Por un plato de lentejas

Le sucedió hace unos días a un conocido y excelente escritor; dos condiciones estas, la del reconocimiento público y la de la excelencia de la escritura, que no siempre van unidas en un elevado porcentaje de oportunidades que se pudiera considerar, y se considera, amén de cierto, lamentable.

El aludido de modo tan críptico --qué más da, le pudo pasar a cualquiera-- acababa de recibir un importante galardón --importante incluso considerado en su aspecto más prosaico: el económico-- cuando se le acercó un cretino presuntamente ilustrado y, más o menos, le dijo:

--Soy presidente de la Fundación (aquí el nombre de un también excelente, conocido, pero ya extinto literato). Me honro en advertirle de que en la fraga (aquí el nombre del conocido bosque descrito con maestría por el difunto autor, dueño en vida de un bigotito afilado y sospechoso, como solo algunos bigotes pueden serlo, un bigote que no restó nunca un ápice a la excelencia de su prosa) poseemos la casa que fue del maestro. En ella disponemos de una habitación que usted podrá ocupar cuando le plazca. A cambio, le exigiremos que nos dé unas charlitas.
Luego echó mano al bolsillo superior izquierdo de su bien cortada chaqueta, extrajo una tarjeta de visita como si tirase de faca, la extendió, despidióse, fuese y no hubo nada.

En los tiempos de la Galicia de mi niñez, lo suficientemente lejana como para que no todo el mundo se acuerde de la miseria que los envolvió, no pocos gaiteiros solían animar las romerías con sus sones. Acostumbraban a hacerlo a cambio de la manutención. Acudían a mantido; es decir, a cambio de ser alimentados, pero sin percepción económica de ninguna clase. Nada que ver con la Galicia actual, en la que algún megalómano puede contratar a 10.000 de ellos para que le toquen la gaita, por el mero placer de sentirla bien y nutridamente tocada, sin que ello implique la administración de alimentos, sino, la del estipendio preceptivo. Y que cada quien coma en su casa y Dios en la de todos. Nada que ver con la todavía actual menesterosidad del escritor.

En un país como el español en el que la edición de libros en castellano supone el 1% del PIB, nada más y nada menos --es decir, que esto de la cultura da cuartos, dinero, euros, beneficios, lo que quieran-- y en el que, alrededor de la industria editorial se mueven no menos de 80.000 trabajadores, entre directos e indirectos, que sacan a la calle un millón de ejemplares diarios, es decir, 365 millones de libros anuales, compendiados en más o menos 70.000 nuevos títulos año, en este país llamado España, se decía, todos esos trabajadores, con más bienestar unos, más precariedad otros, pero todos ellos viven, los 80.000, honesta y legítimamente de su trabajo en sector tan importante y transcendental para la economía española. Pero transcendental también para su cultura, para su forma de ocupar, de estar y ser en el mundo que habitamos en condición de octava o novena potencia económica actual. Potencia que se diferencia de las demás gracias a esa cultura de la que los escritores suelen ser su más genuina expresión, su más y acaso única y sólida base; en todo caso, su manifestación más elemental, preclara, inmediata y cierta.

Pues bien, la gran pregunta, la gran cuestión, es la de cuál es el número de escritores, que son los que sostienen con sus creaciones todo ese enorme tinglado tan sucintamente expresado y resumido, capaces de subsistir económicamente con el producto de su trabajo. ¿Cuántos? Será bueno empezar a hacer cuentas. ¿Y cuántos son invitados a participar en actos a cambio de ver satisfechos únicamente su vanidad o su afán de trascendencia, a cambio de una cena en compañía del equipo directivo del centro cultural, del alcalde y los concejales del ayuntamiento, o de los miembros de la comisión de fiestas que les encargó el pregón que no les van a pagar porque parece que no hay dinero, aunque sí lo haya para la cena de los esforzados paladines de la cosa cultural, en compañía de sus distinguidas esposas? Menos mal que ahora ya ofrecen lecho, a cambio de las charlitas. Llegados a este punto, decir cama podría prestarse a una confusión redonda y solo restaría acabar pagándola. O dejar que le sigan tocando la gaita al sufrido gremio de los literatos.

De cualquier manera, sirva la anécdota como inductora de una reflexión que, amén de posible, es necesaria. ¿Cuál es realmente el papel del escritor en medio de la algarabía social en que vive? ¿Cuál en medio de una industria, que mueve ese 1% del PIB, y de la marabunta de gentes que intervienen entre ellos y sus lectores? ¿Qué sucedería en la muy utópica situación de que, llegado un día, al igual que hicieron los guionistas de Hollywood, solo un par de cientos de los más significados literatos de este país se cerrasen en banda y se negasen a entregar novelas en tanto no se aclarase la polvareda que todo lo envuelve y difumina?

Nunca sucederá eso. Pero no dejaría de ser bueno, higiénico, oportuno y saludable que, por eso mismo, industria tan notable como la del libro provocase la reflexión pública que respondiese a la pregunta de qué hacer para mejorar la vida de quienes constituyen la base sobre la que se asienta. Parece ser que en Irlanda los escritores no pagan impuestos y parece ser que el libro podría tener unas consideraciones especiales que mejorasen las condiciones de producción editorial de forma que también repercutiesen en los autores. De existir ambas, quizá no importase mucho ir a dar unas charlitas a cambio de un lecho sobre el que dormir en medio de una fraga prodigiosa.

Alfredo Conde, escritor.