Por un Parlamento útil

Llama la atención el hecho de que el documento Cómo reconstruir el futuro publicado por este medio el 3 de febrero no dedique ni un sólo apartado al Parlamento como institución, dentro del elenco de reformas de funcionamiento institucional por acometer. Con independencia de la mayor o menor aquiescencia que susciten cada una de dichas propuestas, pretendemos sugerir unas líneas concretas a modo de pinceladas para el necesario debate en torno al rol institucional de las Cámaras.

Aunque la postergación de los Parlamentos es un fenómeno ya casi tan tópico como real y extendido, la marginalidad del Senado (reconocida y no enmendada por sus propios protagonistas) y la especial problemática de los Parlamentos territoriales (insertos en la clave pendiente de la articulación territorial del Estado) junto al más o menos cuestionado pero indudable papel central del Congreso, obligan a reflexionar especialmente en torno a este último. No faltan, por otro lado, ejemplos de mejores prácticas en el ámbito autonómico que, como señalaremos, debieran ser objeto de atención general. Valgan, por tanto, las ideas siguientes como unos apuntes en absoluto exhaustivos.

La iniciativa legislativa popular. Ha sido bien significativo que la mayor visibilidad parlamentaria de una ILP en los últimos años haya radicado en los incidentes sucedidos en el reciente pleno del Congreso que aceptó la toma en consideración en relación con los desahucios. Pero más allá de la angustiosa motivación social que la fundamenta en este caso, es el mismo modelo de la normativa reguladora el que descansa sobre un indisimulado recelo ante este elemento de democracia semidirecta. Comparemos el número de firmas que petrifica la Constitución, 500.000 (para 47 millones de habitantes), con las 50.000 en Italia (61 millones); o las también excesivas 50.000 necesarias en Cataluña (7,5 millones) o Madrid (6,5 millones) contra las 25.000 para 12,5 millones de ciudadanos bávaros o las 5.000 para 10 millones de lombardos. O la muy reciente Iniciativa Ciudadana Europea, por la que desde el 1 de abril de 2012 puede activarse razonablemente esta posibilidad a nivel comunitario con el respaldo de un millón de firmas provenientes de siete Estados miembros.

El calvario de la recogida de un número tan alto de firmas, la gran movilización social que exige y su verificación notarial, concluyen casi siempre en un carpetazo negativo de la mayoría sin que ni tan siquiera los promotores hayan podido exponer su iniciativa en el estrado parlamentario. No es extraño, a la luz de estos datos, que solo haya devenido en ley una ILP en Cortes (refundida en otro texto en 1997) y otras 16 en las Comunidades Autónomas.

La revigorización de la ILP, si se quiere que valga para algo, implicaría la rebaja del número de firmas (lo que en el ámbito estatal exige desgraciadamente una incierta reforma constitucional), la minoración de las materias excluidas, el derecho de la comisión promotora de defender el texto en pleno y, si es tomada en consideración, en la comisión competente, la petición de retirada si las enmiendas desfigurasen el contenido original, la ampliación de personas legitimadas para la firma, son reformas todas ellas incorporadas en la Ley 5/2006 catalana procurando la vivificación de una institución exangüe.

Las comisiones de investigación. Cuando se nos insiste en la dicotomía responsabilidades penales versus responsabilidades políticas, lo que en realidad parece reflejarse es el intento de no asunción ni de unas ni de otras. Junto a las evidencias que abonan un balance desesperanzador, propiciadas por quienes luego las usan precisamente para descalificar a las Comisiones, una mirada más atenta pone de relieve aspectos no despreciables de pedagogía política con evidentes efectos intrapartidarios y en la opinión pública en algunos de los casos más notorios. Algunas Comisiones han aportado igualmente recomendaciones muy apreciables para la mejora de los controles de la Administración investigada.

