Por una lengua común europea

Cuando se denuncia la lejanía de las instituciones europeas respecto a los ciudadanos de a pie raramente se incide para explicar ese hecho en la ausencia de una lengua común. Y sin embargo, mientras los europeos no podamos entendernos, será imposible construir una sociedad civil supranacional, con sindicatos, prensa y asociaciones comunitarias, y "Europa", para la mayoría de la población, seguirá siendo una lejana cosa de tecnócratas y lobbies. Sin un idioma paneuropeo seguiremos pensando en términos nacionales, lo que supone un pesado lastre para la Unión.

Actualmente sólo el 27% de los españoles declaran ser capaces de mantener una conversación en inglés. Podemos seguir discutiendo ad nauseam sobre si los castellanohablantes están discriminados en tal o cual comunidad autónoma bilingüe o si son los hablantes de las otras lenguas españolas los que tienen motivos para quejarse. En España las tensiones entre los nacionalismos periféricos y el estatal nos han hecho olvidar que la primera función de un idioma no es identitaria, sino comunicativa. La tan agotadora como estéril discusión sobre los llamados "derechos lingüísticos" (que con la misma contundencia que se defienden para la propia comunidad lingüística se suelen negar para las demás) contribuye a ocultar el fracaso del sistema educativo en la enseñanza de lenguas extranjeras, tanto en las comunidades bilingües como en las monolingües castellanas.

En la Unión Europea existen en la actualidad 23 lenguas oficiales. Es decir, en el Parlamento Europeo teóricamente se precisan por lo menos 506 intérpretes, contando solamente uno por cada combinación posible, y ese número tenderá a crecer de manera exponencial cada vez que ingrese un nuevo Estado que posea lengua propia. De hecho, el maltés, el luxemburgués y el turco (por Chipre) están ya en la cola de la oficialidad y en 2011 será el turno del croata y, probablemente, del islandés, por lo que para entonces se necesitarían 756 traductores como mínimo. En realidad, el inglés suele emplearse como intermediario entre los diversos idiomas, así que la labor de los intérpretes corre el peligro de convertirse en una variante del juego del teléfono. La mayoría de los Estados europeos, entre ellos España, son incapaces de destinar un magro 0,7% a ayuda al desarrollo, pero cada año la Unión Europea se gasta en traducciones nada menos que un 1% de su presupuesto, casi 1.200 millones de euros. La pluralidad lingüística y la protección de las minorías son, sin duda, valores muy europeos que hay que mantener y fomentar, pero la ciudadanía tiene que ser consciente de que tienen un coste y de que tal vez existen prioridades más perentorias.

La imagen que proyectan algunos de nuestros representantes en las instituciones europeas es ciertamente patética. Estrasburgo se ha convertido en un gran cementerio de elefantes donde se jubilan con una pensión de oro los políticos fracasados. Cuando los partidos eligen a sus candidatos "para Europa", a menudo no tienen en cuenta su dominio de lenguas. Así que, cuando no hay intérpretes, son incapaces de comunicarse con los políticos de otras nacionalidades e incluso de conocer la realidad de los países en los que ejercen su labor. Desde luego, ésa no es la mejor manera de combatir el euroescepticismo. Hoy la falta de competencia lingüística supone uno de los mayores desafíos a los que tiene que enfrentarse Europa.

Es muy fácil criticar la debilidad europea ante los Estados Unidos. Sin embargo, la mera existencia de una diplomacia europea, aun con sus limitaciones, es ya un éxito sorprendente. Pero sin un idioma en el que podamos entendernos resultará muy complicado transformar esa diplomacia común en una opinión pública común. The European, el primer y por ahora último intento de prensa paneuropea, apenas duró ocho años. Los europeos nos vemos así obligados a informarnos a través de medios cuyo marco de referencia es predominantemente nacional. Y, sin una opinión pública común, Europa seguirá siendo un enano político in aeternum.

En Europa existen tantos hablantes nativos de ucraniano o de polaco como de castellano. Pero, adormecidos en los cómodos laureles de la Hispanidad, gran parte de los españoles siguen manteniendo delirios de grandeza lingüística. En total, el 9% de los ciudadanos comunitarios tienen el castellano como lengua materna, pero sólo otro 6% lo hablan como segunda lengua (las cifras para el inglés son el 13% y el 38%, respectivamente). Todavía no nos hemos enterado de que el castellano pinta muy poco en Europa.

A finales del siglo XIX, el austriaco Johann Evarist Puchner diseñó un idioma artificial al que denominó nuove roman. Su invento era una variante simplificada del castellano, pero, sintiéndolo mucho por los monóglotas militantes, no conoció difusión alguna (el esperanto, creado un poco antes por Ludoviko Lazaro Zamenhof, ha tenido algo más de éxito). De hecho, el latín fue el idioma de las élites intelectuales hasta principios del siglo XX y en esa lengua presentaron sus tesis doctorales en La Sorbona, entre otros, Renan, Seignobos, Bergson y Durkheim. Y eso que, para entonces, el francés llevaba siglos siendo la lengua diplomática del Viejo Continente. Hoy la opción es otra. Por más que los diferentes chovinismos nacionales se empeñen en negarlo, a menudo con la excusa del antiimperialismo, el idioma común europeo es el inglés. Aunque no, naturalmente, en su variante de Oxford o Cambridge, sino en lo que el lingüista galés David Crystal ha denominado English as a Global Language (EGL). El EGL es el latín, el esperanto y el nuove roman de nuestra época.

Termino como empecé. Las lenguas deberían servir en primer lugar para comunicarse y sólo después para definir una cultura o una nación. La situación sociolingüística actual de España es mucho más compleja que la de hace 30 años. Entonces el paradigma "lengua A" (castellano) arriba y "lengua B" (catalán, gallego y euskera) abajo se cumplía a la perfección. Hoy las lenguas de los inmigrantes están por debajo de las lenguas autonómicas y es posible que pronto el inglés esté por encima del castellano. Si se gestiona bien, esta nueva coyuntura puede ser beneficiosa para la convivencia lingüística, porque disminuye la diferencia de estatus entre las diferentes lenguas españolas.

Desde el siglo XVIII, si no antes, el monolingüismo oficial ha sido un axioma del nacionalismo estatal y una ambición de sus émulos sin Estado. La construcción europea nos brinda la oportunidad de cerrar el ciclo histórico del Estado-Nación y superar de una vez sus múltiples contradicciones (siempre y cuando, claro, no convirtamos a Europa en una especie de gigantesca Nación anglófona, en cuyo caso, el remedio será peor que la enfermedad).

En una realidad posnacional, el multilingüismo no puede ser sólo un atributo de las instituciones, ni de las élites, sino de los ciudadanos en su conjunto. Si el tiempo y la energía que se derrochan en denunciar el trato que tal lengua (llámese castellano, catalán, gallego o vascuence) recibe por parte de tal administración, estatal o autonómica, se emplearan en el aprendizaje de idiomas extranjeros, esta pequeña Península y sus islas adyacentes serían uno de los lugares más cultos, y también más competitivos, del planeta. Con cierto sarcasmo señalaba Friedrich Engels que en su época los franceses presumían de cosmopolitismo, pero se imaginaban al mundo entero hablando en francés. Cabe preguntarse qué habría pensado de la mayoría de los españoles si se diera una vuelta por aquí.

Xabier Zabaltza, historiador y traductor, autor de Una historia de las lenguas y los nacionalismos.