Por una antropología progresista

El pensamiento progresista corre, en tiempos de crisis y estancamiento económicos prolongados, el riesgo de limitarse a objetivos y tácticas de resistencia, como la oposición a la necesaria modernización del Estado del bienestar, sin atender a transformaciones materiales, sociales y económicas, como las nuevas formas de trabajo y creación de riqueza habilitadas por las nuevas tecnologías, que deberían constituir oportunidades de generación de una actualizada cosmovisión. Sin esta renovación la izquierda corre el riesgo de confirmarse como opción electoralmente menor, conservadora de un status quo desarbolado por la globalización y abocada a la irrelevancia.

El centro de toda ideología progresista es siempre una antropología que responda a tres preguntas. Primera, ¿las mujeres y los hombres se han de conformar con lo que son o pueden, incluso deben, aspirar a realizar todo su potencial? Segunda, ¿qué significa el trabajo en un proyecto vital contemporáneo?, cuestión clave porque la izquierda, materialista, asume que los hombres y mujeres se realizan a través del trabajo. Tercera, ya que el trabajo es un hecho social, ¿cuánto del valor generado por ese trabajo se ha de compartir?, ¿cómo?; es decir, ¿cuál es mi relación con los otros?

El ultimo aggiornamento antropológico de la izquierda va ya para medio siglo: 1968. Fue antiautoritario, enfocado a la liberación de los comportamientos privados. La hábil reacción conservadora de Thatcher y Reagan lo asumió dialécticamente y avanzó por el flanco siempre débil del progresismo: la tensión individuo-Estado en la economía. Al embate conservador sólo supieron responder los dos últimos chicos listos de la izquierda: Bill Clinton y Blair. Políticos competentes, cooptaron parte del mensaje conservador, ganaron elecciones y, por ello, pudieron preservar o intensificar las políticas sociales en sus países. Su fracaso último en la reforma del Estado ha hecho que la izquierda se limite, desesperanzada, a la defensa del empleo y titularidad de los servicios públicos.

Las respuestas a esta terna de preguntas antropológicas vienen contenidas en tres basculaciones ideológicas que suponen un giro copernicano para la izquierda.

El primer desplazamiento es de la protección de los derechos de los trabajadores a la capacitación como instrumento para la emancipación. En un mundo global —sin refugios ya a la competencia laboral— sólo el individuo capacitado para adaptarse a las exigencias de la competitividad podrá ser dueño de su propio destino, menos alienado y dependiente de otros o del Estado; es decir, ser más. Para ello debe poder desarrollar talentos que le permitan el acceso continuo a las nuevas formas de producción. La diferencia entre una derecha moderna y la izquierda es que aunque la primera puede aceptar la igualdad de oportunidades de salida, la segunda permite redimir errores de elección de futuro, facilitando la reentrada, en cualquier momento, en la educación y en la fuerza de trabajo. El objetivo último progresista no debe ser por tanto la protección social, un objetivo intermedio, ni la igualdad de llegada —¿por qué, si el esfuerzo no ha sido igual?— sino la emancipación: dar a todos la oportunidad de soñar, elegir su vida y realizar su potencial (en un artículo en estas páginas J. M. Maravall ofrecía una opinión distinta).

La segunda es la transición desde una imaginería todavía focalizada al obrerismo o al empleado administrativo, a una que incluya a innovadores, creadores y emprendedores, figuras centrales del nuevo paradigma productivo basado en la innovación y las nuevas tecnologías, y que posibilitan no sólo la creación de más valor añadido sino también una más completa realización personal en el trabajo. La innovación y la labor creativa no sólo crean más riqueza sino también mejor trabajo.

La tercera basculación tiene que ver con la solidaridad y con las dificultades de encontrar bases para la misma en lo local, incluido lo nacional, y contar con agentes eficaces para su ejercicio. La tradicional filiación identitaria basada en un territorio y una comunidad cultural homogénea está desapareciendo —y cuando resiste es nacionalismo reaccionario—. Internet virtualiza el espacio y la inmigración hace heterogéneas las comunidades tradicionales. A su vez, el Estado está cada vez menos capacitado para vehiculizar la solidaridad, tanto por limitaciones fiscales —las clases medias rechazan sufragar servicios públicos que cada vez usan menos— como por pérdida de legitimidad derivada de su incapacidad de actuar en una economía global.

