Por un 'partido antipartidos'

Si infame es lo que vemos en el escaparate, obsceno es lo que sucede en la trastienda.

La puesta anticipada en libertad de los más viles etarras, camino de los homenajes que se les dispensan en sus pueblos, como si eviscerar personas hubiera sido una forma de filantropía, produce arcadas; y la contemplación de la retahíla de sádicos violadores y asesinos de niñas que podrían haber sido nuestras hijas, que les acompañan como coartada y secuela, sulfura hasta la náusea.

Repito: ¿qué ha hecho este Gobierno para evitar que el influenciable Tribunal de Estrasburgo desencadenara esta ignominia sin precedentes sobre un Estado democrático y qué ha hecho para restringir, amortiguar o dilatar en el tiempo sus consecuencias devastadoras para la justicia y el civismo? No ha hecho nada porque no ha querido hacer nada.

Y repito: ¿a qué está esperando la oposición para exigir explicaciones en el Parlamento y poner contra las cuerdas al Ejecutivo, requiriéndole el listado de sus viajes a capitales europeas para gestionar el problema, exigiéndole las minutas de los bufetes internacionales contratados, reprochándole sensu contrario su pasividad, poniéndole descarnadamente ante el espejo de su estulticia? Está esperando a que el infierno se hiele porque respalda lo ocurrido.

La sentencia de Estrasburgo y la legalización de Sortu, es decir, la excarcelación masiva de etarras y la reincorporación de la banda a las instituciones sin otro requisito que la interrupción, supuestamente definitiva, de los actos de terrorismo, son el fruto encadenado de un error conceptual del PSOE, inspirado por Rubalcaba, y de una táctica acomodaticia del PP, adoptada por Rajoy. El error es aceptar que ETA pueda perseguir sus mismos fines, con tal de que utilice otros medios, dentro de la plena continuidad entre dos fases de una única lucha. El acomodamiento implica que será a los gobiernos del futuro a los que les estalle la nueva bomba de relojería que se está incubando en el País Vasco, mientras Rajoy puede centrarse en «lo único que importa a los españoles» -el recauchutado de la economía- sin el desagradable trance de tropezar de vez en vez con un cadáver.

Hemos pasado, en definitiva, de un Estado orientado a preservar sus principios morales combatiendo el terrorismo a un Estado orientado a integrar a los terroristas desafiantes e irredentos, aun a costa de subvertir esos principios morales. Desde el punto de vista técnico jurídico se trata de un viaje similar, aunque en sentido inverso, al que diseñó Torcuato Fernández Miranda hace 40 años para que España cambiara de régimen «de la ley a la ley». De la misma manera que aquella metamorfosis requería la colaboración instrumental de las Cortes franquistas, esta mutación ha precisado del auxilio activo de los altos tribunales.

¿Cómo es posible que la misma Audiencia Nacional que alumbró la doctrina Parot, que el mismo Tribunal Supremo que la asumió y el mismo Tribunal Constitucional que la avaló estén mostrándose tan dóciles y conformes o, más aún, tan inusualmente diligentes a la hora de su demolición, cuando seguimos transitando por ese edén de los subterfugios que es el Derecho Penal? La triste respuesta es que todo coadyuva a que sus integrantes se comporten como peones de brega en la tauromaquia del bipartidismo casi perfecto -este bicho lo toreas tú, este otro me toca a mí, aquel de más allá lo lidiamos con los nacionalistas- que, al cumplirse esta semana 35 años de vigencia de la Constitución, domina todos los tendidos del ruedo ibérico.

La coincidencia en el tiempo con el bochornoso apaño del nuevo Consejo del Poder Judicial ha puesto las cartas boca arriba. Los políticos del PP y el PSOE gobiernan a los jueces, decidiendo sus premios y castigos, sus destinos y ascensos, sus sueldos y gratificaciones. Y para que no quede ninguna duda ejercen ese imperio de la forma más displicente imaginable, colocando en el CGPJ a sus mujeres y maridos y a aquellos desechos de tienta que ya no sirven para representarles en parlamentos o alcaldías. Cuanto más toscos sean los cómitres menor expectativa tendrán los galeotes de poder remar a barlovento.

