Por un pacto constitucional

Las democracias occidentales sufren una epidemia de populismos y nacionalismos que adquieren características distintas según los países. Pareciera que consiguen inmunizarse adaptándose a las debilidades y angustias de las diferentes naciones. En Gran Bretaña optaron por un referéndum profundizando en su altanero aislamiento y la alabada flema británica ha trasmutado en duda y procrastinación. En Francia, Marine Le Pen enarbola la grandeza pasada desdeñando el característico cosmopolitismo francés, defiende sus esencias nacionales olvidando la Ilustración, mira al pasado buscando seguridad, sin recordar que son admirados en el mundo por ir por delante del presente durante siglos; sus votantes se vuelven, por instinto diríamos, euroescépticos olvidando que su influencia fue mayor cuando legislaron para el mundo y la historia. En EEUU eligen a un presidente por la promesa electoral de volver a ser lo que en realidad siguen siendo, el país más influyente de los últimos cien años en el mundo, practicando Trump una política de ensimismamiento y repliegue sobre ellos mismos. Así podríamos extendernos por una extensa geografía política, en la que los diversos miedos y angustias nacionales, racionales o no, se han transformado en gasolina para populismos y nacionalismos de diversa naturaleza. En España asistimos a una campaña electoral cargada de tensión y de nubarrones negros que presagian lo peor. Los insultos de los candidatos son jaleados por los propios con pasión desconocida, las razones desechadas por frías e insípidas, y las exageraciones se interpretan por los parroquianos como deslumbrantes ingenios retóricos. Los episodios de violencia pueden parecer escasos pero muestran la tensión que determinados grupos sociales y políticos añaden al característico stress electoral. Palabras como concordia, moderación o equilibrio pierden su significado al pronunciarse antes o después de insultos, exabruptos y radicalismos verbales. En política nada es insignificante, todo termina teniendo repercusión.

No han pasado ni cinco años desde que Podemos irrumpió con fuerza en la política española con dos argumentos fundamentales en su discurso: la lucha entre "la gente" y las élites, los de abajo y los de arriba, los pobres y el Ibex -ampliaban de esa forma el ámbito de la lucha de clases que para ellos es más una limitación que un marco socio-político- y una impugnación general al sistema del 78; producto, según los recién llegados, de oscuras maniobras entre una nueva clase política, la de la Transición, y siniestros poderes, según ellos testaferros del franquismo. La aparición de Podemos, consecuencia de las secuelas de la crisis económica, convenientemente utilizada para consolidar las expectativas electorales menguantes de Rajoy, estuvo a punto de sorprender al PSOE. Electoralmente no lo consiguieron. Las equivocaciones de Pablo Iglesias y las contradicciones entre lo que decían y lo que hacían algunos dirigentes -cuanto más extremista es la expresión ideológica menos permite la división entre vida privada y pública- los han situado en la encrucijada de superar o no el techo de Anguita. En la confusión provocada por las consecuencias de la crisis y la aparición de un partido con fuerza suficiente para impugnar la Transición, sobrepasando electoralmente al PSOE, el independentismo catalán calculó que su hora había llegado, con las prisas de los entusiastas y la exactitud de los iluminados.

Suelen decir que los extremos terminan pareciéndose, pero es igualmente cierto que a una posición extrema le suele seguir otra de signo contrario. Y en los últimos meses ha aparecido con la misma fuerza que antaño poseía Podemos otro partido de corte radicalmente distinto, pero que igualmente supone un peligro para nuestra estabilidad democrática. ¡Era cuestión de tiempo! En estas circunstancias funestos jinetes del pasado han vuelto inesperadamente y con una brutalidad que creíamos desaparecida. Si creímos olvidada en España la defensa de lo propio sobre lo general, del "aquí y ahora" sobre el futuro, de lo individual sobre lo común; si pensamos que quedaba a nuestras espaldas la satisfacción de vivir nuestras miserias cotidianas, desdeñando un mundo exterior incomprensible para nosotros, estábamos equivocados. Los independentistas catalanes han vuelto del pasado para recordarnos que debajo del esfuerzo de concordia, del proyecto común del 78 que superaba el egoísmo de los grupos y trascendía el desinterés indolente, seguían ardiendo los rescoldos de la peor España. Si la arbitrariedad, hasta en la aplicación de las leyes, era conducta que creímos desterrada, ahí están los separatistas catalanes para recordar que ellos siguen considerando que la política de "mi santa voluntad" puede imponerse a las instituciones comunes y a las leyes. Es paradójico ver cómo cuanto más tratan de alejarse de España más visiblemente les aparece por sus costuras lo peor de nuestra historia común: la improvisación, la arbitrariedad, el juego peligroso a "todo o nada", la persecución del cielo en perjuicio de lo posible, la búsqueda de epifanías políticas en detrimento de la aceptación de los límites de la realidad, el vivir desviviéndose angustiosamente entre lo que son y lo que les gustaría ser, el individualismo convertido en gremial por la argamasa del rencor y la altanería, el resurgimiento de la limpieza de sangre, convertida hoy en homogeneidad idiomática o uniformidad ideológica.

