Por un antiindependentismo útil

Sorprende la timidez con la que hasta ahora se han expresado los contrarios a la secesión. La culpa de que la independencia se haya convertido en una especie de utopía activa, en una ilusión mágica, es atribuible también en parte a una cierta dejadez de aquellos que con buenos argumentos políticos y, sobre todo, económicos deberían haber alertado de sus inconvenientes. Y que podían hacerlo desde posiciones catalanistas y progresistas. Seguramente, ese desinterés se debe a que jamás pensaron que llegaríamos a este punto. Además, refutar lo que para algunos es un sueño resulta poco amable. Aparecer como anti siempre es incómodo. Sin embargo, el soberanismo no ha tenido manías en descalificar sistemáticamente el modelo autonómico y en propiciar ácidas críticas a la vía federal propagando la simplificadora idea de que más allá del Ebro no hay nadie con quien entenderse. En realidad, al nacionalismo catalán se le puede aplicar la llamada paradoja de Bossuet, esa clase de esquizofrenia que consiste en deplorar un estado de cosas y, al mismo tiempo, celebrar las causas concretas que lo producen.

Ahora la controversia se hace ya inevitable y debería reproducirse con gran intensidad hasta las elecciones. Pues lo que nos jugamos es mucho. Por eso es importante moverse en el terreno sobre todo de las realidades. Para empezar, hay que subrayar que la Constitución no reconoce el derecho a la secesión, de manera que ejercerlo por vías legales de forma unilateral es imposible. Por supuesto que este no es un argumento que invalide el deseo independentista, pero debería alertar a los electores moderados de que el camino que abandera Artur Mas promete ser tortuoso, con choques políticos de alto voltaje. Si alguien piensa que un Estado, del lugar del mundo que sea, está dispuesto a consentir fácilmente su desintegración es que vive en la inopia. La secesión de Catalunya, si se produce, no se alcanzará transitando de la ley a la ley.

Claro está que este no es un argumento definitivo, y por eso propongo que nos hagamos dos preguntas. Primera: ¿existen razones suficientes? Creo que sería bueno que mirásemos la cuestión como seguramente lo haría un observador extranjero. ¿Y qué constataría? Pues que Catalunya no es una colonia de España y que los catalanes participan libremente en la vida democrática española. También que los estudios de opinión constatan que más del 70% de los ciudadanos se sienten catalanes y españoles en grados diversos. Se percataría también de que existe un descontento por todo el episodio del Estatut, y que la desafortunada sentencia del Tribunal Constitucional dejó un sabor amargo, aunque en la práctica, jurídicamente, cambió poca cosa. Además, le parecerá paradójico tanto enfado porque la participación en el referendo del 2006 no alcanzó el 49%. Pese a todo, comprobará que el autogobierno catalán dispone de importantes estructuras de Estado (parlamento, medios de comunicación, policía, competencias en educación y sanidad). Y sobre el traído dinero, pese a la crisis y a las justas reivindicaciones catalanas en materia de inversión, certificará que las finanzas de la Generalitat han mejorado siempre en cada nueva negociación. El discurso del expolio se derrumbará cuando compruebe que las cotizaciones sociales que se pagan en Catalunya no alcanzan desde el 2010 para pagar a los pensionistas catalanes. En cuanto a la lengua y la cultura, constatará su vitalidad y modernidad (pese a no tener Estado propio, como reclaman los nacionalistas), aunque se sorprenderá de que en el resto de España se ignore esta fecunda realidad y que pocos levanten con orgullo la bandera del plurilingüismo. Pese a estas disfunciones del modelo autonómico, no encontrará razones de peso que justifiquen emprender el camino de la secesión.

Y, segundo, se planteará si los números de la independencia salen tan bien como dicen sus partidarios. En este punto creo que se echará las manos a la cabeza. La interdependencia comercial, industrial y financiera es enorme, y no parece que una ruptura del mercado vaya a propiciar ningún beneficio a corto o a medio plazo, más bien todo lo contrario. Se sorprenderá de que incluso los más optimistas reconozcan que, en los primeros años, Catalunya sufriría una notable caída de su PIB debido a una multitud de factores asociados a la ruptura, lo que no parece muy recomendable en las actuales circunstancias.

Visto lo cual, se preguntará si los catalanes no se estarán dejando arrastrar por algún tipo de resentimiento o por una política nacionalista que, si bien se disfraza de racionalidad económica, es intransigente, abandonando su tradicional seny por la bulliciosa rauxa. Si el observador es alemán, no dudará en aconsejarnos que copiemos, en todo o parte, el modelo federal.

Joaquim Coll, historiador.

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