Por un puñado de votos

A finales de agosto de 1934, el Ayuntamiento de Madrid debatió sobre la iniciativa de rendir un homenaje perpetuo a Fermín Galán y Ángel García Hernández, los militares que habían capitaneado la sublevación de Jaca contra la Monarquía, fusilados el 14 de diciembre de 1930. La propuesta defendía el traslado de sus restos desde Huesca para su inhumación en un gran monumento que se erigiría en la prolongación del paseo de la Castellana, en los terrenos del hipódromo donde se levantarían los Nuevos Ministerios.

Entre tanto se construía ese monumento, se decidió que Galán y García Hernández fueran inhumados bajo los arcos de la Puerta de Alcalá. A mediados de septiembre ya estaban listas allí tres sepulturas para albergar los restos de los «mártires de Jaca», junto a los de tres soldados y un mecánico muertos en el combate de Cillas contra las fuerzas gubernamentales. Cuando todo estaba listo para el traslado de los restos y su inhumación en un acto solemne, con asistencia del presidente Alcalá-Zamora, el gobierno derechista de Samper retrasó la ceremonia, obligando incluso a desmontar las tribunas que el alcalde socialista Pedro Rico había dispuesto ya.

Por un puñado de votosLa noticia de la incautación del gran alijo de armas y municiones del vapor Turquesa en San Esteban de Pravia (Asturias) en preparación del golpe armado que el PSOE y la UGT asestarían en octubre siguiente contra el orden constitucional republicano, desbarató finalmente la ceremonia, frustrando también el traslado y la inhumación de Galán y García Hernández. Se llegó incluso a sospechar que los insurrectos pretendían atentar durante la solemne celebración contra el presidente de la República y los miembros del gobierno para hacerse con el poder.

Si traigo esta historia a estas líneas es por su fuerza de evocación ante el cambio de régimen que viene removiendo a espaldas del pueblo español, sujeto de la soberanía nacional, el Gobierno que Sánchez ha rendido a los designios de Iglesias. Cambio de régimen que incluye la anulación o sustitución de los referentes que en estos más de cuarenta años han unido a los españoles, más allá de colores y proyectos políticos, en defensa de la libertad y la democracia.

Ya fuera en multitudinarias manifestaciones con las manos blancas alzadas o en pequeñas congregaciones de un puñado de valientes en las plazas consistoriales vascas, el recuerdo de las víctimas del terrorismo ha sido clave en la determinación de la inmensa mayoría de los españoles por seguir conviviendo en paz y libertad en una España unida, anteponiendo a cualquier otra razón política el reconocimiento y respeto al que piensa diferente. Porque ese reconocimiento mutuo de legitimidad democrática, a derecha y a izquierda, había sido precisamente la mejor forma de hacer frente a la sinrazón criminal de quienes asesinaban a unos y a otros para imponer su proyecto de dictadura identitaria y excluyente a la España constitucional.

Ahora todas esas certidumbres vinculadas al recuerdo de los españoles que dieron su vida por la España de la libertad, se ven zarandeadas por la voluntad del Gobierno de propiciar el alzamiento a la dirección del Estado de todas las fuerzas que desde la Transición jamás han renunciado a la ruptura ni han dejado de justificarla, aunque esto suponga refrendar el dolor «que teníamos derecho a hacer», en expresión lapidaria, nunca mejor dicho, de Arnaldo Otegui.

Las maniobras del PSOE y Unidas Podemos respecto de los presupuestos exceden de las tesituras contables para apuntar a una operación contra la estabilidad del sistema constitucional como reconocen los propios beneficiarios de tal operación, Bildu y ERC. Por eso no resulta extraño que el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, sufriera en el hemiciclo un calentón de fiebre constituyente: prueba definitiva de su condición de notario mayor de las cesiones de Sánchez a sus socios de investidura y de embestida contra la «Constitución de la concordia».

En esta desactivación de España como «proyecto sugestivo de vida en común», deslegitimada falsariamente como «fascista» toda posible alternativa democrática, proyectado el control gubernamental de la información, establecida una reescritura del pasado para que las nuevas generaciones recuerden lo que nunca sucedió, convertido en moneda de cambio el idioma que nos une, amenazada la independencia judicial, aherrojada la libre voluntad de los padres respecto de la educación de sus hijos, la piedra de toque es el arrumbamiento de las víctimas del terrorismo a los lugares cernudianos donde solo sean «memoria de una piedra sepultada entre ortigas».

Este olvido representa dejar suspendidos sobre el vacío los cimientos más profundos de la España constitucional, los que tienen relación con la inteligencia y la emoción de pertenecer a una nación que, con el éxito de la Transición, cumplió finalmente su histórico sueño de normalidad. La idea de España como anomalía irresoluble se batió en retirada después de que la Constitución de 1978 removiera con el acuerdo de todos los lastres de casi dos siglos cruzados de frentismo y de exclusión, cuando no eliminación, del contrario. Los terroristas de ETA y otras bandas fueron los únicos que no asumieron la derrota de la maldición cainita y trataron de abortar mediante el crimen aquella voluntad de concordia.

El sacrificio de quienes murieron a manos de los terroristas ha sido subastado por un puñado de votos innecesarios al peor postor, aquel que sigue justificando y aplaudiendo esa historia criminal como un paso más en su proyecto de dominación del destino de todos. El siguiente paso ha sido demostrarnos de forma descarnada que las vidas de aquel millar de españoles bien valen un asiento en la dirección del Estado. Y quién sabe si el precio incluye también, en el futuro, un mausoleo en la Puerta de Alcalá para los símbolos del nuevo régimen, que no serán las víctimas del terrorismo precisamente.

Pedro Corral es periodista y escritor.

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