Sólo faltaba la pasmosa autodestrucción de Grande-Marlaska al prestarse a escenificar el itinerario de la mujer del César: obtuvo la Presidencia de la Sala Penal de la Audiencia como abnegado paladín de las víctimas y saca plaza en el Consejo a los dos días de dejarlas tiradas en la cuneta. ¿Si hasta los en apariencia más puros se sienten tan cómodos pasando por venales con tal de llegar a la cima, qué modelo de carrera, qué cursus honorum se está mostrando a los jóvenes jueces de primera instancia?

Que el PSOE iba a participar en este enjuague formaba parte del guión -fueron ellos los que enterraron a Montesquieu-, y de hecho, la única discrepancia de Tomás Gómez consiste en que hubiera querido poner él los renglones. Pero que lo haya hecho el PP de Rajoy con su reluciente mayoría absoluta, su inequívoco programa y su lustroso ministro de Justicia... eso sus votantes y patrocinadores no lo esperábamos. Tampoco podremos perdonarlo fácilmente porque, a diferencia de la subida de impuestos u otros incumplimientos sobre política económica, aquí no puede alegarse ni el descubrimiento de una realidad oculta ni la existencia de un coste prohibitivo.

La reforma del sistema de elección del CGPJ, mejor dicho, el regreso a la literalidad de la norma constitucional, era una de las promesas electorales más concretas y explícitas de Rajoy. Cumplirla, además, salía gratis en todos los sentidos, menos en el de la renuncia a controlar a quien ha de controlarte. Este ha sido el único móvil de tan flagrante traición al electorado, toda vez que, a diferencia de lo que ocurrió en tiempos de Aznar, ni siquiera ha mediado la excusa de un «pacto por la Justicia» de mayor calado y extensión.

Bastó como pretexto el frívolo comportamiento de la APM en el caso Dívar para que el líder del PP diera la vuelta de campana, impulsando una ley antagónica a la prometida. Gallardón pasó mansurronamente por el aro sin arrestos ni cuajo político para rebotarse. Qué distinto sería el horizonte si hubiera dimitido, siguiendo el certero consejo que recibió entonces. Bien merecida tiene la penitencia de ser interpelado por su némesis perpetua y aparecer ahí, desnudo y sin respuesta.

Rajoy buscaba dos cosas y ya las ha obtenido: pista libre para el aterrizaje del Tribunal de Estrasburgo que en definitiva le hace el trabajo sucio al continuar lo iniciado por Zapatero en relación a ETA y expectativas de impunidad para cualquier conducta delictiva ejercida al servicio del «Estado de partidos» en el que vivimos. O sea, que dar un chivatazo a ETA no sea nunca colaborar con banda armada; que enviar a tu secretario de Estado a convencer a un alcalde de que modifique una resolución para darle una licencia a un amigo generoso no sea nunca tráfico de influencias; que la libertad o el encarcelamiento de quien guarda tus secretos y SMS no dependa del dinero que esconde fuera sino de su amnesia o locuacidad; y que todo aquel que controle el monedero de doña Perfecta Dolores de Cospedal pueda firmar recibís sin que, a efectos penales, reciba nunca nada. Faltaría más. Para eso tenemos a los jueces, por supuesto a los fiscales y ahora hasta a los peritos de Hacienda.

«No hay remedio», escribió el pasado día 20 la siempre ponderada Victoria Prego, depositaria de tantas cosas valiosas para tantos. «La regeneración de la democracia española no se va a producir nunca porque quienes tendrían que liderar ese proceso en condiciones de normalidad no están dispuestos a hacerlo. Los grandes partidos políticos españoles han cogido la postura desde hace muchos años y no van a cambiar. Quieren controlarlo todo y van a seguir haciéndolo porque en ello les va su propio interés aunque suponga mantener al sistema en los niveles de baja calidad que los ciudadanos padecemos cada día».

