Políticos, banqueros, empresarios, expertos… Incluso se apuntan algunos intelectuales, dispuestos por una vez a contemplar la realidad lejos de la (falsa) torre de marfil. ABC contribuye al debate bajo el epígrafe muy expresivo de «regeneración». La crisis obliga a un ejercicio de responsabilidad. No hay margen para el error. Importan poco las maniobras partidistas o los espasmos sindicales. De hecho, más allá de las fronteras, carecen también de relevancia las anacrónicas barricadas parisinas o las civilizadas protestas londinenses. Bienestar en peligro, final de los treinta años «gloriosos» y de otros treinta de prórroga confusa. Estalló la famosa crisis fiscal del Estado y llegó la hora de revisar esa factura que todos pagamos en nombre de los derechos sociales. Ni siquiera importa quién tiene la culpa. Allá cada cual con su ideología sobre la maldad intrínseca de los mercados o la ineficacia constitutiva de las burocracias públicas. Recuerden que ahora no sólo está en juego el futuro de nuestros hijos, sino también el nuestro. Para un historiador de las ideas, es acaso una llamada hobbesiana a superar el estado de naturaleza frente al imaginario paraíso rousseauniano. ¿Soluciones? Ninguna milagrosa y todas discutibles. Como siempre, lo peor es la demagogia y la visión a corto plazo al servicio del interés particular. El único futuro posible se llama Estado eficiente, una combinación razonable entre eficacia y austeridad. Ya sabemos por qué. Veamos ahora cómo y cuándo.
Se suceden las llamadas de alerta. El líder de la oposición habla de una «madeja administrativa» que ahoga la energía de nuestra sociedad civil. El gobernador del Banco de España denuncia la situación insostenible de las finanzas autonómicas y locales. El principal banquero español advierte sobre los riesgos del localismo territorial para la imprescindible unidad de mercado. En tiempos de bonanza, la hipertrofia organizativa es un lastre para las administraciones públicas. Ahora, en plena situación de emergencia, resulta sencillamente insostenible. David Cameron, al frente de la coalición británica, presenta el asunto como una operación aritmética contra la «locura» fiscal. Es el mayor recorte desde la posguerra, tal vez el anuncio de un nuevo modelo de Estado más allá del liberalismo y del socialismo. Los gobernantes franceses bastante tienen con mantener el orden ante los disturbios callejeros. Pero, como bien sabe Nicolas Sarkozy, la clave está en Economía y no en Interior. Se nota que no es Rodríguez Zapatero… A su vez, el Ejecutivo de Angela Merkel habla sin rodeos: «No podemos gastar lo que no tenemos». Sería lógico —aquí y ahora— tomar nota de la experiencia ajena. Pierdan ustedes toda esperanza. La agenda que conviene al PSOE otorga prioridad a problemas ficticios con la única finalidad de tender trampas al PP para recortar una ventaja muy estimable en las encuestas.
Así pues, hay que diseñar una estructura racional para el sector público, mejorar la productividad, simplificar una normativa asfixiante y orientar el gasto hacia los ámbitos que ofrezcan rendimientos razonables y no se consuman en nóminas y subvenciones. Sobran aquí y allá organismos sin competencias. Otras veces, en cambio, se superponen dos o tres instituciones públicas para prestar —mejor o peor— el mismo servicio. La coordinación brilla por su ausencia, porque las fuerzas se agotan en absurdos recelos competenciales ante la perplejidad (a veces, la justa indignación) de muchos ciudadanos. Diseñar un Estado mejor exige contar con políticos sensatos y con profesionales competentes. Ante todo, conviene identificar esos organismos inútiles que gestionan una «nada administrativa», como diría el personaje de Julien Gracq en «El mar de las Sirtes». ¿Nadie se acuerda de la célebre «navaja» de Ockham? Esas entidades ficticias son un nicho de prebendas partidistas cuya única función es colocar a los afines y fabricar gestos para la galería al servicio del jefe. En cambio, hay que salir al paso de cierta opinión poco fundada que dirige sus dardos contra la función pública en general. Muchos miles de funcionarios han ganado unas oposiciones que ponen a prueba su mérito y capacidad. Cumplen dignamente con la tarea nada sencilla que la Constitución atribuye a las administraciones públicas: servir con objetividad a los intereses generales. Dentro de lo posible, mantienen una razonable distancia frente a las decisiones políticas coyunturales. Como es natural, habrá que evaluar su rendimiento y aplicar la ley cuando no cumplan con diligencia sus obligaciones. Sin embargo, están fuera de lugar las ocurrencias sobre despidos y otros criterios empresariales. Pura especulación, de momento… Un estatuto de independencia para el empleado público protege también al ciudadano, porque impide las purgas políticas y las eternas prácticas caciquiles. Ya que hablamos de regeneración, conviene revisar los viejos libros de historia.
Un Estado eficiente debe ser un Estado vertebrado desde el punto de vista de la cohesión territorial. El modelo autonómico ha producido algunas ventajas evidentes en ese terreno decisivo que Ortega definió con brillantez como la «redención» de las provincias. Por desgracia, no ha logrado encauzar el eterno dilema que nos plantean los nacionalismos periféricos. Pero hablamos ahora de dineros y competencias, al margen de pasiones identitarias que la sociedad global parece incapaz de controlar. Expertos reconocidos ofrecían hace poco en este periódico un diagnóstico preciso, avalado por cifras concluyentes. Les recomiendo también un documento presentado en FAES por el jurista Alberto Dorrego sobre los instrumentos jurídicos del Estado en la gestión educativa: mediante docenas de leyes, miles de decretos y no pocas sentencias, hemos generado un proceso gigantesco de traslación de competencias. Es absurdo mirar para otro lado: sus efectos sobre la calidad de la enseñanza no convencen ni poco ni mucho a las agencias internacionales. Si cambiamos de bando, IDEAS, la fundación socialista, emite mensajes análogos de vez en cuando. Al fin y al cabo, sus responsables están castigados en la retaguardia del partido…
¿Cuándo empezamos? Urgencia máxima. Volvamos al ejemplo de nuestros socios y vecinos. Se trata de racionalizar en serio el gasto público y no sólo de cuadrar las cuentas para salir del paso en el último presupuesto de la legislatura. Un exceso de gastos improductivos consume recursos limitados. El drama del paro exige una reacción contundente. El esfuerzo fiscal de las clases medias ya no da más de sí. Los españoles hemos demostrado que sabemos hacer bien las cosas, casi siempre en el último minuto. Seamos sensatos. Nos espera un largo final de trayecto para un proyecto agotado por mucho que utilice a tope el maquillaje político. Vamos a perder un año y medio en una coyuntura excepcionalmente grave. Cuando llegue el cambio… Alguna vez he citado en esta Tercera las primeras líneas de «El castillo», mi novela favorita de Franz Kafka. El maestro Juan Velarde califica ese inicio de «escalofriante». Dice así: «Cuando K. llegó, ya era tarde…».
Benigno Pendás, catedrático de Ciencia Política, Universidad CEU San Pablo.