Por sentido común

Erase un líder a una expresión pegado, érase una expresión superlativa, érase una expresión sayón y escriba... Hace años que la invocación al «sentido común» precede a Rajoy como si fuera la más protuberante de las narices. Si por el humo se sabe donde está el fuego, basta escuchar esas dos palabras para tener la certeza de que el presidente del PP debe merodear por las inmediaciones.A nadie le sorprendió que esa fuera su forma de sacar músculo en Sevilla dos días después de reconocer por primera vez el «momento difícil» por el que atraviesa su partido: «Sé lo que hago... Voy a actuar con responsabilidad, sensatez y sentido común». Si esa había sido previamente su pública receta para el atasco de la Justicia, la ineficiencia de la Educación, el déficit de la Sanidad, el descontrol de la inmigración y hasta el proceso de paz con ETA, cómo no iba a aplicar tan universal bálsamo sobre su propio cuerpo tumefacto.

«Hay una marea imparable: la del sentido común», proclamó durante la campaña electoral en Murcia. Pero la pasada legislatura había comenzado con la polémica de la foto de las ministras en el Vogue y Rajoy ya las había medido por ese rasero: «Si la gran noticia del verano es ese posado, pues viva la sensatez, la lógica y el sentido común». «¿Qué les diría a los que gritan a los jugadores negros en el fútbol?», le preguntaron casi por las mismas fechas. «Civilización, cultura y sentido común», respondió Rajoy.

A finales de 2004 el Foro de EL MUNDO sirvió de marco a una de sus más criticadas -y, en mi opinión, atinadas- afirmaciones cuando, preguntado por la aún columnista Cayetana Alvárez de Toledo sobre el 11-M, respondió: «El sentido común me dice que es metafísicamente imposible que los señores a los que se detuvo hubieran podido cometer el atentado sin que hubiera alguien detrás».

Cuando Rajoy quiere piropear a alguien, sabe muy bien lo que tiene que decirle: «Esperanza Aguirre es en esencia una política liberal, pero con sentido común». Y si necesita dedicar a un adversario el peor de los improperios también ha aprendido como hacerlo: «Al señor Blanco le pasa como a los capones de Villalba... alguien le ha quitado la mesura, el sentido común y el equilibrio».

Si tecleamos en el sistema de búsqueda de Google «Zapatero» y «talante» encontraremos 41.600 referencias, pero si ponemos «Rajoy» y «sentido común», pese a tratarse de una palabra más y no de un jefe de gobierno sino de un líder de la oposición, el contador sube hasta las 45.900.

Coloquialmente se repite con ironía que el sentido común es el menos común de los sentidos y filosóficamente es necesario remontarse a Aristóteles para rastrear sus primeras definiciones y hasta John Locke -como bien sabe José María Lassalle- para encontrar una acotación certera dentro de la fenomenología de la experiencia. Pero en el plano de la historia de las ideas políticas la apelación al sentido común tiene unas connotaciones muy precisas y un significado inequívoco, pues ese es precisamente el título -Common Sense- del con justicia definido como «el más incendiario y popular panfleto de la era revolucionaria».

Aunque fue publicado de forma anónima en Filadelfia el 10 de enero de 1776, la fama de su autor, Thomas Paine, fue pronto conocida a ambos lados del Atlántico. Antes de que transcurrieran seis meses había vendido medio millón de ejemplares de sus 48 páginas y antes de que acabara el año había inspirado nada menos que la Declaración de la Independencia norteamericana, contando con Jefferson, Franklin y Washington entre sus más entusiastas apologistas.

Casi dos siglos y medio después, Common Sense continúa siendo un convincente alegato contra la autocracia y una inteligente defensa de la democracia como un sistema «en el que el poder emana desde abajo». Pese a su escepticismo religioso, Paine recurrió con habilidad tanto a citas de la Biblia como a frases redondas de su propia cosecha para poner en evidencia a la Monarquía como una institución a mitad de camino entre la corrupción y el disparate.

Apunten. «Aunque la prolongada costumbre de no darse cuenta de que algo está mal, proporciona a ese algo una apariencia superficial de estar bien», el problema del gobierno «del Rey y sus barones» es su permanente falta de legitimidad. Paine dinamita la teoría del Leviatán absolutista, establecida más de un siglo antes por Hobbes, diferenciando por primera vez entre la Sociedad, que sólo puede ser «fuente de bendiciones», y el Estado «que, como el vestido, es la funda de la inocencia perdida».

