El verano ya no es lo que era. El antaño dolce far niente de aquellas semanas ha sido sustituido por la hiperactividad de la nueva era poscrisis, con recortes en el gasto público y aumento de ingresos que no pueden esperar al inicio del curso, en septiembre. En Alemania, los más significados capitanes de industria se oponen públicamente a la tasa sobre la energía nuclear avanzada por Angela Merkel; en Francia se esperan movilizaciones contra la elevación de la edad de jubilación; en Gran Bretaña el Gabinete Cameron-Clegg ha anunciado que se pagarán comisiones a los que denuncien fraudes a la Seguridad Social del país; en Grecia, las autoridades están revisando las declaraciones de renta y la fiscalidad de los propietarios de yates, y en Estados Unidos acaban de decidir la instauración de una tasa para turistas. España no es una excepción. Y en agosto hemos visto la propuesta del ministro Blanco, después matizada por la vicepresidenta Salgado, de elevar la presión fiscal sobre las rentas más altas, al tiempo que el ministro Corbacho relanzaba el debate sobre las pensiones, postulando la necesidad de ampliar los años de cotización –desde los 15 a los 20– que sirven de base para su cálculo.
Corren, pues, tiempos revueltos para todos, pero en el caso español emerge algo más que el efecto de la crisis sobre las finanzas públicas. Aparece el sustancial deterioro de las bases fiscales sobre las que funcionó el país en los años de expansión, en especial el final del boom demográfico y de la construcción. Y tampoco se espera que puedan volver a impulsarlas los próximos años. Para muestra, un botón: el choque inmigratorio generó directamente, entre el 2000 y el 2007, en torno al 25% del aumento de los ingresos públicos, contribuyendo decisivamente a la supresión del déficit. Si a ese efecto directo se añaden los impactos de derrame sobre el resto de la economía, se tendrá una idea cabal de hasta qué punto la mejora de la hacienda pública se apoyó en un fenómeno que, como la inmigración, difícilmente se repetirá en esta década.
En el ámbito de la crisis de la construcción, sus más negativos efectos emergen hoy en las haciendas locales, que afrontan un futuro complejo. Y, como en tantas otras cosas de este país, no hay un culpable individual de esos problemas. Entre todos la mataron y ella sola se murió, como reza el dicho. Nunca debió permitirse el uso de recursos extraordinarios, vinculados al patrimonio inmobiliario, para financiar gasto corriente. Pero no se evitó. Su utilización evitó plantear una reforma de las finanzas locales que hubiera presionado sobre las del Gobierno central, impidiéndole las alegrías en forma de reducción de impuestos que caracterizaron la pasada década.
En esta compleja situación, con un crecimiento lento en el medio plazo de los ingresos públicos y crecientes necesidades de gasto, ¿qué hacer? Hace unos días me inclinaba por el aumento de la presión fiscal sobre las rentas más altas, al igual que ha sucedido en Gran Bretaña. Esta es una parte del debate que el país debe efectuar, y no es de recibo que, a la que se plantea, se generalice de forma interesada hablando de subidas generalizadas de impuestos que nadie está proponiendo. Tras el aumento del IVA, y con la presión fiscal que soportan las clases medias, la discusión está en cuánto han de contribuir aquellos que más ingresan. Pero junto a esas posibles reformas de la imposición debe ponerse en primer plano la lucha contra el fraude fiscal, un cáncer que corroe nuestro sistema de valores, que justifica y estimula comportamientos insolidarios y que obliga a elevar la presión fiscal sobre los que no pueden evadir el control de la hacienda pública.
Sería muy deseable que el Gobierno central, en el debate que se prevé sobre fiscalidad en los presupuestos del Estado, presentase propuestas específicas de lucha contra el fraude. Quizá haya que rescatar aquello de los signos externos (como han hecho los griegos), o recuperar las facturas prestadas por determinados profesionales a efectos de ciertas desgravaciones en el impuesto sobre la renta. Pero algo hay que hacer en este ámbito. No podemos continuar con la generalizada creencia de que, si todos los contribuyentes pagasen lo que toca, la situación fiscal del país mejoraría sustancialmente y, al mismo tiempo, no articular políticas ambiciosas de reducción del fraude. Socialmente hablando, es mucho más que un problema de policía fiscal. Y aunque las experiencias italiana y griega de incautación de yates parecen tener efectos positivos, el combate contra el fraude no puede quedarse en este tipo de medidas.
Las bases fiscales que permitieron la desaparición del déficit en el pasado, y la mejora de tantos servicios públicos, se han deteriorado por un largo periodo de tiempo. Y las necesidades, por el creciente envejecimiento del país, no dejarán de aumentar. Hay que avanzar en la articulación de un nuevo pacto social, con una fiscalidad justa, que alcance por igual a todo tipo de rentas y que cierre el camino al fraude. Este es el debate que hay que lanzar. Esta es la obligación del Gobierno.
Josep Oliver Alonso, catedrático de Economía Aplicada en la UAB.