Tres estrategias políticas, correspondientes a cada una de las basculaciones, deben ser el primer paso a la renovación fundamental del proyecto progresista.

Primero, educación para la emancipación. La educación sigue siendo la más efectiva palanca para la emancipación de las personas, y la prueba definitiva que separa progresistas de reaccionarios. La universalización de una educación analítica y experimental, con frecuentes reciclajes y oportunidades de acceso o reentrada a la fuerza de trabajo, debe constituir la primera y prioritaria estrategia de la izquierda. Desde el punto de vista de valores, no necesariamente presupuestario, ha de ser la más importante, incluso más que la sanidad. Sin educación para la competitividad global no hay libertad, sólo paro, dependencia y alienación.

Segundo, democratizar la innovación y el mercado. No existe igualdad de oportunidades para ser empresario o innovador. Debe trabajarse por ello, ampliando a la mayoría de ciudadanos el acceso a los instrumentos financieros y cognitivos que permiten innovar y crear actividad económica. Para lograrlo es necesario aplicar las reglas del capitalismo a los capitalistas, fomentando la competencia y mercados abiertos frente al corporativismo, especialidad de la derecha española camuflada en su discurso liberal. La izquierda debe reconocer que los emprendedores pueden ser agentes de cambio, de circulación de elites. Asumir que agentes económicos con capital no son progresistas, dejar a la derecha su representación, es una de las torpezas de la izquierda continental comparada con la anglosajona.

Tercero, transformar la solidaridad. La izquierda ha de replantearse si lo estatal es el instrumento de solidaridad a privilegiar. El Estado puede ser un eficiente ejecutor de políticas sociales, pero deja de serlo cuando está inmovilizado por intereses corporativos y élites que neutralizan su potencial redistributivo. Lo esencial del Estado es garantizar el derecho universal a servicios sociales básicos, no ser el medio único de prestación. Éstos deben estar abiertos a la gestión privada, con controles, donde haya razones de eficacia, ahorro y calidad, y rechazarla sin complejos donde no se den. Además, el repertorio de soluciones institucionales para proveer servicios sociales es mucho más amplio que lo puramente estatal o privado, como por ejemplo un tercer sector gestionado por el asociacionismo cívico.

Los perdedores del sistema son hoy ya mayoría; las clases medias tienen todavía conciencia de clase burguesa pero realidad material de clase en precarización. El partido que vehicule la demanda de cambio de esta nueva mayoría será el partido dominante del futuro. La izquierda debe aprovechar la oportunidad; no tanto moverse al centro, sino mover el centro. Para hacerlo necesita soltar lastre de su tradicionalismo doctrinal y construir con las clases medias una mayoría de cambio: transitar de la protección social a la capacitación para posibilitar la emancipación de las personas; de la desconfianza del mercado a la promoción de una economía de innovación que genere recursos para la educación; y del inmovilismo en lo social a una solidaridad responsable, con criterios de racionalidad, sin a prioris, sobre quién y cómo presta los servicios sociales, y con una fiscalidad eficaz que reduzca la desigualdad de rentas.

La tarea es urgente. La izquierda con vocación de gobierno sigue cayendo en voto pese a que la crisis la gestiona ahora la derecha. La razón es que hoy es difícil saber qué espera de las personas, a qué cree que pueden aspirar, qué valor tiene para ellas el trabajo, y cómo se despliega eficazmente la solidaridad. Sólo protestar, estar a la defensiva, esperando que la derecha falle, es insuficiente. La elección para el progresismo es clara: resurgir ofreciendo la alternativa innovadora que pueda concertar una mayoría o desaparecer ante una nueva corriente política más transformadora, dejando entre tanto a las clases trabajadoras y medias sin alternativas a los populismos.

José Luis Álvarez es doctor en Sociología por la Universidad de Harvard y Profesor de INSEAD, Francia-Singapur, y Ángel Pascual-Ramsay es director de Global Risks en ESADEgeo y Senior Fellow de la Brookings Institution.

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