Y si, para él, lo esencial no es que el monarca sea ilustrado o zote, benévolo o sádico, justo o injusto porque todo gobierno debe ser fruto «de una delegación de poder», cuando la realeza se ejerce desde el hermetismo y la distancia, la situación se vuelve grotesca: «Es absurdo que tres millones de personas tengan que dirigirse a toda prisa a las playas americanas cada vez que llega un barco de Inglaterra para saber de qué porción de sus libertades les estará permitido disfrutar».

El derecho a la independencia de las antiguas colonias no era en este contexto sino una expresión natural del ejercicio de la ciudadanía. Paine advertía, eso sí -vuelvan a apuntar-, que no sería sencillo obtenerlo porque «la pretensión de conservar el poder lejos de ser solamente una obsesión de los fuertes, está también entre los más peligrosos vicios de los débiles». De ahí que su receta fuera, en cualquier caso, renovar constantemente todos los órganos desde los que se ejerce el gobierno mediante «frecuentes elecciones periódicas».

Puesto que, preguntado por la clave del fulgurante éxito de su panfleto, Paine anticipó la fórmula del éxito de Rajoy: «Yo no ofrezco más que datos elementales, puras verdades y sentido común», parece obligado preguntarse si no sería conveniente aplicar también en su literalidad todos los demás postulados de este Common Sense al análisis de la actual situación en el PP.

Y lo primero que cabría decir a este respecto es que en España vivimos la flagrante paradoja de que mientras nuestra Monarquía -como acaba de argumentar Fernández Armesto- se hace cada vez más republicana en su pauta de conducta, las instituciones decisivas de nuestra res publica, esto es los partidos políticos, actúan con demasiada frecuencia de manera antipática y altaneramente monárquica.

Durante mucho tiempo el PSOE entronizó a Felipe González y ahora lo ha hecho con Zapatero, pero al menos uno y otro obtuvieron sus prerrogativas, o para ser exactos sus pasaportes hacia el éxito, en sendos congresos a cara de perro -el de 1974 en Suresnes y el de 2000 en Madrid- de los que, por cierto, se alzaron victoriosos contra pronóstico. En el PP todo es ahora mucho peor porque Rajoy fue ungido por el dedo de Aznar y, a diferencia de éste y de los otros, ni ha logrado aún la reválida del campo de batalla, ni existe la fundada expectativa de que lo haga nunca.

El espectáculo de sus barones poniendo las nuevas tecnologías de las plataformas hidráulicas y los rayos láser, junto a las malas artes de los avales, al servicio del Congreso aclamatorio de Valencia, recuerda a aquellos nobles medievales que cuanto menores eran los títulos y méritos de su patrocinado, más obligados se veían a rodear su coronación de grandes fastos y boato. Ya se sabe que durante la decadencia de la república veneciana el sistema habitual para camuflar la debilidad del dogo era ornamentando más y más su macrogóndola Bucintoro, cuando lo paseaba por el Gran Canal.

Decía Paine en Common Sense que «no hay nada tan ridículo como que una isla pretenda mandar sobre un continente». Es verdad que a la isla de la calle Génova, rodeada por todas partes de militantes y analistas desafectos -Rajoy empieza a sentirse en Madrid tan acosado como los girondinos en París-, hay que añadirle todas las sucursales autonómicas que aspiran a adquirir la condición de reinos de taifas unidos por un sistema de alianzas débiles. Pero tampoco podrá ese archipiélago de torres amuralladas imponer durante mucho tiempo su dominio sobre la vasta extensión en la que acampan nada menos que 700.000 afiliados y más de 10 millones de votantes porque en sus manos no está la opinión pública.

El zar Rajoy ha decidido atrincherarse con su pequeña zarina Saénz de Santamaría, su zarevitch González Pons y su Stolypin de bolsillo José María Lassalle en un palacio de invierno sobre el que se proyecta la sombra del Rasputín mejor pagado de todos los tiempos. De momento los boyardos territoriales aparentan serle fieles, pero sólo con objeto de poder aplazar su propia conjura el tiempo suficiente como para antes dirimir su liderazgo. ¿Quién sino el más amante de la ópera para el rol de Boris Gudonov?

Las bases del PP han quedado relegadas al sumiso papel de los siervos de la gleba. Basta echar las cuentas: si sólo en el 17% de las agrupaciones se han celebrado votaciones al presentarse más candidatos de los compromisarios asignados, es obvio que la participación precongresual ni siquiera ha llegado al 5% de los militantes. ¿Qué digo al 5? De los 700.000 al corriente de cuota, en este sarao no han debido participar ni 20.000 afiliados. Al resto sólo les queda aguardar la noticia del advenimiento de Valencia, con la misma resignada curiosidad con la que los colonos de Paine debían acercarse al litoral para averiguar lo que les deparaba el barco llegado de Inglaterra. O sea calladitos y, como ha dicho el jefe, «sin meterse en líos».

