Por un Madrid mejor: carta al señor alcalde

El paseante, mientras camina por una acera de Madrid, piensa que ciertos tópicos, no por comunes, dejan de ser ciertos. “Madrid, rompeolas de las Españas”, podría ser uno de ellos. Epicentro político, cultural y hasta físico de la nación, Madrid lleva siglos ejerciendo un designio gubernativo envuelto bajo el misterio. Nadie ha descubierto aún el motivo exacto por el que Felipe II escogió aquel poblacho manchego para convertirlo en centro del Imperio.

Otro tópico; solo Madrid es corte, a lo cual las malas lenguas añadían; Madrid es solo corte. Todo cambió con la Última Gran Industrialización; una ola que comenzó en los años sesenta y cuyos ecos llegan hasta la actualidad. Madrid dejó atrás los escenarios galdosianos para convertirse en el cuarto área metropolitana de Europa. Este crecimiento, al tiempo que convierte a la ciudad en motor de esperanza, ha dejado cicatrices sobre su piel. Unas, las esperanzas, deben cumplirse; otras, las cicatrices, han de ser restañadas. La llegada de un nuevo alcalde al consistorio es ocasión para acometer ambas operaciones.

El paseante, decíamos, vagabundea. A derecha e izquierda descubre aglomeración de gentes y coches. Madrid tiene que afrontar a diario el reto no menor de su limpieza. El regidor recién llegado ha cogido este gran fregado por los cuernos. Y ha hecho bien, pero hace falta aún más empeño para que las aceras queden limpias; las calzadas, baldeadas; las papeleras, vacías y los semáforos, pintados. En cuanto a los grafitis, el paseante para sus adentros se hace una pregunta nada retórica: ¿Por qué no obligar por ley a que los padres paguen la limpieza de los garabatos que pergeñan sus niños pintores? En el País Vasco una orientación similar terminó, ni más ni menos, con la kale borroka.

Hay un área de limpieza que merece especial atención: la confluencia de los museos del Prado, Thyssen y Reina Sofía con la estación de Atocha. Necesita césped de competición y flores de concurso. Cada selfie de un turista allí supone una inmensa publicidad para la Villa, como ya acontece ante la Puerta de Alcalá. Al paseante le gustaría que este espacio majestuoso -pero con dejes bullangueros- fuera inmaculado, verde, sereno; lugar de paseo y conversación. La modernización de esta zona culturalmente privilegiada debe incluir un sistemático proceso de limpieza -varias veces al día- del entorno de la estación de tren y los museos.

Camina, el paseante camina, y desemboca en la Plaza Mayor; el centro del Centro. Arcos graníticos que dan acceso a fachadas ilustres; soportales íntimos, donde aún colea el espíritu gremial. Pero el lustre de la Historia es una cosa; y la suciedad asentada en piedras centenarias, otra muy distinta. Necesita un tratamiento de shock. El agua a presión sobre atrios y galerías ha de ser una realidad tan cotidiana como los turistas o los bocatas de calamares. Y las decenas de sintecho que duermen en los soportales, noche tras noche, merecen atención y cuidado preferente.

El paseante prosigue un recorrido que, casi sin querer, desemboca en la Plaza de Oriente. Tiene el pálpito de que a este milagro arquitectónico no termina de sacársele todo el brillo. Los jardines a la francesa -formales y, sin embargo, tan alegres como la propia fachada del Palacio- presentan escaso color y no pocas mellas, además de un mulch inútil. Las parcelas arrastran la inercia de un cierto descuido.

El paseante, porque sabe que está a tiro de piedra, se deja caer por la Plaza de España. Allí encuentra, restaurada, la fachada del Edificio España, que sirve de primoroso anticipo a un proyecto que en el momento de su culminación, a finales de 2020, habrá transformado una mazorral plaza sesentera propia de Varsovia o Minsk en una suerte de oasis urbano, mezcla de jardín inglés con futurismo puro y duro. Bajo la verde sombra de los nuevos árboles plantados, el viandante tendrá un continuo boscoso que irá desde la Gran Vía al Palacio de Oriente; desde los Jardines de Sabatini hasta el Parque del Oeste, tras cruzar el Templo de Debod.

Árboles y agua. El paseante percibe que son bienes escasos en Madrid. La ciudad fue construida sobre corrientes subterráneas, no superficiales. Y cuando el poder baja la guardia, el desierto avanza. Un contraejemplo que sirve de aviso: las resecas bolas de lauro que el paseante recuerda en las medianas de María de Molina, cruce con Serrano. Hace falta un esfuerzo constante para que Madrid verdee, porque la naturaleza, de no cursarle invitación formal, aquí no brota.

Convergen criterios estéticos, de salud pública y ecológicos a la hora de reponer setos, regar medianas y eliminar hierbajos. Han de verse impecables y floridas las aceras próximas a lugares de reunión, desde estadios a bocas de Metro, desde paradas de autobús a iglesias, desde teatros a polideportivos. Empezar por los alcorques -hay tantos vacíos…- hasta repoblar la Casa de Campo; realmente la misión de plantar árboles debe tener la fuerza de un imperativo kantiano.

Con igual determinación habrá que abordar la contaminación; el paseante tiene el convencimiento de que el potencial ecológico de la urbe podría no tener límite. Las políticas adecuadas ya han transformado un desahuciado cauce, el Manzanares, en Madrid Río; un parque de más de doce hectáreas ubicado a ambos márgenes de la corriente sobre la soterrada M-30. El éxito del plan lo resume el mustélido por excelencia: la nutria, que ha regresado al río; es el símbolo de que las aguas bajan limpias. El siguiente movimiento; que zoólogos y ornitólogos profesionales suelten peces y pájaros para que la recuperación del Manzanares resulte completa.

Y ya que el paseante recorre con la mente el distrito de Arganzuela, viene a su cabeza el estadio Vicente Calderón; un símbolo cuyo proceso de demolición está muy avanzado. Sic transit gloria mundi. Para marzo, cuando el derribo haya concluido, el paseante suspirará aliviado; el saneamiento completo de la zona cubrirá la M-30 a su paso por el antiguo estadio.

Por último, y no por ello menos importante; la vivienda. Promocionar la construcción de casas dignas y amplias en espacios abiertos y a precio de obra, al alimón con iniciativas de la Comunidad -iniciativas como las que veremos en la Ciudad de la Justicia y en Chamartín- será, juzga el paseante, una tarea de especial importancia.

El urbanismo de Madrid se encuentra entre los grandes del mundo. Combinado con otras políticas de corte ecológico -como las ya presentadas en el Plan Madrid 360-, y avivando la estrecha colaboración de sectores públicos y privados, todo ello servirá para colocar a Madrid a la vanguardia del siglo XXI. Que es donde puede, quiere y debe estar.

José Barros es periodista y consultor de comunicación.

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