Por un pueblo europeo

Porque España no es una nación étnica, el nacionalismo cree tener la puerta abierta para fundar su propia nación política. Análogamente oímos que, como no hay “pueblo” europeo, mejor sería no ahondar en el proyecto de Unión. Ciertamente, un Estado sin lengua y cultura comunes tendrá más difícil autogobernarse; pero idealizar estas hasta el paroxismo nunca fue buena idea. Ponderar justamente ambas carencias exige algunas aclaraciones.

Al usar torticeramente la imagen cosmopolita de círculos concéntricos, el nacionalismo restringirá la solidaridad a los suyos: tras familia, amigos y conocidos, al corazón solo le queHay que dar más peso al Parlamento y tener partidos supranacionales dará sitio para la “gran familia” de los connacionales, de aquellos que compartiendo una misma lengua conformarían juntos una particular visión del mundo. Más allá no podríamos (luego, no debemos) exigir altruismo: el círculo que engloba nuestra común humanidad quedaría demasiado alejado del epicentro compasivo.

Contra tal premisa naturalista dio Winnicott útiles claves del desarrollo psicológico: conforme un niño se separa de la madre (con quien los primeros meses entró en simbiosis), aprehende su identidad a partir de su absoluta dependencia respecto del otro; de ese a quien aún ni conoce (ni tan siquiera comprende), pero ante el cual se sabe absolutamente vulnerable y del cual requiere toda ayuda para cubrir sus más elementales necesidades. Más nos valdría, pues, recordar el sentimiento filantrópico al que ya Kant (refiriéndose al entusiasmo con que nos adherimos a procesos revolucionarios) fio nuestra emancipación.

El naturalismo sí podría avalar “deberes especiales” con nuestros allegados (previstos también por Kant). Pero, puesto que la identidad política es un constructo cohesionador de millones de desconocidos, resulta incongruente naturalizarla. Nos engaña quien pretenda anteponer un vínculo nacional a otro cosmopolita, pues ambos son culturales. Del mismo modo que los nacionalistas tratan de restringir la solidaridad a quienes ellos consideran “los nuestros”, podríamos fomentar una educación que nos vincule, desde niños, con pueblos más grandes e incluso con todos nuestros congéneres.

Resumiendo: es errada la tesis naturalista del desarrollo empático / altruista en círculos concéntricos; y absurdo extender / detener la solidaridad en quienes forman conmigo el “pueblo”. Pero todo esto se apoya en una falacia peor: “una comunidad lingüística es tan diferente del resto que debe autogobernarse políticamente”. La falta de lengua compartida (en Europa, sí) dificulta una deliberación pública fluida e instantánea. Trabajemos pues en ello. También es cierto que somos acreedores de una lengua sin la cual no podemos pensar el mundo. Pero, más que conformar un micromundo que fragmenta la realidad social, la lengua nos abre al lenguaje, que es el instrumento que nos permite comunicarnos y reflexionar sobre nuestros múltiples condicionamientos culturales. Cambiaremos luego lo que queramos y podamos. El aprendizaje de segundas lenguas, la traducción o la adhesión a los derechos humanos prueban que pensamos en cualquier lengua un común mundo social porque todos debemos afrontar los problemas prácticos que de él se derivan.

Ataquemos ahora el corolario de la doble premisa abatida: siendo nosotros diferentes y el altruismo limitado… debemos restringir a los nuestros las cuestiones de justicia. Esta farsa esquiva toda normatividad democrática: si supranacionales son los problemas que nos afectan, supranacional debe ser el ámbito político para atajarlos. Digamos mejor que la compasión que sentimos por el sufrimiento del otro conocido debe extenderse, virtuosamente, al otro desconocido. Y para que el sentimiento de benevolencia se convierta en beneficencia necesitaremos instituciones que encarnen la justicia supranacionalmente.

Concluimos que recuperar la maltrecha soberanía popular requiere integrar políticamente a la UE, creando artificialmente un nuevo demos. (A su vez, esta debería liderar luego la cosmopolitización del derecho internacional; o sea, el proceso por el que este último —que hoy es la horma del zapato de los Estados más poderosos— pase a ser un derecho también conformado por y para los ciudadanos del mundo). Pero ¿qué hacer con una UE que naufraga por carecer de cimientos que hagan aflorar una democracia transnacional de calidad?

Recurramos al derecho para conformar intencionalmente la realidad social. Dice Habermas que “cada parte de la cultura humana, incluyendo el discurso y el lenguaje, es una construcción. Aunque la mayor parte de ella no ha visto la luz intencionalmente, (…) los acuerdos legales son las [construcciones] más artificiales”. Pues bien, para sobrepasar las estructuras culturales que nos condicionan (fronteras, instituciones, códigos, lenguas, etcétera) y conseguir transnacionalizar la solidaridad, habremos de poner el carro delante de los bueyes: se antoja necesario otorgar mayor peso al Parlamento, promoviendo que la ciudadanía colegisle junto al Consejo (Estados), y crear verdaderos partidos políticos europeos.

Resucitaríamos así un proyecto compartido que hoy solo contemplamos desde el provecho que pueda sacar mi país, para sacarlo yo. Votar a partidos europeos abocaría a deliberar y legislar democráticamente sobre los muchos problemas comunes; los medios traducirían y difundirían en cada esfera pública la información técnica de base y los intereses en liza. A esta transnacionalización de las distintas esferas públicas ayudarían los influjos de una floreciente sociedad civil europea que contribuyera a amalgamar intereses individuales dentro de un mismo marco político.

Porque europeos serán los conciudadanos con quienes pactaremos, junto a la accountability y la responsiveness surgirán a la fuerza unos lazos solidarios, el sentido de copertenencia propio de todo autogobierno democrático. No costará tanto para quienes ya comparten mucho (desde las guerras mundiales hasta una razón ilustrada que afronta los problemas de forma práctica: tolerancia, Estado de derecho, democracia, etcétera) sobre lo que forjar una identidad colectiva más amplia y abstracta, pero lo suficientemente sustancial como para que un alemán pague impuestos por un griego.

Además, votar a partidos europeos con verdadera capacidad legislativa (y ejecutiva) apagaría las críticas que hoy debe arrostrar la UE por su funcionamiento burocrático y mercantilista; y por su intergubernamentalismo (nacionalismo), que somete a los débiles a los designios del más fuerte. Solo si hay alternativas y alternancia veremos a la UE no como un proyecto elitista, sino como un proyecto político cuya actual deriva rechazamos. Uno no secuestrado, sino dirigido por unos partidos que deben rendirnos cuentas si no quieren pasar a ser oposición.

La mejor redistribución y la efectiva soberanía popular pasa por ampliar el demos. Por eso, la izquierda no debería oponerse al proyecto político europeo, sino a su actual carácter monolítico.

Mikel Arteta es licenciado en Derecho y Ciencias políticas. Prepara su tesis doctoral sobre el concepto de constitucionalización cosmopolita en Jürgen Habermas.

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