisarios variable, pues equivale a la suma de sus representantes en el Congreso y en el Senado (tres por Dakota del Sur, por ejemplo, pero 55 por California), y la llamada regla del winner-take-all implica que, salvo en Maine y Nebraska, donde las cosas son un poco más complicadas, el vencedor arrambla con todos los escaños en juego, así como con los correspondientes votos en el Colegio Electoral (ya ganen por uno, mil o cinco mil votos, tanto Obama como Romney podrán contar con los tres electores de Dakota o con los 55 de California), el sistema tiene efectos políticos que tampoco conviene perder de vista.

Hay Estados (como California, precisamente) en los que los demócratas dominan con tanta claridad y desde hace tanto tiempo que Obama —como tampoco Romney— ni habla de ellos ni apenas los visita ni les dedica demasiado dinero. Hay otros Estados (como Tennessee) en los que, por el contrario, la balanza se inclina de tal modo a favor de Romney que ni él ni su adversario se molestan en hacer campaña en ellos y no les dedican sino una parte simbólica de sus recursos. En otros términos, la batalla se concentra únicamente en los swing states, los Estados indecisos, en los que nada es seguro y todo puede dar un giro repentino. Y, dentro de esos 10 ó 12 swing states, sobre todo en aquellos que, merced a su peso demográfico y, por tanto, político, le reportarán más grandes electores al vencedor (es evidente que ninguno de los dos candidatos dedicará los mismos esfuerzos a la batalla por Ohio, con sus 18 grandes electores, que a New Hampshire, que solo representa cuatro).

Aunque, naturalmente, nada está escrito. No sería la primera vez que un Estado adicto a tal o cual candidato se pasara al otro bando (en los años 30, la costa Oeste pasó de los republicanos a los demócratas y, en los 80, los Estados del sur recorrieron el camino inverso). Y tal vez estemos asistiendo a la transformación de Texas, un Estado tradicionalmente adepto a los republicanos, en un swing state, como consecuencia de su 26% de hispanos (al revés que en las elecciones precedentes, en estas, la batalla por este Estado será dura).

Pero este es el principio. Con dos consecuencias, concretas y rotundas. Estos comicios nacionales (aunque virtualmente internacionales, dado que todo el planeta depende de ellos) a menudo parecen locales: ¿cómo evitar que en Des Moines, Iowa, ciudad hasta la que ambos candidatos se desplazaron el verano pasado no menos de... ¡14 veces!, todo se centre principalmente en los problemas locales, por no decir provincianos, de Des Moines, Iowa?

Y en cuanto a esos grandes debates dirigidos a toda la nación, es evidente que, dentro de un esquema semejante, no tienen ni por asomo el impacto que llegan a tener en un país jacobino como Francia, que goza de un sistema electoral mediante sufragio universal “normal”. Es posible ir aún más lejos e imaginar situaciones en las que podrían ser absolutamente contraproducentes y restar votos en vez de sumarlos. (Supongamos —y es un ejemplo de manual— que la promesa de subvenciones a los ganaderos de Minnesota sea percibida por los obreros de Michigan como una reducción de las que recibirán ellos: una cosa es hacer esa promesa a media voz en una entrevista a la televisión de Minneapolis y otra hacerla a bombo y platillo en la CNN, verdadera cámara de resonancia nacional).

Tal vez esta sea una de las razones del misterioso comedimiento de Obama durante el debate de Denver. Y por eso no creo que comprometiese en él sus opciones de ganar.

Su victoria será buena para Estados Unidos. Digan lo que digan, será una buena noticia para el resto del mundo. Y, en el momento en que escribo estas líneas, no hay más razones para dudar de ella de las que había hace cuatro años por estas mismas fechas. Barack Obama será con toda probabilidad el próximo presidente de Estados Unidos.

Bernard-Henri Lévy es filósofo francés. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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