Cuando leí esto pensé «hasta aquí hemos llegado» y enseguida lo compartí con algunos compañeros. Durante 24 años hemos confiado en el Partido Popular como cauce e instrumento de la regeneración democrática, pero ya no podremos seguir haciéndolo. Al menos, mientras lo dirijan las mismas personas con las mismas reglas. Podremos respaldar a algunos de sus líderes autonómicos y municipales e incluso aplaudir medidas concretas del Gobierno -ojalá suceda muchas veces, cuantas más mejor- pero no podremos volver a endosar a ese partido ante las urnas si no cambia, excepto en un escenario de emergencia nacional. Para otros más conformistas lo ocurrido nunca será esencial. Para este periódico lo es porque los derechos civiles son el núcleo duro de nuestro ADN y la politización de la Justicia es el fruto del árbol prohibido que, como el pecado original, todo lo contamina.

Lo que se ha ido al garete en el PP es el modelo de alternativa democrática impulsado por Aznar y su equipo, con no pocos altibajos y equivocaciones, durante casi dos décadas. Desde el Congreso de Valencia de 2008 ese proyecto sustancialmente regenerador ha sido sustituido por una roma pretensión de alternancia o incluso de turnismo tecnocrático, basada en gobernar para el partido y no para la sociedad. Liberalismo y socialdemocracia se han fundido así en un único estatismo oportunista, en una empleocracia endogámica, en un tinglado mezquino que sólo involucra y concierne a quienes entran en el feraz reparto de nóminas y sobres. No es de extrañar que los nacionalistas hayan visto el cielo abierto en ese escenario de desmovilización y hastío en el que el patriotismo constitucional deriva en cáscara vacía: cuanto más nos acerquen al borde del precipicio, más cara venderán su próxima bisagra.

Así no podemos seguir y desde la prensa debemos aportar ideas y proponer salidas. Ni Rajoy se va a mover un ápice mientras conserve el poder -está empeñado en la histórica tarea de volver a situar el paro en el mismo nivel en que lo encontró-, ni la cultura política del PP permite fiar nada a la contestación interna: hasta Aznar se ha quedado mudo en el agravio. Tampoco de las primarias del PSOE puede esperarse otra cosa que un cambio de estilo y un reequilibrio de la intención de voto en el seno de la izquierda.

Hay que influir sobre los dos colosos tambaleantes desde fuera, considerando que, como sostiene Ignacio Fernández Sarasola en su interesantísimo ensayo Los partidos políticos en el pensamiento español (Marcial Pons 2009), hemos llegado a un punto en el que el axioma «no hay democracia sin partidos» -recuerdo bien cuan insuficientes resultaban las asociaciones políticas del tardofranquismo- debe ser sustituido por el axioma «no hay partidos sin democracia».

A mi modo de ver, la única manera de defendernos frente a la tendencia totalizadora del «partido-príncipe moderno» que auguraba Gramsci es diseñar un antídoto con los ingredientes del propio veneno, a modo de cuña de la misma madera. Eso es lo que Fernández Sarasola denomina con elocuente lucidez el «partido antipartidos». ¿Estamos hablando de UPyD? No, de momento estamos hablando del «partido regulador» imaginado en 1822 por El Censor, de los afrancesados Miñano, Lista y Hermosilla, como gozne y amortiguador entre exaltados y moderados. O sea, de aquel que «desprendido de todo interés privado y sin otra regla que la ley, se interpone entre ambos, templa su ardor, corrige sus extravíos y, reuniéndose alternativamente al que en cada cuestión determinada tiene la razón de su parte, hace que en todas triunfe la causa de la verdad, de la justicia y del interés general». En mi próxima Carta trataré de explicar qué hacer para dotarnos de una herramienta tan versátil y portentosa.

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