Por una Administración inteligente

La exigencia de sanear las finanzas públicas ha colocado bajo el microscopio la necesidad de mejorar el diseño organizativo de la Administración. Los solapamientos y duplicidades, que se producen incluso dentro de un mismo nivel de gobierno, se multiplican al considerar la realidad de un Estado descentralizado. La necesidad de añadir dosis de racionalidad, algo que venía siendo reclamado desde hace tiempo por numerosos economistas en el ejercicio de su función natural, pero incómoda, de aguafiestas profesionales, concita ahora un cierto consenso social y político.

Hay, sin embargo, otro aspecto del funcionamiento de la Administración aún más importante: la necesidad de impulsar normativas que no impongan a los ciudadanos obligaciones superfluas y onerosas. Las cargas derivadas de una burocracia ilógica son como un impuesto que grava a empresas y familias, con la diferencia de que no generan recaudación fiscal. Las regulaciones ineficientes son un obstáculo a la creación de riqueza y empleo, entorpecen la inversión y perjudican el bienestar.

En muchos países, y España no es una excepción, la práctica regulatoria ha provocado una hipertrofia de los aspectos formales y jurídicos en detrimento de los materiales y económicos. Se actúa en muchas ocasiones como si la elaboración de leyes o reglamentos y su publicación en un boletín oficial fuesen la meta final, olvidando que una norma jurídica es un mero instrumento para lograr un objetivo social o económico, concreto y cuantificable, y que importa, y mucho, la calidad de la regulación para que ese objetivo pueda alcanzarse con los menores costes posibles.

La preocupación por elaborar mejores normativas no es nueva. En el ámbito europeo, la Comisión lleva una década impulsando procedimientos que manifiestan un interés creciente por la eficacia económica de las normas. En una primera fase se generalizó el uso de herramientas de evaluación ex ante tendentes a cuantificar los efectos esperados de la legislación, lo que ha permitido mejorar la transparencia y la rendición de cuentas ante la ciudadanía. Naturalmente, el siguiente paso es el de la evaluación ex post, que supone comparar los resultados obtenidos con los inicialmente previstos y anunciados. Es el medio más eficaz de separar el grano de la paja, de diferenciar la regulación inteligente de la ineficiente.

En España nos hemos sumado bastante tarde a este proceso. Sólo desde hace poco más de un año es preceptiva la elaboración de memorias de evaluación de impacto normativo en los proyectos legislativos o reglamentarios de ámbito estatal. Pero queda mucha tarea por hacer. Para empezar, no existe ningún órgano independiente encargado de valorar la calidad de los análisis de impacto normativo realizados por los departamentos ministeriales. La experiencia europea demuestra que un órgano así contribuiría significativamente a elevar la calidad y rigurosidad de los análisis. Y desde un punto de vista político, ayudaría a reforzar esas evaluaciones como un instrumento al servicio de la eficacia de la gestión, más allá de su consideración como requisito formal.

En los momentos actuales se hace necesario implantar en todas las administraciones la cultura de la evaluación de resultados a posteriori, algo que hasta hace poco parecía ser incumbencia sólo del ámbito académico y de algunas unidades administrativas especializadas vinculadas a determinados centros directivos. Pero, sin duda, lo más importante es lograr que los resultados de las evaluaciones se integren verdaderamente en el diseño y reforma de las políticas públicas, pues en caso contrario serían papel mojado. Y así se convertirían en una nueva fuente de ineficiencia.

Los operadores económicos necesitan que la Administración les exima de cargas innecesarias y los ciudadanos necesitan más y mejor información acerca del grado de consecución de los objetivos. En el caso español, es preciso que la distribución de responsabilidades entre las distintas administraciones, la organización y funcionamiento de cada una de ellas, y las normativas que elaboran, estén firmemente comprometidas con la eficacia y con la rendición de cuentas. Los beneficios de una Administración inteligente son muy importantes y podrían estar a la vuelta de la esquina.

José Ignacio Sánchez Macías, profesor de Regulación Económica en la Universidad de Salamanca.

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