Es cierto que desde la refundación siempre había sido así. Pero Aznar tenía un proyecto, fue capaz de crear un equipo de primera y, sobre todo, tuvo enfrente a un tipo que había fomentado desde el poder el crimen de Estado y el saqueo de las arcas públicas. A nadie le preocupaba cómo había llegado Aznar. Era el listo útil del momento: funcionó, llegó al poder y enseguida se olvidó de sus ilusiones regeneracionistas. «¿Te parece poco un gobierno que ni mate ni robe?», me preguntó con sarcasmo tras su amarga victoria, augurando despeñaderos posteriores.

Ni las manos de Zapatero están manchadas de sangre, ni sus colaboradores han saqueado el erario, pero la negociación con ETA y el Estatut fueron dos errores tan descomunales que -unidos al fracaso del Estado en el esclarecimiento del 11-M- permitían pensar que la historia del 96 podría repetirse. Rajoy era lo que había y tocaba cerrar filas como si fuera la última coca-cola del desierto. Pero, por las razones que fueran, Rajoy no logró rebasar ese listón. Y ahí comenzó el drama.

En lugar de optar por la salida digna y elegante de quien ha consumido su turno y entrega la caña al pescador siguiente, deseándole la suerte y el acierto que él no tuvo, nos encontramos para asombro de propios y extraños con el hombre que quería reinar. Resulta que la culpa de la derrota fue de algunos dirigentes regionales por trabajar poco, de Pizarro por no haberle ganado a Solbes y, sobre todo, de Acebes y Zaplana por haber empañado el apolíneo perfil del jefe con las salpicaduras de sus peleas sobre el barro.

Desde aquel aciago 11 de marzo -«Esto es lo que hay»- Rajoy lleva pretendiendo zanjar su crisis como el presidente de un club de fútbol que cambia de entrenador tras perder el campeonato de liga o como el monarca decimonónico que reemplaza un gobierno moderado por otro progresista según va soplando el viento. El amo de la finca cambia de capataz y los aparceros aplauden su buen tino. Nunca imaginé que llegaríamos a esta situación, pero ahora veo que la agonía puede ser terrible. Rajoy empieza a ser prisionero de su propio disparate y finge ignorar el clamor que dice que el Rey está desnudo. Está tan mal acostumbrado que no se da cuenta de que si durante cuatro años sus tropezones, balbuceos y brotes de absentismo eran discretamente camuflados bajo el altar de lo pragmático, desde ahora y hasta que tire la toalla serán magnificados por el mismo motivo.

El PP necesita renovar su liderazgo para poder renovar su proyecto. Practicar la democracia hacia dentro para poder predicarla hacia fuera. Liquidar todas sus trampas para poder denunciar las del PSOE. Presentarse como un partido nuevo, para poder apelar a una sociedad nueva. Regenerarse para hacer creíbles sus promesas de regeneración.

Si vuelve Rato, se presenta y gana... con Rato al frente. Y si es Aguirre... pues Aguirre. Que triunfa Gallardón... ¿por qué no Gallardón? O Juan Costa. O González Pons. O Arístegui. O el más audaz de los audaces. Las diferencias ideológicas entre todos ellos son mínimas. Cada uno tendrá preferencias y opiniones sobre sus respectivas habilidades, pero en este proceso el camino es más importante que el desenlace. Personalmente prefiero al fulano que pueda tener más atravesado si es fruto de la democracia interna, que a mi paladín o lideresa favorita encumbrada otra vez por capricho o cooptación.

¿Qué tendrá que suceder para que Rajoy se dé cuenta de que desde el 9-M él ya sólo podrá presidir una gestora y de que si se empeña en llegar a la cremá como juez y parte de la nit del foc, se convertirá en el único ninot de la Falla de Valencia sin derecho a ser indultado? Hasta ahora hemos apelado a su patriotismo de partido, a su visión de la jugada e incluso a su inteligente egoísmo. Todo en vano. No queda más remedio que recurrir a la ratio ultima, tirar la bomba atómica y apelar a... su sentido común.

Acabemos ya con esto, señor Rajoy. ¡Qué triste sería que de todas las célebres máximas de Common Sense, la que terminara prevaleciendo aquí fuera la que con lúcido fatalismo advierte que «time makes more converts than reason»! Sí, «el tiempo hace más conversos que la razón», pero Zapatero es el único al que le conviene que tengamos que esperar tanto.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.