En política, unas veces caen las gentes en el autoengaño por interés, y otras por ofuscación. Casi es mejor que sea por lo primero que por lo segundo. Porque si es por ofuscación, es probable que, dejándose llevar por las emociones, persistan en su error. En cambio, si es por interés, es posible que, si la situación cambia, rectifiquen su juicio, aunque tarde. Por eso conviene que en el electorado haya un porcentaje significativo de ciudadanos independientes que, sin identificarse con un partido ni sentir hostilidad hacia el otro, les juzguen en cada ocasión por lo que ofrecen, y, atendiendo al interés del país y al suyo propio, alternen su voto.
En la España de hoy, un poco más de frialdad de juicio habría permitido prever desde hace tiempo lo que nuestros gobernantes harían ante una crisis como la actual.
Si, por lo general, el mejor predictor del futuro suele ser el pasado, bastaba mirar lo que habían hecho en la anterior legislatura para imaginar que lo más probable era que serían pasivos y ligeros ante la crisis, como lo era que dejarían crecer los conflictos internos y menguar la influencia del país en el exterior. Pero la mezcla habitual de fidelidad de voto, desconfianza hacia el contrario, ofuscación e intereses bien o mal entendidos dio lo que tenía que dar, y ahora estamos donde estamos.
Tampoco estamos tan mal si se piensa que podríamos estar mucho peor, y que la dificultad misma de la situación puede producir la frialdad de ánimo que necesitamos con urgencia. Es preciso hacernos ya a la idea de que la falta de rumbo del barco nos lleva hacia varios años de estancamiento y, para evitar que se prolonguen, habrá que deliberar con cuidado y atender a varios frentes a la vez.
Uno muy importante es el de la cultura, en sus dos variantes de la educación y de la ciencia.
Conviene fijarse ahora en esos temas resistiendo la tentación de atender casi en exclusiva a otros más urgentes, porque la gravedad de la crisis resulta, en parte, de nuestra debilidad en esos campos. Con una educación y una ciencia reforzadas no tendríamos la economía poco competitiva y el debate público de escasa calidad que tenemos. En cambio, tendríamos un sector exportador potente, una mano de obra muy cualificada y una ciudadanía alerta que no permitiría a sus gobernantes tantas fantasías.
Son muchos los indicadores de que nuestra educación actual es muy defectuosa. Por ejemplo, la tasa española de fracaso escolar es el doble de la media europea, y los resultados de los tests PISA, aplicados a la enseñanza general, colocan a España en el tercio inferior de los países considerados.
Se estima que un tercio de quienes empiezan estudios universitarios los abandonan, y sólo otro tercio los termina en el tiempo previsto; y en la lista de las 150 mejores universidades del mundo no hay ninguna española. En definitiva, sin minusvalorar los esfuerzos hechos y las mejoras conseguidas, los resultados son insuficientes.
Una ventaja de discutir el tema educativo en España es que todos los partidos son, en alguna medida, responsables de este estado de cosas, y algo parecido cabe decir del resto del país: de las elites económicas (con iniciativas loables, pero no se conoce el equivalente español de una Universidad de Stanford, o de Chicago, por ejemplo, fundadas por filántropos) o las culturales (que viven con el problema educativo muy de cerca) o la sociedad (interesada pero poco afanada en resolverlo). Por tanto, no hace falta desgarrarse las vestiduras y buscar chivos expiatorios. Todos podemos sentirnos corresponsables, adoptar una posición humilde y darnos consejos fraternales para salir de esta situación. El primero es no engañarnos y ver las cosas como son.
Este consejo se aplica también al campo de la ciencia. Cierto que la proporción del PIB dedicada a investigación ha aumentado; pero nuestros países de referencia suelen tener porcentajes bastante más altos. También ha crecido el tamaño de la comunidad científica, lo que era muy de desear; pero ello no es por sí solo un indicador suficiente de una expansión de las fronteras del conocimiento. Los científicos muy productivos o bastante productivos son relativamente pocos; en general, se ha estimado que el 5% de los científicos produce el 50% de los resultados científicos, y que dos tercios de los científicos hacen una sola publicación en su vida; y tampoco es que sus publicaciones tengan siempre muchos lectores (según los análisis de prácticas científicas, las proporciones de artículos leídos suelen ser ínfimas).
Cabe pensar, por otro lado, que la difusión de las prácticas de peer review mejore la calidad de esas publicaciones, aunque los propios científicos suelen expresar reservas importantes sobre cómo aquéllas se llevan a cabo. Las razones de que los indicadores de número de publicaciones y de difusión de prácticas de peer review sean, interesantes, sí, pero relativamente blandos son similares. Ambos pueden verse distorsionados a causa del riesgo, inherente en las comunidades académicas, de que se sustituya la lógica del funcionamiento de un mercado abierto de las ideas por la del de unos mercados segmentados, dominados por escuelas atrincheradas en posiciones de poder académico.
En todo caso, es cierto que en los 10 últimos años España se ha situado, por el número de artículos, en el puesto 9º entre los 20 primeros países, y por el número de citas de estos artículos, en el puesto 11º; son posiciones equivalentes a la de la economía española en la mundial. Sin embargo, las citas por artículo, que son un indicador del impacto en la comunidad científica, colocaban a España en el puesto 40º de una lista de 147 países (y muy rezagada respecto a los 20 primeros).
Pero quizá el indicador más relevante del efecto de la ciencia sobre la economía sea el de las patentes triádicas, es decir, las presentadas en las oficinas de patentes de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón.
En este caso, si adoptamos una perspectiva temporal amplia y proyectamos la tendencia de la evolución de las patentes triádicas españolas por millón de habitantes entre 1995 y 2005, España alcanzaría el nivel actual de Reino Unido dentro de un siglo (en 2109), el de Francia, en siglo y medio (en 2158) y el de Alemania, en tres siglos (en 2309), suponiendo que esos países, entretanto, no incrementaran su nivel.
Obviamente, este ejercicio de proyección tiene un valor predictivo débil, pero nos da una idea del orden de magnitud del esfuerzo que queda por realizar. Es un esfuerzo enorme; tanto que si, una vez más, el pasado fuera el mejor predictor de nuestro futuro, es muy de temer que nunca se haría. Para hacerlo, con éxito, tendríamos que realizar una ruptura muy profunda entre el pasado y el futuro. Pero sería preciso hacer ambas cosas, la ruptura y el esfuerzo, si se quiere de verdad, y no meramente de palabra, una España más razonable, libre y justa, en un mundo cada vez más difícil, complejo y azaroso.
Víctor Pérez-Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.