Por una justicia feminista

Soy mujer y jueza y los delitos contra la libertad sexual siempre me han causado cierta desazón por la forma en que son tratados en los manuales y en la jurisprudencia. Pese a que se ha avanzado mucho respecto de lo que antes se conocía como “delitos contra la honestidad”, todavía quedan reminiscencias de ese discurso retrógrado sobre la violencia sexual. Un discurso que “despieza” jurídicamente el cuerpo de las mujeres para encontrar el grado exacto de consumación y de participación, de consentimiento, de violencia o de intimidación, siempre en detrimento del bien jurídico que más se debería proteger, la dignidad de las mujeres, y desligado de cualquier apreciación extrajurídica y del contexto de desigualdad estructural, sistémica e histórica de las mujeres. Un alejamiento que pone el foco sobre las características de la agresión olvidando que es un atentado contra la integridad de la víctima.

La Organización Mundial de la Salud (OMS), a la que sigue el Convenio de Estambul, considera que la violencia sexual es una vulneración de los derechos humanos y la define como “todo acto sexual, la tentativa de consumar un acto sexual, los comentarios o insinuaciones sexuales no deseados, o las acciones para comercializar o utilizar de cualquier otro modo la sexualidad de una persona mediante coacción por otra persona, independientemente de la relación de esta con la víctima, en cualquier ámbito, incluidos el hogar y el lugar de trabajo”.

Si la OMS y el Convenio de Estambul lo tienen claro, ¿por qué nuestro Código Penal no? Porque la permeabilidad de las normas jurídicas y el discurso jurídico generado en su aplicación han permitido perpetuar los estereotipos o patrones culturales que han construido las identidades sociales del hombre y de la mujer y el “reparto de papeles” con la consiguiente subordinación estructural de estas. Los llamados “delitos sexuales” han sido una muestra de ello porque han legitimado un discurso jurídico moralista y plagado de prejuicios que parten de la presunción de que existió consentimiento en las relaciones sexuales, de tal manera que para lograr una condena la acreditación de una resistencia casi numantina se convierte en un arma de doble filo para las mujeres.

Las mujeres han percibido en ello una discriminación institucionalizada (o violencia institucional) que les ha generado desconfianza en la justicia al no percibir evidencias de la voluntad del Estado para prevenir, investigar, sancionar y reparar los actos de violencia contra las mujeres. Se han sentido, con razón, revictimizadas porque la justicia no ha eliminado las barreras invisibles que deben superar incluso para poder acceder a la “cadena de justicia”. La violencia institucional se ha convertido, como recuerda la ONU, en una forma más de violencia de género.

Nos seguimos preguntando por qué las mujeres no denuncian más en vez de plantearnos por qué el Estado no las protege mejor. Démosles medios de protección a ellas, información de calidad y soporte asistencial digno y coherente con su situación y a la sociedad instrumentos de prevención basados en una educación y formación en derechos humanos. Y para quienes además denuncian, estemos a la altura.

¿Cómo? Transformando los sistemas de justicia en su función y en su estructura y reformulando las conductas sancionables penalmente para eliminar el sesgo machista. Y redirigiendo el norte jurídico perdido hacia un diálogo constructivo entre el derecho y la sociedad (que nunca debió perderse) que recoloque a los sujetos jurídicos —mujeres y hombres— en un plano de igualdad real y que contextualice socialmente las normas. En la argumentación jurídica hay que incluir el feminismo y la técnica jurídica vinculante que lo avala, la “perspectiva de género” para enfocar correctamente los conceptos de discriminación y violencia, mostrándonos que son un fenómeno estructural y sistemático. Y en los órganos que tienen capacidad decisoria, como la Comisión de Codificación, se ha de asegurar en cumplimiento de la Ley de Igualdad el principio de paridad. No se trata de incluir a más mujeres para tratar “temas de mujeres”, sino de hacerlo por un principio de legitimidad democrática para evidenciar el compromiso público con la igualdad que les exija además a todos sus miembros una formación acreditada, real y no meramente formal en materia de género que permita remover la discriminación y estereotipia arraigada también en la legislación. Solo así, con mujeres y para las mujeres, se podrá avanzar en igualdad.

Lucía Avilés es magistrada y socia fundadora de la Asociación de Mujeres Juezas de España.

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