La reorientación de las investigaciones parlamentarias debiera hacer sopesar a las mayorías el “costo de la no-comisión” en términos de desgaste social y mediático ante una ciudadanía inmersa en una crisis trufada de déficits éticos. Pero como es muy difícil que el investigable sea simultáneamente un investigador diligente, se hace inevitable hacer factible la activación de las Comisiones de forma no totalmente supeditada a la voluntad del gobernante. No faltan ejemplos foráneos y cercanos de creación obligatoria si lo pide una minoría: una cuarta parte de los parlamentarios en Alemania, una quinta en Austria y Portugal, la tercera parte en Cataluña, etc. El contrapeso necesario para evitar el uso reiterativo y demagógico de un instrumento potencialmente tan poderoso, cuya obstaculización puede conllevar incluso consecuencias penales, puede consistir en un cupo razonable de una solicitud por parlamentario y período de sesiones como en Portugal o por un año como en Cataluña. También estimamos necesario sancionar jurídicamente la falta de colaboración documental con las Comisiones en términos quizá análogos a las incomparecencias.

No se trata, en definitiva, de copiar miméticamente modelos propios de otras tradiciones ni de equiparar la lógica parlamentaria con la judicial. Y aunque han sido ciertos fiascos tales como la no aprobación de ningún dictamen por falta de un mínimo acuerdo (Lo más parecido a una farsa; EL PAÍS, 3 de diciembre de 2012), el interrogante a resolver es después de todo si es conveniente, o no, que el debate sobre una cuestión de interés público se desarrolle extramuros del Parlamento exclusivamente en las vías mediáticas y/o judiciales. El Parlamento puede y debe ser sujeto y objeto de la recualificación de la calidad democrática, a la cual sin duda puede coadyuvar una inteligente y responsable capacidad de investigación.

La transparencia parlamentaria. La sociedad de la información va rompiendo uno tras otro diques y muros guarecedores tradicionales del secreto, es decir del poder tendente a la irresponsabilidad. Deben precisamente los Parlamentos, como supremos órganos de elección popular, tener como norte de su actuación la apertura en su funcionamiento institucional y administrativo. Por eso nos preguntamos si es concebible la negativa, no ya a un diputado, sino a un periodista o a cualquier ciudadano interesado a proporcionarle información sobre los gastos originados por la institución que sufraga y le representa. De la misma forma y en una situación de clamor por el correcto uso legal y, a la vez, funcionalmente adecuado de los fondos públicos, deberían las Administraciones parlamentarias dejar de estar exentas de fiscalización económico-presupuestaria por el respectivo Tribunal de Cuentas cuando éstos son precisamente órganos auxiliares suyos.

Pueden en este sentido constituir unas buenas herramientas las leyes de transparencia estatal y territoriales así como los reglamentos parlamentarios (en el sentido del modélico art. 108 del Parlamento Vasco. “El Parlamento garantizará la máxima transparencia de sus actividades”) para comprobar si las cámaras son, de verdad, los “cubos de cristal” que una ciudadanía adulta exige.

Quedan pendientes de análisis específicos multitud de cuestiones capitales para las asambleas como, entre otras muchas, la función legislativa y la evaluación de las leyes para verificar la eficacia y eficiencia de los productos parlamentarios por excelencia. Pero volvemos, es cierto, al principio. Lo urgente es el saneamiento de los cauces representativos: el saneamiento profundo del caduco modelo de funcionamiento partidario diseñado en la Transición, el debate de los sistemas electorales, etc. Y en íntima relación con todo ello, también es necesario recualificar el Parlamento dotándole de una configuración institucional del siglo XXI dentro de una gobernanza inteligente. Aunque los Parlamentos surgieron en contextos históricos determinados no se ha descubierto hasta ahora una forma de mayor solvencia democrática que la representativa, en sinergia no alternativa con el creciente protagonismo civil. Por eso a todos nos concierne la reivindicación de nuestro derecho a un Parlamento útil. Nos va mucho en ello en términos de legitimación democrática y cohesión social.

Josu Osés Abando es letrado

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *