Por un nuevo pacto generacional

La pobreza tiene rostro joven en España. Una afirmación contrastable que se abre camino con dificultad, pues muchas son las fuerzas que conspiran en su contra. Sin ir más lejos, la tendencia a simplificar esta cuestión entre la condescendencia y el fatalismo; entre el mantra de que los jóvenes se quejan de vicio y los que hablan de una generación perdida. O peor aún, la extendida idea de que ser joven es algo que “se cura con la edad”, es decir, que con crecer se superarán por sí solas sus vicisitudes. Una idea que ignora que la pobreza en la infancia y la juventud deja hondas cicatrices que se arrastran de por vida.

Ahora bien, debería evitarse caer en el reduccionismo de un enfrentamiento entre generaciones. Un objetivo común como país debería ser afrontar las dinámicas del envejecimiento y las nuevas formas de desigualdad, edificar un sistema de bienestar sostenible en el tiempo. Este objetivo, sin duda, nos interpela a todos. Pero, además, también hay que pensar en términos de intersección. A la dimensión generacional debemos superponerle otras como la clase o el género, pues ni todos los jóvenes son igual de vulnerables ni las políticas para ellos pueden ser las mismas.

Por un nuevo pacto generacionalEs indudable que muchos de los problemas estructurales de España son anteriores a la crisis económica, pero su estallido los ha hecho patentes. En 2017 el riesgo total de pobreza estuvo en el 21,6%, pero entre los menores de 29 años llegaba hasta el 28,5%. Desde que comenzó la crisis, mientras que para las personas mayores de 65 años —siempre en promedio— el riesgo de pobreza se redujo, entre los menores de 24 subió un 16%. La devaluación salarial ha sido, de hecho, muchísimo más intensa entre los menores de 35 años y la recuperación de los ingresos por hogar, mucho más lenta. Por tanto, no hablamos solo de una pérdida de expectativas de futuro; es que los jóvenes han cargado sobre sus espaldas un mayor peso de la crisis que otros colectivos

Muchas son las vigas del muro invisible que bloquea a la nueva generación. Una fundamental es el mercado de trabajo español, un modelo dualizado que precariza de manera más intensa, entre otros colectivos, a los más jóvenes. La destrucción de empleo con la crisis se cebó especialmente con estos últimos, sobre todo los de menor cualificación ligados a la burbuja inmobiliaria (más del 50% del total del empleo joven perdido), mientras que los menores de 35 años vieron caer sus ingresos cuatro veces más que la media. Además, si la temporalidad ya es alta en España —el 27% de los asalariados tiene un contrato temporal—, entre los menores de 30 se dispara brutalmente —llega al 60%—. Algo que, contra el discurso popular, no es pasajero, sino que se ha convertido en la nueva normalidad. Hoy los expertos calculan que un joven tarda 94 meses en conseguir su primer contrato indefinido.

Un segundo elemento crucial es el sistema educativo. Probablemente ninguna crítica está tan desenfocada como la que alega que los jóvenes de hoy en día están menos preparados que los del pasado —lo que es falso tanto en métricas de universalidad como de rendimiento objetivo—. El verdadero síndrome de nuestro modelo educativo es que tiene forma de reloj de arena. Tenemos un porcentaje sobre la media europea de titulados universitarios (unos 9,5 millones, aunque nuestro mercado de trabajo solo absorbe unos 6) y, al mismo tiempo, una tasa récord de abandono escolar, el 19% (que está empezando a subir de nuevo). Mientras que el desacople entre la cualificación y el sistema productivo genera que tengamos jóvenes desempeñando tareas por debajo de su nivel de formación, el verdadero drama social son todos los jóvenes expulsados del sistema. Sin estudios básicos, su vulnerabilidad es enorme.

Por último, el Estado de bienestar español no se caracteriza por su capacidad redistributiva en general —pero tampoco por estar enfocado a los jóvenes en particular—. Un modelo tan dependiente de las cotizaciones a la Seguridad Social, con escasas transferencias universales, tiende a penalizar a aquellos con trayectorias laborales atípicas y pocos medios. El hecho no solo es que seamos uno de los modelos de bienestar que menos corrige desigualdades tras transferencias, es que el sesgo por edades es evidente. Mientras que no lo hacemos tan mal reduciendo la pobreza de los mayores, casi 6,7 puntos, según Eurostat, entre los jóvenes y niños su efecto corrector cae al 1,3, de los más bajos de nuestro entorno. Natural, dado la tardía emancipación en España, el retraso en la edad para tener hijos o la caída en la natalidad. No es solo mentalidad, es una cuestión de oportunidad.

Ante todos estos retos, hay que separar lo urgente de lo importante —atajar la pobreza juvenil y el abandono escolar debería ser lo inmediato, reformar a fondo nuestro modelo de bienestar debería afrontarse más a medio plazo—. Pero, además, estos retos son de suficiente magnitud para necesitar políticas transversales. Por eso sería fundamental establecer un pacto de amplia base parlamentaria y una mesa para su seguimiento. Es la única forma de lograr que el debate generacional siga aflorando en la agenda pública sabiendo que los jóvenes no tienen la masa crítica (ni numérica ni electoral) para poder sostener sus demandas en el tiempo. Si ha podido hacerse con el Pacto de Toledo o contra la violencia machista, que siguen ahí pese a sus problemas, ¿por qué no con la cuestión generacional?

En el fondo, en muchas medidas los partidos no son tan dispares y bastantes convergen con las de lucha contra la pobreza infantil. Es conocido que el dinero de la garantía juvenil que proviene de la Unión Europea está mal empleado y debe reformarse —la bonificación de contratos no funciona—. Hace falta un plan de choque contra el abandono escolar, haciendo más poroso nuestro sistema educativo, revisando la FP y los contratos de prácticas. Casi todos los partidos concuerdan en hacer de la inversión educativa en el tramo de cero a tres años una prioridad e impulsar la conciliación de la vida personal y laboral, incluyendo los permisos parentales. Todos asumen que hay margen para mejorar la prestación por hijo a cargo, desarrollar el parque de vivienda en alquiler o censar mejor a nuestros emigrantes para darles asistencia y ayudar, si cabe, al retorno.

En suma, los partidos no están tan lejos y, si hay voluntad, existen los mimbres para impulsar un acuerdo que revise cómo hacer nuestro modelo de bienestar sostenible para los que son y han sido jóvenes en nuestro país. La magnitud del reto lo demanda.

Pablo Simón es profesor de la Universidad Carlos III y coautor de El muro invisible: las dificultades de ser joven en España.

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