Al gravísimo problema que nos plantean los independentistas catalanes se une la quiebra de cualquier relación entre los partidos constitucionales, corroída por las deslealtades y la desconfianza. Dije en su momento que no era descabellada la moción de censura a Rajoy, era cuestión claramente interpretable; pero el mantenimiento posterior del Gobierno entrante con unos apoyos tan sospechosos -hoy mismo, durante la campaña electoral vuelven a reivindicarse como socios imprescindibles- llevarían a la política española a las trincheras. El rechazo del Gobierno de Pedro Sánchez a convocar elecciones puede servirle para ser el primer partido el próximo 28 de abril, pero también puede convertirse en la causa de que entremos en una zona de máximo riesgo para el sistema del 78. Sí, en todo nuestro entorno la política se ha polarizado, pero mientras los países vecinos tienen denominadores comunes sólidos, instituciones fuertes y prestigiadas y un pasado que les aglutina en su aceptación o rechazo mayoritario, nosotros carecemos de denominadores comunes compartidos y de instituciones con el prestigio que sólo el tiempo presta; por desgracia tampoco podemos recurrir a un pasado continuamente utilizado como arma partidaria.

Si el PSOE logra gobernar con todos, o parte, de los que apoyaron la moción de censura significará que Vox ha tenido un resultado deslumbrante en perjuicio de PP y Cs. Y la política de frentes se consolidará. Esa opción, se concretaría en un Gobierno sometido a fuerzas inconstitucionales que han demostrado durante estos 40 años que sólo les une el rechazo radical y sin contemplaciones del régimen democrático. Por otro lado, si gobiernan el PP y Cs con el apoyo de Vox tendremos igualmente un Gobierno débil sometido a las presiones del partido de Abascal, que sin duda reforzará aún más su poder institucional después de las elecciones municipales, autonómicas y europeas. Las dos ofertas más aplaudidas con fervor por las dos fracciones nos alejan del espíritu de concordia de la Transición y nos imponen un futuro que ya vivieron nuestros abuelos; las únicas opciones serían empezar de nuevo o resistir, como ha sido por desgracia muy habitual en nuestra historia... casi siempre alejada de consensos y reformas.

Sólo el fervor o el odio partidario impiden que veamos un futuro tan predecible, y por ello me atrevo a realizar una reflexión que debería flotar en el ambiente y desde luego después del 28 de abril. Las dificultades planteadas por los independentistas no las origina su fortaleza sino nuestra división. Ahora pueden estar divididos, pero todos ellos siguen pidiendo lo mismo al Estado, mientras los constitucionales están profundamente divididos en las cuestiones fundamentales que son justamente las que afectan a nuestro futuro constitucional. Nuestra división, evidente origen de nuestra debilidad, les ofrece un marco inmejorable. Cuando gobierna la derecha juegan a sentirse perseguidos para intensificar su unidad, acumulando fuerzas -lo suelen conseguir con la colaboración del PSC, que parece más la retaguardia nacionalista que una expresión del socialismo cosmopolita-, a la espera de ser necesarios para gobiernos de izquierdas, con quienes creen poder conseguir sus fines últimos; en fin, lo ya conocido, mística militante y esperanza redentora.

El marco político en el que los independentistas obtienen ventajas cambiaría si los partidos constitucionales suscribieran un Pacto Constitucional. El acuerdo consistiría en tres puntos: aceptar que cualquier modificación de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía sólo se planteará con un acuerdo previo de los partidos nacionales; en segundo lugar, establecer una política común de los partidos nacionales para Cataluña, y el tercer punto sería conseguir que los votos nacionalistas fueran innecesarios en cuestiones estratégicas para la política española. Este acuerdo, tan simple como difícil, honraría de verdad, sin palabrería hueca, a los protagonistas de la Transición. Pero sobre todo conseguiríamos situar a los partidos constitucionales como actores principales de la política española y realizar ésta en el centro y no en la periferia, como ahora.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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